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Diario literario 2022, diciembre (parte I): La tempestad (2), “el exilio de superman”, “Ah, esas manzanas son de chile?”, ficciones y confesiones
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Milán, domingo 4 de diciembre de 2022. Segundo de adviento
La tempestad en Milán (2)
Hace unos días intenté en este diario una reseña del montaje de Alessandro Serra de La tempestad de Shakespeare para el Piccolo Teatro de Milan. Lo que dejé de advertir fue que por esos días, también en Milán, se presentaba la ópera con el mismo nombre en La Scala. La popularidad de la que fuera la última obra de Shakespeare se ha mantenido desde finales de siglo XX. Fuera de Milán, y casi treinta años atrás, el Teatro Nacional de Venezuela incluyó en su programación la comedia de Shakespeare, dirigida por Carlos Giménez. Se trató de una versión fiel a la estética de la tradición de los teatros nacionales desde la fundación del primero de ellos, en París, por Jean Vilar. Un espectáculo que contradecía el carácter elitesco del teatro burgués, como se le conocía, que alejaba a las multitudes del escenario. No poco de brechtiano había en el proyecto que se cuidaba de resbaladizos sectarismos ideológicos. No se trataba de disminuir la intención del original sino de acercarlo a un público marginado. Mis primeras experiencias con esta manera de hacer teatro la tuve durante mi adolescencia. En efecto, a mediados de los sesenta del siglo pasado en Valencia, Venezuela, el Teatro Arlequín (un abierto homenaje a Giorgio Strehler), bajo la de Escapin. Insistía el admirado director en la esencia del texto del francés en el cual, detrás de la máscara cómica y la ironía, se disimulaba la implacable crítica social. Más tarde, Moreno hizo cosa parecida con el cuestionamiento al poder con un poderoso Macbeth. En mejores condiciones, Carlos Giménez intentó lo mismo con su TN. Que lo hizo con éxito me lo recuerda Tania Sarabia quien, haciendo un Estefano memorable, participó en las cien presentaciones del espectáculo. Un número tal de representaciones es algo improbable, incluso en teatros como el Piccolo. “Fue un trabajón”, me cuenta Tania con orgullo. No menos orgulloso me siento de considérame su amigo y saberme su admirador.
En una página de Sin parar un punto, el tercer tomo de mis diarios literarios 2006-2007, encuentro una entrada que dedico a La tempestad. Y, más que a la pieza de Shakespeare, al estupendo libro, El espejo y el mar, que W.H. Auden dedicó a la comedia. Se trata de una serie de monólogos donde cada uno de los personajes se refiere a su papel en la acción. De todos, el que más me impresionó es “Ariel a Próspero”. Por desgracia, lejos de mis libros como estoy, no puedo releer el poemario incluido en The Collected Poems of W.H.Auden, en la edición de Edward Mendelsohn.
Milano, lunes 5 de diciembre de 2022
Mike Kelley: el exilio de superman
Si tuviera más tiempo, me dedicaría a Dios. Lo cual no es más que una vil excusa para no creer en él. Muchas veces lo he intentado, en verdad. Dedicarle tiempo y creer en él, o al revés, pero siempre regreso a la calle con las mismas dudas. Ya es hora Alejo, me digo, o crees o no crees.
Creí hablar con Dios un día,
pero volví triste a la calle
al sentir que no me oía.
Ahora, en esta Milán,
vuelvo a hablarle,
pidiéndole al rezar,
que no deje yo nunca,
como ahora,
de amar y cantar.
Y yo quisiera que Alessandro, mi nieto, me teletransportara por un par de horas a Hong Kong, para visitar la muestra de Mike Kelley en la Hauser&Wirth. Kelley (muerto en 2012) es el artista más solitario del siglo XXI. Algo así como el Rilke del Malte o el Pound de Pisa. Solitarios sin salida. Lo que los poetas cantaron, Kelley lo convirtió en una dolorosa expresión objetual. Un hombre observa con nostalgia una ciudad encerrada en una botella a la manera de los barcos de vela. En su búsqueda de compañía, el hombre fabrica cantidad innumerable de botellas, algunas de formato épico, imposibles con la materia prima convencional. Pueden ser todo lo gigante que quiera, cien, mil veces más grandes, pero la ciudad nunca escapara a su doble fatalidad, estar encerrada y ser miniatura. La soledad no es física, no es una cuestión de tamaños. De nada sirve sacar la ciudad de su contenedor. La soledad no pertenece a lo mirado, es un atributo de la retina del que mira. Y el que mira es el pobre Superman, el hombre de acero.
