PerspectivasHistoria de Venezuela

Páez, o las tribulaciones de la memoria (II)

"Vuelvan caras" (1890) es una pintura de Arturo Michelena que representa el episodio de la Batalla de Las Queseras del Medio, en el momento en que Páez ordena dar la vuelta para arremeter contra la caballería española.

22/05/2023

Puede leer la primer entrega de esta serie haciendo click aquí.

A Edgardo Mondolfi

Los dos Páez

La idea de los “dos Páez” tiene algún asidero en la realidad: en efecto, fue un hombre complejo y a trechos contradictorio. Acá damos con la segunda capa de los sentimientos encontrados, más profunda y, por eso, relacionada con aspectos medulares de la sociedad venezolana, indistintos a las diatribas políticas de 1840, 1870 o de 2023. Cualquiera que sea la valoración que se le dé a “los Páez”, anterior y posterior a 1825, sí hay cosas que los diferencian: el llanero que encarna la esencia de lo vernáculo, frente al estadista que cantaba áreas de ópera con voz de barítono y alternaba con la elite neoyorkina. El líder del igualitarismo del tipo “yo sobre mi caballo/y sobre de yo mi sombrero”, frente al liberal (en sentido doctrinal, no de adscripción partidista), firme defensor del mercado, de la Ley de Libertad de Contratos y del Tribunal Mercantil. El amigo del Negro Primero y los Bravos de Apure, frente al presidente asesorado por Ángel Quintero y Pedro José Rojas. El hombre que fue caudillo de hombres como los hermanos Farfán, frente al que después sale a combatirlos para imponer el orden de Caracas. El marido de la ganadera Dominga Ortíz, frente al marido de la señora de salón Barbarita Nieves. Páez parece concentrar las dos Venezuelas de las que tanto se habló a mediados del siglo XX, la tradicional, rural, acaso bárbara, y la moderna y cosmopolita (aunque al final fue menos de ambas cosas de lo que llegó a creer en sus momentos de mayor arrogancia). Son, vistas en términos generales, dos formas contrapuestas de ser venezolano que probablemente sólo él logró conciliar del todo.

Y, por si fuera poco, fue el Centauro que obró los prodigios de Las Flecheras, Mucuritas y las Queseras del Medio, básicamente decidió Carabobo y le valió del mismísimo Bolívar lo de “primera lanza del mundo”, frente al Jefe Superior de Venezuela que lideró su separación de Colombia (la llamada Gran Colombia) en 1830. Entonces la secesión fue apoyada de manera mayoritaria, pero al poco tiempo se reparó en que se trató de la muerte del gran proyecto bolivariano, con los problemas de consciencia consiguientes ya en la década de 1840, sobre todo porque, en el fondo, muy pocos lamentaban la decisión. Así, una solución fácil fue echarle la culpa sólo a Páez. Por último, y mucho menos conocido, está el Páez de la Dictadura de 1861 y del Decreto del 1° de enero de 1862, que en esencia disolvió el Estado venezolano, pero frente a este dictador está su propio me culpa y su capacidad para llegar a un acuerdo tan humanitario como el del Tratado de Coche (que, sin embargo, algunos liberales llamaron también traición, sembrando una diatriba que se prolonga hasta hoy, sobre todo en el anti-paecismo de izquierda).

La acometida de la división de Páez fue decisiva en la Batalla de Carabobo. La imagen es parte del mural de la Batalla de Carabobo (1887), de Martín Tovar Tovar.

Al parecer ese anhelo de superación, de pasar de una Venezuela a otra, no genera en todos la admiración que podría esperarse de un hombre que se las ingenió para subir casi todos los peldaños del escala social, sino una especie de resentimiento, con reproches del tipo de “no te acuerdas cuando éramos pobres”. Esto probablemente dice mucho de la actitud que tuvieron muchos venezolanos frente a la modernización en el siglo XX, incluyendo la democracia, o en su simpatía por Chávez. De hecho, el Comandante fue claro en su escogencia: prefería al Páez anterior de 1830, no el de la Sociedad Económica de Amigos del País o el arreglo de las cuentas públicas fomentando la inversión privada; mucho menos el reformador que intentó, sin ningún éxito, ser en la Dictadura. Ese segundo Páez, para él, y probablemente para quienes lo aplaudieron, era un traidor. Y, recuérdese, no uno cualquiera, sino «el más grande de cuantos ha habido en la historia venezolana». Es un fenómeno que acá apenas se esboza y que requiere de una investigación mucho más amplia.

Más allá de los mitos

Que el expediente de los “dos Páez” tenga asidero en los hechos, nos ayude a superar nuestros problemas de consciencia y le dé un cauce a las tribulaciones que acosan a su memoria, no significa que sea realmente ajustado al rigor histórico. Fue en realidad un solo hombre, que en los cambios demostró una clara constancia con ciertos valores y metas (aprender, adaptarse, ir hacia lo que consideró mejor) y que si bien tiene puntos oscuros y contradicciones, lo hace como el ser humano que fue.

De hecho, su Autobiografía, ya escrita durante el retiro neoyorkino y publicada en 1869, si bien tiene las posiciones parciales usuales de todos los textos testimoniales, y las justificaciones típicas del político que sabe que su última batalla será con la historia (¡y vaya que en su caso ha sido así!), da bastantes pistas para poner en términos terrenales su vida. No era, por ejemplo, un llanero de la base social, como suele hacérsele ver, sino más bien un catire de lo que podría considerarse como una especie de capa media, descendiente de canarios. Acaso la primera muestra de su sorprendente capacidad de adaptación se da cuando, refugiado en un hato por una muerte que nunca quedó bien explicada, aprende de los otros llaneros, sobre todo del mayordomo Manuelote, sus artes y sus formas de ver el mundo. Tiene éxito y ya antes de comenzar la independencia se había casado con una propietaria, Dominga Ortíz, por lo que 1810 lo agarra como un propietario relativamente próspero.

José Antonio Páez. Grabado de Fritz Melbye.

Aunque afirmó que desde el primer momento fue patriota, cuando siguió al gobernador de Barinas Manuel Antonio Pulido, es un tema en el que no han desaparecido las dudas. Aprendió sobre la marcha el arte de la guerra, como casi todos, y de nuevo demostró su asombrosa capacidad de adaptación: en poco tiempo se convirtió en uno de los mejores jefes militares de Venezuela (ese que hasta a Chávez, en cosa de armas, hizo callar). Sus triunfos dejan a todos boquiabiertos. Cuando en 1816 se organiza uno de los antecedentes de Colombia con un gobierno en Guasdualito, dirigido por Francisco de Paula Santander, ya Páez tiene suficiente poder para, básicamente, deponerlo. Los llanos son cosa suya (y Santander, desde entonces, objeto de una malquerencia mutua). Tiene el olfato para ver en Bolívar algo que va más allá de su “patriecita” y decide unírsele con hombres y bagajes. En la liberación de Nueva Granada, se queda de este lado de los llanos como líder indiscutible, cosa que se afianza con su actuación en Carabobo y el remate de la toma de Puerto Cabello.

Es un leal jefe de armas al servicio de Colombia en el ahora Departamento de Venezuela, pero cuando estalla una rebelión separatista (inicialmente contra suya, cuando quiso aplicar a rajatabla una orden de reclutamiento emanada en Bogotá), La Cosiata, obra el prodigio de terminar dirigiendo el movimiento en su contra y de hacerse líder de sus adversarios hasta la víspera. Entiende hacia dónde soplan los vientos y decide aprovecharlos. Dirá que por eso fue sólo un objeto de un proceso más amplio, lo que en parte es verdad; pero también pudo simplemente haberse negado y dejar que otro asumiera la secesión. Hace brevemente las paces con Bolívar en 1827, a cambio de convertirse en una especie de procónsul de Venezuela con poderes casi absolutos. Pero cuando la República se hunde en medio de la guerra civil y la dictadura del Libertador, entiende que Colombia es insostenible y que debe seguir el deseo de los venezolanos de independizarse, aunque, dato importante, no sin antes obtener el favor de Bolívar para convocar asambleas en las principales ciudades. Estas deciden entre finales de 1829 e inicios de 1830 la separación, por lo que decretó un gobierno propio el 13 de enero de ese año, que es la base legal de la actual República, y la convocatoria de elecciones para un Congreso separado de Bogotá.

Sobrepasa los límites de este texto seguir consignando datos que cualquier búsqueda en Internet puede aportar, pero sí es necesario subrayar que el paso de un Páez al otro termina de operarse en la década de 1820: con esfuerzo de autodidacta muy aplicado, se va haciendo un hombre ilustrado, que se rodea de las mejores cabezas que halla, aunque tal vez se deja seducir demasiado por algunas de ellas (como Quintero y después Rojas). El hecho es que dirige como caudillo dos de las décadas más estables y libres de la república venezolana, dicho esto sin caer en las idealizaciones de lo que fue sin duda un gobierno oligárquico y una influencia muy personalista de un solo hombre. Pero viendo lo que había en la región (piénsese sólo que Páez fue coetáneo de Juan Manuel Rosas y Adolfo López de Santa Anna) fueron dos décadas en las que probablemente Venezuela fue la república de mayor paz y estabilidad en América Latina.

Funeral de José Antonio Páez, Nueva York, 1873. «Historia de Venezuela en Imágenes», El Nacional (2001).

A partir de 1848 es el típico político que no se resigna a aceptar que las cosas cambiaron, siendo la derrota lo único a lo que no supo adaptarse ni pudo aprender rápido (aunque al final la aprendió). Su empecinamiento en seguir siendo el hombre fuerte de Venezuela después de 1848 lo llevó a fracasos como el de la Batalla de los Araguatos o la Dictadura de 1861. Al final se retiró y, como ya se mencionó, con un acuerdo civilizado –el Tratado de Coche– y haciendo el fabuloso acto de contrición con el que culmina su autobiografía: “termino, pues, la historia de mi vida donde debió haber acabado mi carrera política”, es decir, cuando en 1850 llega exiliado a Nueva York. En su descargo se puede decir que las solicitudes constantes del Partido Conservador para que pusiera orden en Venezuela cuando se hundía en la Guerra Federal, así como la posibilidad de hacerlo con apoyo estadounidense, eran una tentación difícil de no morder. Ambas cosas resultaron un fiasco (en parte porque EEUU se mete en su propia guerra civil, pero no es un dato menor que al viajar a Venezuela a tomar el poder es despedido por lo mejor de la dirigencia norteamericana, incluyendo Washington en pleno). Como dictador intentó emprender reformas legislativas, económicas, militares y educativas, y convocó un gobierno de unión nacional, invitando a Juan Crisóstomo Falcón a ser su vicepresidente. Tal vez había una sola alma capaz de aceptar aquello, la de Falcón. Volvió a Nueva York, derrotado y decidido a retirarse de la política en un par de años, viviendo una década más en la gran ciudad.

A siglo y medio de su muerte en ella, ni el silencio ni las disyuntivas entre los “dos Páez” son justas: fue un solo hombre, que supo adaptarse a cada tiempo, siempre intentando tomar lo mejor de cada situación y, desde 1810, poniéndolo al servicio del país. Su memoria debe dejar de ser tribulada. No necesita hagiografías ni un culto que esconda sus lunares, sino la comprensión serena de una figura fundamental a cuya conmemoración, definitivamente, deberíamos estar volcados. Hay demasiado de nosotros en su historia como para que simplemente la callemos.


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