Entrevista

Antonio José Ponte: “El totalitarismo empieza cuando no puedes sentarte a la mesa con tu hermano”

Antonio José Ponte retratado por Ángel Buendía | RMTF

12/03/2023

Mi encuentro con La fiesta vigilada, la novela del escritor cubano, Antonio José Ponte, empieza con una conversación que sostuve con Arnaldo Valero, profesor de literatura en la Universidad de Mérida. Esa novela es uno de los textos que se analiza en las aulas merideñas, como un claro referente al proceso político que arrancó en Venezuela en 1998. Despertó mi curiosidad hasta el punto de rastrear a Ponte en la masiva diáspora cubana.

De la novela escribe Valero: “Si el capitán Beatty —jefe del cuerpo de bomberos de Fahrenheit 451— trabajara para el régimen cubano, tendría La fiesta vigilada en su lista de los más buscados. La orden sería: buscar y quemar, porque esa sofisticada cartografía de La Habana en clave de crónica demuestra que el período especial no fue una etapa coyuntural o provisoria de la historia cubana: los apagones, el éxodo masivo, la destrucción material de la ciudad, la delación, la falta de comida, medicinas y libertad —hechos que motivaron los reclamos del Movimiento San Isidro y de las protestas en julio de 2021— son el saldo puntual y definitivo  del proceso encabezado por Fidel Castro en 1959. Y todo eso confirma una idea bastante extendida en Europa del Este, según la cual el socialismo ha constituido el camino más largo entre el capitalismo y la desigualdad extrema”. Valgo decir, agrego yo, la pobreza generalizada.

Dicho este preámbulo, que aparezca en esta página la coletilla de las series de televisión y el cine: “cualquier parecido con la realidad (venezolana) es mera coincidencia. Son procesos distintos, pero habría que recordar, una vez más, la sentencia de Raúl Castro: “cada vez somos la misma cosa”.

Uno de los temas que está presente, a lo largo de su novela, La fiesta vigilada, es el totalitarismo. Diría que la suya es una novela de géneros (de impresiones, de referencias variadas, de ensayos, de crónicas). ¿Comparte esa impresión o, como lector, estoy equivocado?

No, no estás equivocado. De hecho, el libro se ha discutido, si es novela o no lo es. Yo tengo libros más puros en otros géneros. Lo que me propuse fue contar una época, un momento, unas determinadas circunstancias, no importa cuáles fueran los acercamientos y cuántas hibridaciones se crearan a raíz de esos acercamientos. Me interesaba ir de lo personal a lo más general o de lo anecdótico y episódico a momentos teóricos. Ahí supe que no iba a ser un libro como los anteriores que yo había escrito. Sería un libro que me iba a dar más libertades como autor o como componedor. Me costó encontrar la estructura para armar el libro. Está hecho de partes y ensamblarlo fue complicado. Pero es un libro del cual estoy muy satisfecho del modo que encontré para editarlo.

Una de las referencias es la novela de Graham Greene: Nuestro hombre en La Habana. De falsos espías, en una Cuba que iba de la dictadura de Batista a la revolución castrista. Mi impresión es que toma el libro de Greene, como preámbulo y antecedente de lo que vendría luego. Un país vigilado y lleno de espías por todas partes. ¿Ese libro lo ayudó a concebir el desarrollo de su trabajo?