EL EXILIO DE SUPERMAN
De los todos exilios
ninguno más ingrato
que el de Superman.
Nunca desapareció
su ciudad, y su
sabio padre escogió
el planeta equivocado.
Cambiar Kkripton
por la Tierra, no fue
lo más acertado.
No fue destruida Kándor,
la ciudad natal,
sino secuestrada
por las fuerzas del mal.
Reducida cien
veces de tamaño,
vive su vida
en una botella
de cristal.
El hombre de acero
la ve más allá
del horizonte sideral.
De nada le sirve
su roja capa,
ni la velocidad
estelar.
Sabe que su exilio
será tan largo
como sus días.
La Montaña
de la Soledad
es su sola
compañía.
Confesiones y ficciones (8)
Ah, ¿esas manzanas son de chile?
Habían pasado pocos meses desde la muerte de Allende. La última utopía de mi generación “babyboomer”. Ya no quedaba nada, nieve sucia congelada, nubes verdes desparramadas. Nueva York, culpable pero amada. A mis veinticinco, todavía el mal tenía sentido; nada de banal sentía en aquella injerencia en la historia de nuestros países. No era Hiroshima, pero nos dolía como Hiroshima.
¿Qué sabes tú de Hiroshima? Tú no sabes nada de Hiroshima.
Pero toda indignación se esfumaba debajo de las sábanas de nuestra habitación en el Pickwick Arms. Los rigores del invierno se convertían en playa tibia al contacto de tu joven cuerpo. Nada como el Pickwick a esa edad y con frío. ¿El mismo hotel donde se quedaba Juan? Sí, el mismo. A una conveniente distancia de los gloriosos bares irlandeses de la Tercera Avenida, desde el Joyce’s hasta el P.J. Clarke’s; y del efímero “Pizza, Beer & Ice Cream too”,donde bebíamos y comíamos por $2.50. Nueva York era una fiesta a pesar de la tragedia chilena. Una gran diferencia con el Nueva York de mis veintiuno, y la solitaria cena de Nochebuena alrededor de una sopa “Pavesa” en una trattoria del Village. Pero este 1973 el objetivo era el vate.
Venezolano, llévame a tu país, fue lo primero que me dijo al abrirme la puerta de su pequeño apartamento en Tudor City Place, el mismo de Mary McCarthy. La última vez que nos vimos había sido en Ramyrtenar, en Caracas, en la casa de Juan, como flamante embajador de Allende en Naciones Unidas. Ahora no pasaba de ser un refugiado sin trabajo. Ah, ¿esas manzanas son de Chile?, le preguntó el hombrecito frente a él en el mismo vagón de segunda de un tren en Alemania. Al día siguiente, el hombrecito era Martin Heidegger en su primer día de clases en Friburgo. Al final de la lección, con una sonrisa, “Estaban muy buena sus manzanas. Danke de Frau Heidegger”. Heidegger le devolvería el gesto gravitando sobre su mejor poesía. A Ortega viajé a Madrid a conocerlo. Escribí mi tesis sobre él, pero nunca he permitido que la traduzcan al castellano. Ortega regresó a España durante las persecuciones de Franco. La tesis, todavía en alemán, sigue siendo una de las mejore aproximaciones que se han escrito sobre el pensamiento del escurridizo filósofo madrileño. En la foto que me regaló, aparece el vate al lado de Pablo Neruda, sonrientes ambos. Éramos buenos amigos, pero le molestaba mi amistad con Huidobro. No puedo regresar a Chile, me fusilarían los milicos. No he tenido noticias de mi hijo menor desde el golpe, no duermo pensando en eso. Pero un amigo nos dijo que había conseguido escapar de Chile, interviene Leonor para tranquilizarlo. Los chilenos nunca me han querido, cuando tenía veintidós tuve que abandonar el país por la persecución.
