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De niño tenía un cuaderno de tapas gruesas donde copiaba textos de las Selecciones del Reader’s Digest y del Almanaque Mundial, publicaciones que mis padres compraban en Lima a finales de los años 70. Aunque era un cuaderno voluminoso, escribía con letra diminuta para que entrara la mayor cantidad de información: aforismos, datos históricos, nombres geográficos, curiosidades astronómicas, récords deportivos, películas ganadoras del Oscar… Era mi pequeña enciclopedia personal in progress que guardaba debajo del colchón. En su carátula había escrito con marcador un título que resumía todo lo que deseaba incluir en sus páginas: El mundo y las cosas.
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Cuando nos mudamos a Caracas, yo tenía siete años y mi cuaderno la mitad de sus páginas en blanco, así que me lo llevé para continuar catalogando el mundo en otro país. A los pocos meses lo terminé —más por falta de hojas que de información— y me sentía como si hubiera escrito mi primer libro. Tanto, que estampé mi firma debajo del título y mostraba mi “obra” a las visitas, quienes me felicitaban y me hacían el interrogatorio de rigor: las capitales de los países, los ganadores del Mundial de Fútbol, los nombres de los planetas, y yo repetía lo copiado como una máquina infalible. Me sentía un escritor frente a su auditorio de admiradores, sin sospechar entonces que de esas vanidades y malentendidos, de esa inevitable, acaso necesaria, ingenuidad, se componen las falsificaciones literarias.
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Yo me iniciaba como copista y no lo sabía. No podía saberlo. En mi defensa puedo decir que esos tímidos saqueos eran propios de la edad infantil, que es el reino de las imitaciones. Lo único propio en todo caso era la paciencia de la reescritura. El cuidadoso trabajo de pasar las palabras ajenas a mi cuaderno para luego pronunciarlas en voz alta con la sensación de que me pertenecían. El cuaderno como un saber prestado donde la memoria de los otros se incorporaba a la mía por medio de un minucioso calco. Yo no era un creador sino un mediador. Con ese cuaderno más bien me inauguraba, sin presentirlo, en el oficio de la edición. De manera que sí era mi primer libro. Mi primer libro editado. Presagio de un trabajo que solo ejercería décadas después. Más que el simulacro de un escritor, el cuaderno era el testimonio de un lector primerizo que necesitaba poner orden en las palabras.
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Pero la figura de ese tipo de lector es también la representación —literalmente infantil— de un escritor inexperto que no ha aprendido a disimular sus modelos. Un contrabandista de la escritura, o un escritor de contrabandos. Porque sabemos, y Jorge Luis Borges lo ha dicho con inmejorables —aunque no inimitables— palabras, que “quizá la historia universal es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas.”. Maestro en edificar una obra a partir de “falsear y tergiversar ajenas historias”, Borges se encargó de confirmar repetidas veces la clásica certeza de que la literatura es siempre la reescritura de un texto conocido o desconocido. Todo texto, con o sin voluntad de su autor, proviene de un pasado y anticipa un futuro. La única originalidad posible es la traducción de los orígenes. Juego de reproducciones en el que las diversas versiones —conversiones, inversiones— de un texto consiguen entreverar tanto las nociones de original y copia como las de realidad y ficción. Si la escritura, como pensara Juan Carlos Onetti, es una forma de hacer el amor, habría que agregar que este amor es un delirio platónico por los duplicados.
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El copista es un planeta extraño en esa galaxia, ya bastante extraña, de la lectura. Así lo describe en El último lector Ricardo Piglia (autor, por cierto, que muchos lectores quisiéramos imitar): “El copista, el amanuense, el escribiente, el transcriptor que escribe fielmente lo mismo que lee: una representación extrema del lector. Bartleby, de Melville, es la figura literaria más radical de este tipo de lector-copista, lector-ayudante. El copista como héroe literario. Un mundo clausurado, hecho solo de copias y lecturas. De ahí su extrañeza… ¿Podríamos incluir a Pierre Menard en esta serie? Tal vez. El lector que escribe literalmente lo que lee, o lo que recuerda que ha leído”.
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Cada vez que voy a dictar un curso de literatura preparo una guía, hago una selección de textos: reescribo lo que voy a enseñar. Vuelvo a ser el niño del cuaderno, el lector-copista que necesita pasar por escrito lo que lee —releer con los dedos—, para luego pronunciarlo frente a un auditorio. El juego de la infancia se reitera, permanece en la repetición, tal vez porque ese cuaderno, ahora puedo distinguirlo, era la punta de un hilo para entrar en el laberinto de los libros, de la edición, de la docencia: galerías de una misma andanza, la de la lectura: arquitectura de repeticiones de la que no hay escapatoria.