A mí me interesó, de Greene, que fue una novela escrita en el límite entre el final del tiempo prerrevolucionario y el comienzo de la revolución (1958), no creo que Greene conociera realmente a La Habana. Su visión era más bien turística. Pero dentro de la novela tiene notas que son muy interesantes. Lo que más me atrajo es eso que tú apuntas (la vigilancia), pero también algo que es curioso: Lo que parece un divertimento en Greene, la invención de un arma atómica que se inventa el personaje principal (James Wormold), a partir de una aspiradora, es decir, un arma secreta que está en Cuba, lo que motiva una pregunta para los servicios de inteligencia de los países involucrados en la guerra fría, ¿A quién le puede interesar lo que está pasando en Cuba? Sin embargo, unos años después, el arma secreta van a ser los misiles soviéticos y el hecho de que el mundo va a depender de la solución que se le dé a una crisis por unos misiles atómicos que se han detectado en Cuba. Entonces, lo que parece una broma en Greene, es como una profecía, es premonitorio. Todo eso con un tono de juego (en la novela) que, en principio, fue el mismo tono como se aceptó la revolución cubana. Era la revolución con pachanga, que no podía ser comunista, porque estamos en el Caribe, porque el carácter y la idiosincrasia del cubano es distinta, porque la música, el erotismo, lo epicúreo que son los cubanos, no van a dejar construir un sistema gris como eran los sistemas comunistas, hasta ese momento.

La vigilancia empieza desde el mismo momento en que la revolución triunfa. Y para muestra cito el episodio de la película PM, cuyas implicaciones políticas ponen en evidencia las operaciones de vigilancia a las que estaban sometidos los intelectuales y artistas cubanos. Entonces, los artistas e intelectuales no pueden representar la realidad de un país, de una sociedad, sino las ambiciones y los sueños —el hombre nuevo, la justicia social— de la revolución cubana.

La cuestión es esa particularidad cubana: El hecho de que toda la cultura latinoamericana y continental se quiere organizar alrededor de Cuba, alrededor de Casa de las Américas, que es un organismo creado para eso. Pero los cubanos no cuentan, entre otras cosas, porque si los escritores cuentan la revolución, les quitan el monopolio narrativo a los revolucionarios, vale decir a Fidel Castro, quien será el gran narrador en sus discursos oceánicos. Después de publicar El siglo de las luces, Alejo Carpentier comienza a escribir la historia de la revolución de Fidel Castro. Publica, creo, dos capítulos y rápidamente recibe un aviso de las autoridades para que no siga con esa novela, cuyo título era La tribu dispersa. Carpentier, un gran escritor, pero también un oportunista con una moral cuestionable, abandona ese proyecto. ¿Por qué? Porque ha chocado con la competencia de quién cuenta la revolución. No es una tarea de los escritores sino de los propios revolucionarios, tiene que ser Fidel Castro. Y la razón es que ese discurso va cambiando continuamente, Fidel lo va atemperando según sus necesidades de política internacional, sus relaciones con el Kremlin, de sus relaciones con los partidos comunistas de América Latina o con las guerrillas de la región. Es una historia que es cambiante. En ese sentido, Fidel no hace nada distinto a lo que hacen las historias oficiales, eliminar personajes (Huber Matos, Carlos Franqui) crear falsos personajes, falsas narrativas, linajes falsos y eso es el trabajo de un narrador, que no puede tener competencia ninguna entre los escritores. El poder político es el único que narra con legitimidad. En toda revolución siempre hay una Sierra Maestra. De eso se trata, de lo simbólico, de la administración de los símbolos. Todo eso es trabajo de un escritor, pero en Cuba se convierte en trabajo del poder. De un poder con ambiciones bastante cumplidas continentales.

Mucho se ha hablado de la visita de Jean Paul Sartre a Cuba. De su beneplácito con la revolución. Es curioso que, en un filósofo, no encontremos críticas ni cuestionamiento. ¿Lo calificaría como complicidad absoluta?

 Es más complicado lo de Sartre. El visitó Cuba en tres ocasiones. La primera vez en el año 48, 49, antes de la revolución. La segunda vez invitado por el periódico Revolución (que es el órgano de prensa de la revolución en ese momento) y una tercera vez, de la cual no hay textos de Sartre, pero sí de Simone de Beauvoir, su pareja. Ellos vuelven en el 61 y todo ha cambiado para ellos. Ven la militarización, la censura en las conversaciones de la gente, pero todo esto es vía del libro de memorias de Simone de Beauvoir. Luego, en el 71, a propósito del caso Padilla, Sartre es uno de los firmantes a favor de Padilla y en contra de lo que le parece un remedo stalinista. Su texto, que inicialmente se publicaría en una revista de limitado alcance, se publicó después, a pedido de la revolución, en una revista con grandes audiencias. Se trata de un clásico de los fellow travel a Cuba. A mí me hace reír, si no fuera tan triste, por lo patético de ver a un filósofo, a un pensador, del calibre de Sartre patinando de ese modo, resbalando con tanta cáscara de plátano. El pensamiento llega a unos niveles de tontería y de superficialidad tan marcados, hace predicciones que no se cumplen. El habla de una revolución sin ideologías, pero la revolución se hace súper ideológica.

