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Cuando Por estas calles (1992), la obra maestra de Íbsen Martínez, era apenas una telenovela en la oferta de preventa de Radio Caracas Televisión se iba a llamar Eva Marina, un nombre soso que se correspondía con la tradición del nombre protagónico de mujer para el horario estelar.
Sin embargo, aquel título fue pateado al olvido apenas Yordano le dejó saber a la gerencia de dramáticos cuál era el título de la canción que había terminado de componer en Nueva York, inspirado en el punto cubano e imaginando que palabras como Compasión, Piedad, Valentía y Paciencia eran buenos seudónimos para las prostitutas de finales de siglo.
Así fue como se bautizó Por estas calles, justo cuando en la gerencia de dramáticos de RCTV habían decidido que era momento de meterse en la resonancia de la denuncia social, llevando al extremo los intentos de José Ignacio Cabrujas y Salvador Garmendia en los inicios de la novela cultural y confiando el libreto a uno de sus más destacados dialoguistas y discípulos.
En aquel universo, un Carlos Villamizar ya experimentado encontró ese papel que todo intérprete masculino y maduro busca, cuando el sueño protagónico se ha quedado atrás: esa memorable figura secundaria capaz de despertar algún conflicto shakesperiano que le permita invadir la cabeza del televidente y confrontarlo con sus miserias, con su moral, con sus verdades.
Natalio Vega, un personaje con nombre de policía desde su génesis, era un funcionario desencantado de la justicia de los hombres, tras una pérdida fatal: el asesinato de su hijo, un honesto fiscal llamado Héctor Vega.
Decidido a tomar por su propia mano la justicia, Natalio Vega se convierte en «El Hombre de la Etiqueta». Y el modus operandi fabulado por Íbsen Martínez merece párrafo aparte.
Luego de aprovechar su posición como parte de la policía científica de la ciudad, conseguía la manera de confrontar a delincuentes que se habían salvado de la cárcel por triquiñuelas de abogados y jueces. Antes del disparo definitivo, les daba un bolígrafo y una etiqueta de identificación forense donde les hacía escribir «Soy irrecuperable». Y entonces los obligaba a descalzarse, a amarrar aquella etiqueta en uno de sus pulgares.
Y los asesinaba.
Con esa simpleza, con esa frialdad, con esa eficacia narrativa.
A Carlos Villamizar le tocó encarnar un tipo de venganza que algunos habíamos leído en los cómics de The Punisher y todos habíamos visto en las sagas de Charles Bronson y Clint Eastwood.
Íbsen Martínez sabía lo que hacía al escribir para Carlos Villamizar: desde La hija de Juana Crespo (1977) le había escrito diálogos y siempre lo tuvo cerca. Además, la rotundidad con la que formulaba sus personajes, incluso rodeado de otros actores de la estatura interpretativa de Tomás Henríquez en trabajos tan diferenciados como Estefanía (1979) o Pura Sangre (1994), todos los creadores de universos telenovelados sabían que el peso dramático que aguantaba su carácter podía pendular desde los extremos dramáticos hasta la ocasional comedia.
Siempre referencial. Siempre memorable. Siempre inmenso en el rito estelar de nuestras pantallas.
Aun así, a pesar de cierta empatía con la locura homicida, en el avance de los capítulos vimos cómo el alma de aquel hombre noble, guiado por un ideal muy fácil de tergiversar, se iba congelando mientras arrasaba en el rating del horario estelar, todo esto mucho antes del Walter White imaginado por Vince Gilligan.
Todo era empatía y justificaciones, hasta que Natalio Vega pronunciaba entre dientes el nombre de Eurídice Briceño, la protagonista interpretada por Marialejandra Martín, quien en verdad era inocente de la trama que El Hombre de la Etiqueta había armado en su cabeza: ella era la última persona con la que vieron a su hijo el día de su asesinato. Estaba decidido a liquidarla y ella termina cambiando su nombre a Eva Marina Díaz, sin segundo apellido y tan hija natural como si se siguiera llamando Eurídice Briceño.
Hasta la más revolucionaria de las telenovelas necesita una cursi justificación.
En una escena que pasará a formar parte de la historia televisiva, después de descubrir que Eurídice Briceño es inocente, Natalio Vega también se entera de que es su hija. El suicidio dentro de los ritos de su manera de asesinar eran una escena previsible, pero necesaria.
Aquella interpretación memorable, que incluso fue capaz de eclipsar al Abraham Paredes que hizo años después en Pura Sangre la adaptación de La Fiera (1978) hecha por el propio Julio César Mármol, Carlos Villamizar nos puso del lado de un agente de policía que se creía en la capacidad de diferenciar a quién asesinar y a quién no.
Han pasado veintiocho años de aquél ejercicio imaginario del Barrio Moscú. Y en el día de la muerte de Carlos Villamizar, el personaje que queda latente en cada obituario mediático no es Natalio Vega, sino su alter ego: nuestro mayor serial-killer rayocatódico y melodramático.
En nuestra propia versión del goyesco El sueño de la razón produce monstruos, se nos atraviesa la muerte haciéndonos una jugarreta muy pesada: con el último aire de un actor magistral, recordarnos los arquetipos que hemos sido capaces de fabular justo cuando se nos transforman en monstruos.
Eso no puede leerse sino como una urgencia de venganzas armadas que sigue ahí, latente. Conectándose con cada una de esas miserias y cicatrices que las telenovelas, poderosas formadoras emocionales de nuestra identidad durante el siglo XX, supieron señalar con éxito.
Y de nuevo todo es empatía… hasta que llega el miedo.
El miedo de ser las Eurídice Briceño del cuento y formar parte de las fallas en ese algoritmo rabioso de justicia aparente, cuando las furias armadas llenas de dolor creen que «ajusticiar» es un verbo noble.
Carlos Villamizar, el mismo primer actor que tantas veces supo ser padre en las telenovelas venezolanas, muere apenas un día después de que en el mundo el nombre de nuestro país resonara en un informe de 443 páginas que cuentan nuestras miserias de las últimas dos décadas.
Ya sin el resguardo de la ficción, aquello que fue entretenimiento y melodrama, saca terribles filos de verdad y nos duelen de una manera distinta, nueva, que nuestra identidad jamás había sentido.
Un día es noticia la verdad y al otro la ficción ubica en nuestra memoria las narrativas que, durante tanto tiempo, estuvieron reposando en el hipocampo hasta surgir convertidas en lecciones.
Lecciones feroces, pero inolvidables.
Siempre referenciales. Siempre memorables. Siempre inmensas en todas las etiquetas de nuestras pantallas.
Willy McKey
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