Milán, martes 6 de diciembre de 2022
Ficciones y confesiones
Ah, ¿esas manzanas son de chile? (2)
Yo llegué a tu país en 1938. Me reunía con Gerbasi y Otto, y Antonia y su marido Carlos Eduardo. Dile a Antonia que me saqué de aquí, prefiero Caracas a Nueva York. O Valencia, para trabajar en la universidad. Su voz de montaña nevada, y pelo alisado de caballo, sus manos de blasfemo coronado y su cabeza de trueno y almendras, venezolano, sácame de aquí. Usted vivió en Chile y no aprendió a bailar la Cueca, le dijo a Eileen. Venga Leonor, y comenzó a dar vueltas, saltando, con su pañuelo en la mano derecha, como en una tarantela. Eso fue en nuestra casa en Valencia, en una visita que nos hizo con Juan Sánchez Peláez y Malena. Ahora estoy en Milán y escribo, escribo para fijar en la página de mi cuaderno la memoria del vate, su risa de Baco y su mirada de fuego. Después de la pandemia del Coronavirus nada es seguro, ni lo que recuerdo ni lo que escribo, ni lo que imagino en el duermevela helado de mi cuarto oscuro.
Escribo para recordarme que estuve ahí con el vate. Que nos presentó a Rauschenberg en una retrospectiva en el Moma. Es muy amigo de Matta, quien un día lo llevó a una recepción en la embajada. I’m happy that you’re OK. I phoned Roberto he’s OK too. Give my regards to your wife, I still remenber his “pastry de máis” (pastel de choclo). Escribo para no olvidar que, años después, cuando me fui a vivir a Nueva York, se ocupó de nosotros. Constanza tenía dos años. Su poesía no tiene que ser tan triste, usted,venezolano es muy joven, con una bella mujer joven y una hija, déjenos la tristeza a nosotros que ya hemos vivido bastante.
Ahora, yo mismo en la Alta Edad, no quiero olvidar ni su sonrisa ni sus gestos. La última vez que lo vimos fue en el sitio más improbable, casi surrealista, como él. El Rey del Pescado Frito, en el litoral de Caracas, acompañado por Dionisio Cañas. Aquí venía yo a comer pescado con Meneses y Liscano, fue lo último que le escuche, antes de improvisar unas coplas para la querida amiga, Ana María del Re, que recitaba en altísima voz:
Ana María
tiene hambre
y se ha comido
la comía,
y a mí me ha dejado
solo con una
sopa fría.
El vate que improvisaba con su sonrisa dionisíaca frente al Mar Caribe, era el mismo autor de una de las líricas más densas del idioma. Ah, vate querido, ahora tengo la edad que tú tenías conmigo.
Sus razones habrá, pero sólo he tenido un amigo chileno. Y aparte de buen amigo, gran poeta. Una de esas presencias que adornan la raza. Humberto estaba hecho con el mismo material con el que se hacen las leyendas. Conoció a Heidegger en un tren de segunda antes de asistir a sus cursos en la Universidad de Florida. Conoció a la hermana de Nietzsche y hablaron sobre la futura edición de las obras completas del gran pensador. Fue echado por intruso por la aristócrata propietaria del castillo de Muzot, donde Rilke escribió las Elegías de Duino, que tradujo y nunca publicó. Compañero de juventud de Claudio Arrau, íntimo de Huidobro y buen amigo de Neruda; conoció a Ungaretti en una fiesta en Roma, y tenía una espléndida pintura de Matta, regalo del artista. Hombre de confianza de Allende y su embajador en Naciones Unidas. Y para mí, y muchos otros, con su libro Penitenciales, el más alto poeta de Chile con el Neruda de Residencia en la tierra y el Huidobro de Altazor. Su ensayo sobre Rosamel del Valle, La violencia creadora, es una brillante muestra de reflexión crítica. Humberto no era poeta de concesiones cortesanas. Se desdoblaba en diplomático y su ser poeta, que era “el otro”. No hacía alarde de babosa emoción, ni en su persona ni en su poesía. Humberto murió hace treinta años en su natal Santiago de Chile, y yo escribo esto en mi diario durante un invierno en Milán.