¿Qué explicaría su desembarco en La Habana?

Estos intelectuales llegan a la revolución para volver a tener deseo por la utopía. Sartre llega a Cuba en esa fecha (1961) y en el fondo está la traumática descolonización de Argelia. Llega a Cuba y se produce el flechazo de una joven utopía. No avizora la amenaza moscovita y puede ser una revolución de los pobres para los pobres. Sin ideologías, sin un partido monolítico. Sin aparatos burocráticos. Es la creación en la que él cree y en la que le hace creer a la gente con sus textos. Este tipo de intelectuales son certificadores de realidad, así como un inspector certifica, en una industria de alimentos, que los productos están en perfectas condiciones higiénicas. Sartre es el gran certificador de la revolución cubana, aunque no es el único. 10 años después va a descubrir la stalinización de Cuba y va firmar contra eso, en el caso Padilla.

Hay un personaje en su novela, el capitán Segura, que sostiene una tesis inquietante: Las personas que son torturadas, en el fondo, quieren que las torturen. La imagen de la cigarrera de Segura forrada con piel humana. Es algo muy tétrico. La simbología de la represión absoluta.

Es la idea cíclica de las dictaduras. Es un personaje que Graham Greene construye a partir del jefe de la policía de Fulgencio Batista. Tiene esta línea, que me parece de las mejores cosas de la novela de Greene, de que la gente se divide en torturables e intorturables, como si hubiera una especie de convenio o aceptación entre víctima y victimario a la hora de la tortura policial. Greene era un erotómano. Y esa idea le puede venir a Greene de los pactos sadomasoquistas, creo, porque evidentemente, esta idea no viene del personaje histórico. Es un punto novelesco que a mí me interesa, porque el personaje, el capitán Segura, habla de un destino, en el cual tú torturas hoy y mañana vas a ser torturado tú. Es un círculo vicioso del cuál no se sale y en el que la tortura circula circularmente.

Eso se dio en la revolución rusa, los jefes policiales del zarismo pasaron a las filas del poder soviético. ¿Eso sucedió en Cuba?

No, en Cuba no se dio. En realidad, la revolución cubana empieza como una restauración, algo de eso podemos ver en el discurso de Castro La historia me absolverá (su programa de gobierno), luego de su primera y fallida acción armada en el cuartel Moncada. Lo arrestan, lo llevan a juicio. Él hace su propia defensa del abogado y ahí extiende un alegado, una especie de discurso, del estado de la nación cubana en ese momento y lo que él propone es la vuelta a la Constitución de 1940, que es una constitución muy progresista, dentro de Cuba y dentro de América, que Batista había cancelado con el golpe de Estado de 1952. Entonces, es una especie de restauración y cuando toma el poder, no hay tránsito de una policía a la otra. Quizás muy poco. No me atrevo a asegurarlo. Tampoco hay transmisión de técnicas, porque es una revolución que está reaccionando contra una dictadura, cuyos crímenes se han hecho tan visibles, donde además se ha hecho una carrera para publicitar esos crímenes, entonces, la revolución tiene que cuidarse de torturar de un modo muy sesgado. Las técnicas vienen de otros medios, de la policía soviética o checoslovaca, con lo cual hereda algunos rudimentos de la policía zarista y de la Gestapo alemana, presentes en la extinta Unión Soviética y en las dictaduras de Europa oriental.