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En la Roma antigua, el verbo plagiar —plagiare— se empleaba para referirse al uso de un esclavo ajeno como si fuera propio. Es decir, un secuestro: un robo. El plagio era entonces, y sigue siéndolo desde una perspectiva legal y en muchos casos moral, una plaga, palabra latina que se traduce como trampa, pero también como red o tejido. Pero si cualquier escritura es una reescritura —en literatura no hay estrictamente originales—, el delito esencial del plagio literario no es tanto hacer pasar por propio un texto (una textura) que no lo es, sino en haber sido incapaz de borrar las huellas de la usurpación. La falta es menos ética que estética. Porque lo condenable no es la copia —no hay modo de no incurrir en ella—, sino la falta de astucia para disimularla. Lo que es igual no es trampa cuando la diversa entonación de las analogías ha sido ejecutada con artística sagacidad. Razón tenía Macedonio Fernández al señalar que no es el copista sino el creador envanecido de originalidad —de una idea, una historia, una ficción— el verdadero farsante, porque pretende una autoridad imposible. Escritor es el que aprende a camuflar sus influencias.
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Un copista que se aparte de su oficio de lector extremo y empiece a escribir algo propio, o mejor dicho, algo que desee hacer pasar como propio mediante un trabajo personal con las palabras, puede llegar a adquirir esa sensación de autonomía que produce el enmascaramiento imaginario. Trabajar con su escritura le deparará el placer de semejarse a lo que ha leído, de componer familiaridades textuales pero ahora en la tesitura de una voz menos lejana, ilusoriamente singular. Un placer que vendrá acompañado de cierta aflicción al constatar que esa voz es apenas el eco de ajenas resonancias donde se disuelven las autorías.
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Varios años después de haber extraviado mi cuaderno, descubrí el libro Las palabras y las cosas de Michel Foucault, cuyo título, reconocí con perplejidad, había plagiado involuntariamente y casi de manera literal (si pensamos que el mundo es una construcción de palabras). Sin embargo, la coincidencia se acentuaría aún más al leer todo el libro, concebido como una arqueología crítica que problematiza la sistematización del saber. A manera de metáfora central de su análisis, Foucault cita en el prefacio un fragmento de “El idioma analítico de John Wilkins”, ensayo donde Borges hace referencia a cierta enciclopedia china llamada Emporio celestial de conocimientos benévolos, en cuyas remotas páginas está escrito que: “los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas”.
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Con esa disparatada enumeración animalesca —que Foucault celebra con risa posestructural—, Borges pulveriza el cándido deseo de ordenar de manera taxonómica el saber de mundo. Sus palabras operan como la disolución de los géneros, de las nomenclaturas, de las identidades. La burla está dirigida como un misil hacia el método de todas las enciclopedias, referentes inmediatos de mi cuaderno de infancia, tímido esbozo de almanaque casero. Recordemos además que, desde niño, Borges mantuvo un afecto inocultable por las enciclopedias, lo cual prueba que las mejores parodias solo pueden nacer de un prolongado amor. En esa caótica lista se reproduce asimismo la idea de que las palabras y las cosas van cada una por su lado, el orden verbal, normativo, que se pretende adosar al conocimiento de la realidad resulta imposible, o en todo caso, una ilusión. “Las cosas —dice Foucault al comentar el texto de Borges— están ahí ‘acostadas’, ‘puestas’, ‘dispuestas’ en sitios a tal punto diferentes que es imposible encontrarles un lugar de acogimiento, definir más allá de una y de otras un lugar común”.
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Escritor es quien abandona el ordenado cuaderno de los lugares comunes y se encamina, bajo su propio riesgo, hacia ese emporio celestial de conocimientos benévolos: anti-enciclopedia donde estallan los márgenes y las jerarquías de lo real. En esa transición del cuaderno al libro, el orden que diferencia las cosas se quiebra y da paso al mudable devenir de las afinidades imprevistas: semejanzas perdurables que la literatura ha sabido componer desde siempre.
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Si la literatura es un universo de fértiles analogías, el tiempo lineal y devorador de la historia se altera al contacto con la ficción. La historia fija; la literatura descoloca. La simultaneidad de las duplicaciones produce la sensación de que todo puede volver a aparecer de otra forma. Repetir es un modo de recrear. De recuperar. La literatura es la tentativa de abolir, mediante la multiplicación de las réplicas, el paso del tiempo, el dolor de las ausencias, la inexorable muerte. “¿No basta un solo término repetido para desbaratar y confundir la historia del mundo, para denunciar que no hay tal historia?”, se pregunta Borges en Otras Inquisiciones. Se escribe contra la desaparición, contra la historia de las desapariciones. La desaparición del mundo y las cosas.
Luis Yslas Prado
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