Milán, miércoles 7 de diciembre de 2022. S. Ambroggio
Hoy es el día más importante del calendario para los milaneses. Ambroggio es el santo patrono de la ciudad. Es feriado en la administración pública y no hay clases a ningún nivel. Es la fecha escogida por la Scala para abrir su temporada que es transmitida en directa por televisión. Este año, se trata de una nueva versión del Boris Goudonov de Mussorgsky, basada en una obra de Pushkin. Me cuento entre los que verán el espectáculo por TV. Cero grados no es la temperatura ideal para esperar largo tiempo afuera hasta que abran el teatro, como es costumbre en La Scala, a diferencia del resto de las casas de ópera del mundo. No sólo es que las uvas estén verdes.
Ficciones y confesiones (9)
Yo conocí a los sublevados de Puerto Cabello
Allí donde estás parado, justamente allí, colgaron y quemaron a Savonarola. Se lo digo al filósofo Omar Astorga, compañero durante mi primera visita a Florencia. Sin embargo, todo me resultaba conocido. No muy distinto a las descripciones del manual que escribí para mi manual Imágenes de Siena y Florencia, destinado a mis alumnos de la Escuela de Bellas Artes. Todo del mismo color y tamaño. No es difícil imaginarse la capital toscana. Después de veinte años enseñando arte del Renacimiento, estaba familiarizado con sus calles, iglesias y edificios, desde Santa Maria Novella hasta San Miniato al Monte, Santa Felicità y Porta l Prato. Al año siguiente, volvería a la ciudad un par de veces. En la segunda oportunidad, después de un viaje de reconocimiento por algunos de los bares de la ciudad, me acerqué con mi hermano Daniel Oliveros a la iglesia Ognissanti, en la plaza donde se encontraba nuestro hotel. Cuando regresé a buscar mi sombrero, que había olvidado en un banco de la iglesia, la encontré cerrada. Algo que me recordó una voz por el citófono, a las puertas del convento contiguo. Mi bello Borsalino marrón, regalo de Navidad, adquirido en la legendaria Pelleteria Troncarelli de Piazza Navona. No se le va a perder, venga mañana a las ocho, repitió en italiano una voz con un acento particular. Al día siguiente: No ha debido molestar a esa hora. En la puerta se dice claramente el horario. Esta no es una iglesia, este es un convento. En ese momento, mi italiano no era el mejor, pero aquella dura admonición la entendían hasta las piedras de la histórica Piazza. Lo siento, padre. No volverá a suceder. Pero su italiano me suena diferente. Debe ser porque viví quince años en Venezuela. Yo soy venezolano. Lo sé. Al escucharlo por el citófono me di cuenta, por eso quise ser yo el que le devolviera su sombrero. ¿Y porqué se vino de Venezuela? No he vuelto a hablar de eso, pero desde que anoche escuché su voz, todos los fantasmas han vuelto y, que Dios me perdone, de nada ha servido la oración. Mentiría si le dijera que dormí más de dos horas. Era un hombre alto, bien parecido en sus sesenta, delgado, y con la mirada triste de los santos de Zurbarán. Fui obligado a regresar a Italia por razones políticas. Después de los sucesos de lo que ustedes llaman el “porteñazo”. De eso han pasado ya treinta y cinco años. Yo conocía a los sublevados, incluso era amigo de algunos de ellos, guerrilleros y militares. César Guzmán, del partido comunista, que era el más joven. Y a los militares, como el capitán Medina. Era una locura. Un grupo de militares y guerrilleros enfrentado a un ejército bien armado. Ni siquiera contábamos con la simpatía de los obreros del puerto. Estaba al tanto de los planes y colaboré en lo que pude. Interpretando de forma abusiva la doctrina de Juan XXIII, era partidario de la llamada “Teología de la Revolución”. Todos éramos jóvenes, yo hacía poco había cumplido veinticinco. Era párroco de San Esteban y, cuando el ejército se repuso de las primeras pérdidas, después de dos días de enfrentamientos, comenzó la desordenada retirada. Muchos se escaparon por los cerros, otros fueron atrapados y otros se escondieron. Yo escondí a un grupo de combatientes en la iglesia, hasta que llegaron los soldados y se los llevaron. El coronel me dijo, con usted padre, vamos a hablar mañana. Quédese en su casa y no salga hasta nuevo aviso. A primera hora del día siguiente me llevaron a Caracas y, dos días más tarde, ya estaba en Roma a la disposición de mis superiores. Yo tenía trece años cuando eso pasó y recuerdo que hubo muchos muertos, de parte y parte. Así fue, profesor. Un acontecimiento se convierte en tragedia cuando mueren inocentes. Y en Puerto Cabello murieron muchos. Y yo había colaborado en esa tragedia. Mis superiores querían enviarme al Sudán o a Etiopía, pero el Papa insistió en verme. En ese momento, sentí que el sacerdote iba a colapsar bajo el peso del dolor y la culpa. Me invitó a que nos sentáramos en un banco cerca de la puerta. Después de un silencio tan serio como un golpe de ataúd en tierra, continuó.