En el capítulo final de su novela hay una gran crónica sobre las prácticas de la Stasi, la policía política de la extinta Alemania Oriental. La delación como política de Estado. ¿Qué repercusiones tuvo en Cuba?

Uno de los aportes de la revolución cubana al arte de la represión, son los CDR (Comités de Defensa de la Revolución). Es una institución que está en cada calle. Ahora muy desvencijados, por lo que leo. Pero durante mucho tiempo había en cada calle, un jefe de vigilancia. Ese jefe de vigilancia estaba al tanto de todo lo que pasaba en esa calle, de todo lo que ocurría. Existe un sistema de espionaje, de vigilancia, de uno sobre el otro, bastante extendido. El gran renglón de la revolución cubana no ha sido ni la salud ni la educación sino la policía política, dentro y fuera de Cuba. Los sistemas de espionaje y contraespionaje de Cuba. En eso se han lucido mucho. Han tenido, y tienen, grandes resultados en eso. Eso no existía antes de la revolución. Antes existían dictaduras, que usaban soplones y gente que vigilaba, policías de civil. Pero no llegó al grado de masividad que se consiguió con la revolución. Es la idea de una vigilancia total. Estamos hablando del totalitarismo, de lo que querías hablar. La idea de que no debe haber un rincón de la vida humana adonde no llegue el ojo escrutador del poder, de la revolución, de la autoridad. No sólo eso. El totalitarismo es una psicomaquia. Es decir, es la persecución, no sólo de lo que tú has pensado, sino de lo que puedes llegar a pensar. Por eso la censura en países como Cuba es distinta a la de otros países.

¿En qué sentido?

En cualquier otro país, una obra de arte, un libro, una pieza de teatro, puede tener un problema. Se retira de circulación. No dejan exhibirlo. Es censurado políticamente. Pero el resto de las obras de ese artista no tienen que correr la misma suerte. Sólo se saca lo que no se acepta de ese artista. En la censura totalitaria no. Allí, una vez que has tenido una obra problemática, tú mismo te has convertido en problemático y toda tu carrera, todo lo que hagas, todo lo que pienses alrededor de tu arte es problemático, con lo cual te tachan completo. La censura totalitaria no combate sólo lo factual, sino lo potencial también. No lo que hay sino lo que podrá haber.

Usted escribió un artículo muy duro para el diario Clarín sobre el caso Padilla, a raíz de la reciente película sobre su confesión. Padilla aparece retratado como el delator de sus amigos. Usted dice que quiere ver la grabación que ordenó Fidel Castro. ¿Qué diría del totalitarismo como herramienta para destruir las relaciones afectivas o filiales entre las personas?

Es algo de lo que siempre he tratado de rastrear el origen. Yo he llegado a pensar que es lo siguiente, algo que ustedes habrán vivido en Venezuela, que se vivió en Cuba en el comienzo o que se vive, incluso, en ciertos lugares de España. La cuestión empieza cuando en una comida familiar, por ejemplo, no puedes hablar de política, porque se acaba la comida o termina en una batalla. Cuando se dispara la señal de la imposibilidad de escuchar opiniones políticas contrarias o distintas, ese es el primer paso. Ya empezó todo. Los comensales se sientan a la mesa, cada uno con reparos al otro y empieza la sensación de las cosas no dichas. Todo eso se va envenenando dentro de una familia, porque hay un régimen totalitario que explota esos bajos instintos. Terminas, ya no hablando de política con tu hermano, sino delatando a tu hermano por las ideas políticas que tienes. Es un proceso de corrupción de la cuestión pública dentro de los hogares, de las casas. Empiezan a haber temas tabúes, de los cuales se hablaba antes perfectamente, con sus gradaciones y diferencias. De pronto la gente come en silencio. De ahí a hacerse enemigos hay unos pocos pasos, que son explotables por una causa política que catalice los peores instintos.

