Fotografía de Jorge Beltrán | AFP
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Es imposible precisar cuándo llegó. Seguramente un domingo en la mañana, después de desayunar, a esa hora en la que a papá le gustaba poner sus discos en el picó. Tampoco recuerdo cuál fue la primera canción que escuché, pero en la sala de la casa había un cuadro de un pintor de firma ilegible, en el que una muchedumbre caminaba bajo los paraguas por una acera de París, parecía de tarde, y esa era una imagen que recreaba cuando escuchaba “Esta tarde vi llover”. Forma parte de la banda sonora de mi vida desde siempre, y como siempre y con casi todo, gracias a mi papá.
El disco sonaba completo por las dos caras. El de la carátula azul, con él delante del piano, y todos los títulos de sus éxitos de entonces en amarillo. Con el tiempo, cada uno de sus temas se convirtió en un clásico y montones de artistas cantaron sus composiciones. Mi papá decía que Manzanero era como Agustín Lara: no importaba que no tuvieran una gran voz, porque la gracia estaba en el sentimiento del autor.
Manzanero fue como una especie de Cyrano de todos. Sin permiso nos apropiamos de sus canciones, para dedicarlas, para explicar el amor, acompañar el primer despecho y el siguiente y el que vino después, hasta que dimos con otra canción o con otro amor; para cantar con derecho propio “Te extraño”.
Y no es que tenemos una frase, que la tenemos; o una canción, que también. De Manzanero tenemos toda una obra para encontrarnos, para viajar en el tiempo, al primer beso, o al menos al primero que recordamos como el más dulce.
Manzanero está en mi vida desde antes de necesitarlo. Quería enamorarme como en sus canciones. Aún no sentía nada de eso que él cantaba, pero invitaba a ilusionarse. Algunas personas se aproximan al amor gracias a la literatura, pero en mi caso fueron las canciones que oía mi papá los domingos en la mañana, los sábados por la tarde o cualquier día que hiciera falta. Los mexicanos ocupaban un lugar estelar. A unos los llamaba por su nombre, como si fueran amigos suyos (José Alfredo, Agustín), a otros con nombre y apellido (Pedro Infante, Pedro Vargas o Javier Solís), y a él lo llamaba Manzanero, a secas.
Visitaba con frecuencia Caracas, y mis papás siempre hacían un grupo para ir a verlo. Fue parte del esplendor de aquellos días en los que por La Boite, en el Hotel Tamanaco, desfilaban grandes artistas. Era fijo al día siguiente escuchar a Manzanero una vez más.
Ya grande, cuando descubrí que quería cantar, siempre encontraba acompañamiento. Ya he contado que canté informalmente en aquel magnífico bar de Alfredo González Amaré, Noche de Ronda, en el sótano del Centro Comercial Chacaíto, donde tanto nos divertimos los cultores del bolero, después de atravesar las lágrimas de San Pedro de la entrada. Mi incursión en el canto duró pocas semanas, porque un amigo de mi papá le fue con el cuento de que yo cantaba. Pero mientras duró, Manzanero fue parte de mi repertorio con dos de sus temas más emblemáticos: «Contigo aprendí» y «Voy a apagar la luz».
Pasado el tiempo, entendí que los boleros siempre quedan mejor con despechos entre pecho y espalda. Se puede cantar muy bien, pero sin haber sentido el dolor del desamor o el alivio de ser amado no es posible honrar como es debido lo que dicen esas canciones.
Este lunes amanecimos sin Manzanero. Se fue en la madrugada, como corresponde, a la hora de los trasnochos y los desvelos, pero nos dejó todas sus canciones, que son de todos para siempre. Agradecidos por los versos para los besos. Desde Elvis Presley, pasando por Raphael, Plácido Domingo, Andrea Bocelli, Alejandro Sanz, El Cigala, Olga Guillot, Celia Cruz, Luis Miguel, Tania Libertad, Rocío Dúrcal, Soledad Bravo, hasta Simone, por mencionar algunas de las voces que han interpretado canciones de Armando Manzanero. Sin duda uno de los compositores mexicanos más exitosos y prolíficos de la Historia, equiparable a José Alfredo Jiménez, Agustín Lara o Juan Gabriel.
Alguna vez estas frases fueron mías, unas lo siguen siendo, a manera de cadáver exquisito:
“No sé cuanto hay de verdad cuando estamos hablando”.
“Ya no extraño como antes tu ausencia”.
“Para darnos el más dulce de los besos”.
“Perdóname si al fin con creces pago todos mis errores”.
“No sé tú, pero yo quisiera repetir”.
“No hay nada nuevo, solo que te conocí”.
“Aunque inventes los detalles y te encuentre en cada calle”.
“Nos hizo falta tiempo de caminar la lluvia”.
“Todavía guardo un beso y un suspiro para darte”.
“Aprendí que puede un beso ser más dulce y más profundo”.
“Como yo te amé, no creo que algún día lo puedas entender”.
“¡Qué Dios te guarde por hacerme tan feliz!”
***
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Mari Montes
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