Non sto bene, comenzó diciendo Su Santidad. He sufrido mucho con todo lo que pasó en Venezuela. Tu comportamiento en esos actos que condujeron a la pérdida de cientos de hermanos cristianos… Pienso que soy el único responsable. Nuestro Señor, como yo, condenaba la violencia, pero fue mal interpretado por Pedro, cuando desenfundó la espada para enfrentarse a los soldados romanos. Jesucristo tuvo la oportunidad de recordárselo al Apóstol. A mí me queda poco tiempo para explicarme. La culpa no la tiene el alumno, sino el maestro que no ha sabido enseñar. Soy culpable de las conductas desviadas de nuestros jóvenes hermanos en todo el mundo. Especialmente en América del Sur. He querido ser recordado como el Pontífice de la paz y, en vez de eso, me he convertido en el apóstol de la violencia. Lo que has hecho en Venezuela, lo han hecho cientos de hermanos por todas partes. Tú eres uno de tantos, y ni siquiera el peor. ¿Cómo pude expresarme tan mal? ¿Cómo mi llamado universal a la paz se convirtió en invocación a la violencia política? No sé qué le voy a decir al Señor el día improbable que me llame a rendir cuentas. He dispuesto que vayas a Arezzo. Te esperan desde mañana. Ahora puedes retirarte. Que Dios lo bendiga, hermano. Y lo dejé allí, absorto, en su silla, con la mirada fija en un Puerto Cabello desconocido y ensangrentado. Después de diez años en Arezzo, me cambiaron para Florencia. Pero ya nada sería igual. Lo que creía que iba a ser un nuevo nacimiento con la revolución, no era sino la muerte, mi propia muerte. Mi vida terminó el día de la entrevista con el Santo Padre. Soy como el muerto en vida de un gran poema en inglés. Aquí tienes tu querido Borsalino, con su primera sonrisa en treinta y cinco años. En nuestra iglesia puedes dejarlo cada vez que quieras. Siempre habrá un hermano que te lo guarde. Aunque la próxima vez mucho me temo que no seré yo. Buona giornata. Afuera estaban Florencia y mi hermano, presidiendo la comitiva familiar para ir a almorzar al Cammillo, en Borgo San Jacoppo, al otro lado del Arno.
Ciertamente, yo tenía trece años cuando esos sucesos se produjeron. En casa, los vivimos con especial intensidad, porque mi madre era de Puerto Cabello, y todos estábamos familiarizados con los lugares de los acontecimientos: Cumboto, la Alcantarilla, la estación de trenes, el Fortín Solano. Una desordenada y criminal expresión de la lucha armada como instrumento para la toma del poder. Todavía conmueve la foto de Héctor Rendón, donde se ve un sacerdote sosteniendo el cuerpo herido de un joven soldado que moriría poco después. “Lo lamentable hubiese sido no haber hecho nada por el país en ese momento”, comentó, con insensatez indeclinable, uno de los responsables de la tragedia, seguramente un amigo del cura de mi sombrero. Todo comenzó un sábado. Recuerdo la alarma de mi madre, porqué nuestra ciudad, Valencia, queda a menos de una hora de Puerto Cabello. El temor era que, de triunfar lo insurgentes, el próximo objetivo inevitablemente era Valencia. Mis padres eran miembros del partido de gobierno, y las represalias de los revolucionarios no eran improbables. A través de la puerta entreabierta de su cuarto, pude ver a mi padre limpiando su revolver Smith&Wesson 38mm, cañón corto, que no había sido disparado más de un par de veces en prácticas de tiro al blanco. Fue mi primera experiencia de miedo plural, de temor colectivo. ¿Qué nos va a ocurrir si los “alzados” llegan a la ciudad? ¿Huir a Caracas? ¿Marcharnos a Bejuma, a casa de la tía Emilia? Al día siguiente, mi padre nos tranquilizó con la información de que lo de Puerto Cabello era un hecho aislado. El resto del país estaba tranquilo. Tres días después todo había terminado. En las playas de Cumboto, y por todo Puerto Cabello, la ciudad natal de mi madre, yacían los cadáveres de más de quinientos venezolanos víctimas de la irresponsabilidad revolucionaria. Ahora, sesenta años después, nadie se acuerda de ese engendro de la teología de la revolución. Pero nadie olvida, o no debería olvidar, los quinientos muertos de la utopía porteña.
Milán, jueves 8 de diciembre de 2022
Ficciones y confesiones (10)
YO NOY SO SINO UN YA SIN FUERZAS. EL DIARIO DE H.J.K.
“La próxima es para mí”, escribió en su diario.
Contaba las días desde que comenzaron a caer:
“Una, dos, diez, veinte, treinta, cuarenta y dos.
El silbido de la muerte es distinto a los demás.
La muerte silba cuando quiere, con su voz
eléctrica de platino y caracol. Silba
y silba sin hacer caso a la tempestad.
Mares de espuma, olas fuego, silbidos
epilépticos y adrenalina fugaz.
La ira del cielo es la más demencial.
Cuando Dios se vuelve loco, ni el hielo
ni el electroshock lo pueden calmar.
Un loco difícil, Dios, que ahora anda suelto,
arrojando bombas desde su B-27 sobre
la pobre Dresde. No le importan Schiller
ni Goethe, Rubens o Tintoretto. Ni los
antiguos ni los modernos. Destruyó
Sodoma y después Gomorra, como hoy
lo hace con Dresde sin que nadie haga nada.
Puedo contar las horas, no los muertos.
Mejor contar los vivos. ¿Cuántos quedan?
En esta cuadra somos dos. La otra
es la gran Greta, que se niega a apagar
la lamparita que le regaló Brecht.
No quiso acompañarlo cuando se fue
de Alemania. El poeta le advirtió sobre
Hitler, pero no sobre los ingleses
que nos exterminan. Sólo ahora,
en esta noche lacerada de rayos
y el fuego, puedo regresar al placer
de estas páginas. Han sido semanas
de un trabajo tan intenso que temí
perder mi queridísima soledad.
Pero es inevitable que me disminuya
la muerte de tantos hombres y mujeres
en estos bombardeos. ¿Cuánto de mi yo
fluirá con ellos, y cuánto quedará
conmigo de la existencia de ellos?
No me sorprende descubrir que
en ocasiones quisiera seguirlos,
formar parte de esa enorme psique
en el momento en que deja de ser.
Yo no soy yo, sino un ya, sin fuerza
ni mitocondrias. Las llamas consumen el aire
maníaco-depresivo de mis bronquios.
Lo que respiro es un odio
que mantiene con hambre
mis neuronas. Vivo un presente
que se va de viaje todas las noches
por la Einbahnstrasse de mi vida.
Nadie sabe si el coche volverá mañana,
y la guerra no permite reservaciones
optimistas. Cuando el cielo termine
de caer sobre Dresde, sabremos
que el espectáculo divino ha terminado.
Mientras, en mi soledad amadísima,
presiento que la bomba con mis iniciales,
H J K, cruza el cielo de Europa. Esta
mañana fue cargada en el B27, cuyo piloto,
si no fuera Dios, diría que es un pobre loco.
El Diario sobrevivió los bombardeos y fue publicado, en italiano, por la Casa Editrice Momo de Palermo.
Milán, viernes 9 de noviembre de 2022
Todavía resfriado después de dos semanas en este segundo viernes del último mes de un año que comenzó hace apenas unas semanas. Como siempre, no es mucho lo que he hecho; en cambio, tanto lo que deje de hacer. Lo que más me avergüenza s no haber terminado mi traducción del Antonio y Cleopatra, de Shakespeare. El arte de traducir sí es difícil de dominar. Requiere una dedicación distinta a la que exige la escritura. No hay que estar especialmente inspirado, pero si preparado para las incontables dificultades y frustraciones. Se trata, con las conocidas excepciones (Nerval, Goethe, Pérez Bonalde, Pound), de una empresa condenada al fracaso.
Alejandro Oliveros
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