Ese cisma se mantiene en las familias venezolanas, a pesar de que la crisis de Venezuela tiene dimensiones incontrastables: la diáspora, la destrucción económica, el sufrimiento, la pobreza generalizada. ¿Por qué estas revoluciones son objeto de aprobación en algunos sectores sociales? ¿Por qué hay gene obcecada que sigue “rodilla en tierra”?

Eso es difícil de responder. En el caso de Cuba, es la pregunta que hacemos desde hace 60 años. Es algo que para mí encuentra una explicación si nos vamos a textos que ya casi no eran leídos. Digamos, Psicología de las Masas de Gustavo Le Bon (la idea se centra en la inexistencia de autonomía dentro de un grupo creado). Lo explica con cierta finura psicológica, pero de un modo muy contundente. Son textos que nos cuesta aceptar y nos cuesta porque, aunque pensemos lo peor de mucha gente, nos parece inconcebible la maldad del ser humano. Hay algo que no acaba uno de entender: son estos mensajes de las dictaduras totalitarias, de los populismos que combinan un discurso de bondad revolucionaria y los peores instintos. Eso es algo que funciona masivamente.

El mal atrae, ¿no?

El mal atrae: es un catecismo de largo recorrido. A la gente le apasiona, y también le apasiona soluciones personalistas, le apasiona el caudillismo, ante problemas complicados. La política es muy difícil de entender para la gente, pero si tú lo resuelves como si fuera una pelea callejera es muy fácil de entender. Entonces, es la facilidad con que los líderes de estos regímenes consiguen explicar una postura, una posición, digamos, la solución entre comillas que le dan a todos. Y lo hacen de un modo tan visible para la gente, de un modo tan gráfico, que resulta muy difícil combatir eso.

Si bien Fidel Castro, en los años 60, vio frustrada sus intenciones de exportar la revolución cubana y su deseo de colonizar a América Latina, podríamos decir que, en este momento, estaría más que satisfecho, ¿No? Quizás, en vida, alcanzó a ver algo de eso. Tiene dos dictaduras: una en Centroamérica, otra en Suramérica, pero también tiene regímenes populistas complacientes que ayudan, de muchas maneras, a sostener a Cuba. ¿Tuvo éxito, no?

Un éxito, creo que para él inesperado. Cuando aparece la solución venezolana para Cuba, Fidel Castro la fabrica, él recibe con honores de Estado a Chávez; impulsa a Chávez para que sea lo que va a ser y lo que será luego. Castro llega a lo que él hubiera querido a través de la solución allendista, que él había criticado. De pronto, el camino de las urnas puede llegar al poder. Lo consigue, pero de un modo bastante azaroso, como un modo que él no había pensado o calculado. El camino electoral era un modo cancelado para Castro. El trata de subvertir a los países de América Latina y su estancia en Chile tenía como objetivo subvertir el modo allendista, porque no le gusta que un socialista llegue al poder a través de las urnas. Ahora, me permito rectificarte. No creo que él estuviera satisfecho, nunca lo iba a estar, porque a Fidel Castro lo que le interesaba eran los Estados Unidos. Él hubiera querido ser el vengador de Estados Unidos. Ese era su sueño. Es un sueño bastante megalómano, pero bueno, Fidel Castro era megalómano. Su historia gira alrededor de Estados Unidos. Le escribe una carta a Roosevelt, siendo un niño, que se exhibe en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos. Le ofrece una mina de cobre y le pide un billete de 10 dólares. En la Sierra Maestra le escribe un mensaje a su secretaria y probable amante, Celia Sánchez, donde le dice: cuando esto termine (el derrocamiento de Batista) va a empezar la verdadera guerra, la que estableceremos con Estados Unidos. Siempre le iba a resultar poco el desarrollo geopolítico, por grande que fuera, mientras existiera el imperialismo norteamericano, como él lo llamaba.

***

*Ingeniero hidráulico de profesión. Pero no ejerce, escribe. Poeta, narrador y ensayista. Articulista de prensa. Entre sus obras resaltan: Las comidas profundas; Un arte de hacer ruinas y otros cuentos, Contrabando de sombras, La fiesta vigilada.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo