Fotografía de Schneyder Mendoza | AFP
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“La mayor enfermedad hoy día no es la lepra ni la tuberculosis sino más bien el sentirse no querido, no cuidado y abandonado por todos”
Teresa de Calcuta
Una convención indiscutida de las películas de zombis es que tales personajes fantásticos han perdido toda forma de dignidad humana y se convierten en alimañas cuya destrucción, necesaria en el plot, no tiene consecuencia moral.
No es un lugar común ver al heroico protagonista humano sufrir un conflicto ético por exterminar a los zombis con saña sistemática. Cuando alguien puede ser asesinado de esta forma es que se ha convertido en lo que Giorgio Agamben denomina como Homo sacer, un elegante sinónimo de desechable.
Los zombis vienen desde lejos. Llega la noticia de que han subido montañas y atravesado valles. Han dejado huesos y pellejos en los caminos. Son una procesión famélica y empobrecida. Ya están en nuestras fronteras. Son portadores del peligroso virus que nos pueden contagiar. Tenemos que clausurar puertas y ventanas con gruesas vigas. No podemos permitir que se nos acerquen. Abandonaron su condición humana.
De acuerdo con esta línea, no podemos permitirnos ninguna compasión hacia ellos. Ni siquiera con los niños. Constantemente debemos recordar que solo tienen apariencia humana y huyen del rechazo de otros. Estamos preparados para repelerlos con armas automáticas y antorchas. Sus mentes no recuerdan que hace tiempo abandonaron nuestro edén. Son réprobos que regresan convertidos en peligrosas armas biológicas.
El victimismo de los genocidas
Pascal Bruckner, en su libro La tentación de la inocencia, hace un diagnóstico del clima moral, o más bien inmoral, de nuestra época. Utiliza como herramienta interpretativa el concepto de “inocencia”: “Llamo inocencia a esa enfermedad del individualismo que consiste en tratar de escapar de las consecuencias de los propios actos, a ese intento de gozar de los beneficios de la libertad sin sufrir ninguno de sus inconvenientes” (p. 14). Luego, subdivide dos especies de esta supuesta inocencia. La primera es el “infantilismo”, la actitud irresponsable cuyo modelo es el Puer aeternus, el inmaduro perenne, el émulo de Peter Pan. La segunda especie es la “victimización”, la cual significa la falta de culpabilidad, la incapacidad de cometer el mal y se encarna en la figura del mártir autoproclamado.
Bruckner encuentra, en dispares manifestaciones culturales y políticas, una constante: el victimismo que justifica cualquier venganza, pues el victimismo legitima al excepcionalismo. Mi revancha está tan justificada que tengo el derecho de no obedecer ni la ley ni la moral. En otras palabras, su fórmula es: a más sufrimiento, ya sea real o fingido, mayor impunidad.
Esta actitud, además de su forma psicológica, toma forma política. Como el tercermundismo, el cual se caracteriza “como la atribución de todos los males de las jóvenes naciones del Sur a las antiguas metrópolis coloniales. Para que el Tercer Mundo fuera inocente, era necesario que Occidente fuera absolutamente culpable, transformado en enemigo del género humano.” (p. 15).
Le basta a un Estado jugar la carta del tercermundismo para sentirse que no tiene ninguna responsabilidad y que cualquier acción que adelante no tendrá ninguna consecuencia. Levantar la bandera del sufrimiento genera impunidad. Esa misma carta sirve para justificar el genocidio, tal como sucedió en las guerras yugoeslavas de los años ochenta.
“Pues la impostura funcionó. Al hipnotizador serbio, tratando de conseguir descargo para sus crímenes, le bastó con disfrazarse de supliciado para ser perdonado. ¿Qué se repitió con la crisis yugoslava? El mismo, el eterno error que ya se cometió con el comunismo y el tercermundismo: caer en el chantaje del discurso de la víctima” (p. 187).
En el caso de los migrantes bautizados “bioterroristas”, el Estado nacional se ha constituido ideológicamente como radicalmente tercermundista. Esto le brinda legitimidad para hambrear a la población, hasta que millones de ciudadanos escapan del suelo patrio para buscar mejores condiciones de vida.
Los nuevos abominados
Cuando los migrantes regresan, debido a las dificultades que sufrieron en otros países, sobre todo en condiciones de pandemia, encuentran la exclusión. Michel Foucault, en Los anormales, nos describe la forma de organización de la sociedad, con respecto a la enfermedad. Distingue dos modelos, el medieval y el moderno. El medieval tiene como modelo la lepra.
“Todo el mundo sabe cómo se desarrollaba a fines de la Edad Media, e incluso en todo el transcurso de ésta, la exclusión de los leprosos. La exclusión de la lepra era una práctica social que implicaba, en principio, una partición rigurosa, una puesta a distancia, una regla de no contacto entre un individuo (o un grupo de individuos) y otro. Se trataba, por otra parte, de la expulsión de esos individuos hacia un mundo exterior, confuso, más allá de las murallas de la ciudad, más allá de los límites de la comunidad. Constitución, por consiguiente, de dos masas ajenas una a la otra” (p. 50).
La sociedad de la edad media se defendía a través de la expulsión del enfermo, del contagioso, del poseído, fuera de los límites de la ciudad. Esta táctica la encontramos de nuevo en el caso de nuestros migrantes “bioterroristas”.
El migrante es resultado de una política que nos mantiene en permanente estado de excepción. En el esfuerzo por rediseñar el país para que se adapte a su modelo de dominación, hay que deshacerse de una buena parte de la población. Entonces, millones de personas dejan sus hogares y se lanzan al vacío para escapar a una crisis creada desde el poder. Al regresar, los desdichados migrantes se convierten en leprosos. Bajo esta fórmula, todos somos desechables, pero los migrantes lo son aún más.
El chivo expiatorio
Además de calificar de leprosos a los migrantes, se lleva el desprecio por la vida humana a un nuevo nivel. Se declara chivos expiatorios a los que retornan. La expresión “chivo expiatorio” tiene su origen en una antigua leyenda hebraica, según la cual los judíos redimían sus pecados transfiriendo la culpa a un macho cabrío que abandonaban en el desierto.
El filósofo y antropólogo francés René Girard, en su libro La violencia y lo sagrado, estudia los rituales de sacrificio de inocentes en diferentes culturas a lo largo de la historia.
“Cualquier comunidad víctima de la violencia o agobiada por algún desastre se entrega gustosamente a una caza ciega del ‘chivo expiatorio’. Instintivamente, se busca un remedio inmediato y violento a la violencia insoportable. Los hombres quieren convencerse de que sus males dependen de un responsable único del cual será fácil desembarazarse.” (p. 102).
A partir de esta hipótesis, podemos inferir que la metáfora hoy se refiere a cualquier sujeto inocente que padece la violencia por ser estigmatizado como el otro. Este es un comportamiento antropológico universal. Consiste en culpar injustamente a individuos o grupos humanos, como los inmigrantes, por ejemplo, quienes terminan sufriendo castigo por una situación de la que son víctimas. Existen dos criterios decisivos para la elección. El primero es presentar alguna diferencia notable: otro idioma, otro color de piel, otra religión. El segundo es la debilidad e impotencia para defenderse.
Explica Girard que el trasfondo de este comportamiento reside en que las tensiones sociales exigen una víctima propiciatoria que cargue con el peso de los pecados de la sociedad. De esta forma, los grupos acusadores aspiran a que, gracias al sacrificio, retorne la armonía social. Como el castigo que se infringió a sí mismo Edipo para salvar a Tebas de la peste. Como los infamantes casos de “autocrítica”, en la Cuba fidelista.
Elogio de los desechables
En primer lugar, unas clarificaciones conceptuales. “Arma” es todo lo que puede ser utilizado para hacer daño de forma intencional. «Bioterrorista» es el uso deliberado de virus o bacterias patógenas como armas.
Por otra parte, la “migración humana” refiere a los procesos de desplazamiento de seres humanos, forzado o voluntario, consistente en el cambio permanente o semipermanente de la ciudad, región o país de residencia. Si combinamos todo, obtenemos el arma de migración masiva. A nivel geoestratégico, los movimientos demográficos han sido reconocidos como una forma de desestabilizar desde hace siglos.
Según el psicoanálisis freudiano clásico, la proyección es el mecanismo de defensa que consiste en atribuir a los demás los rasgos que no quiero confesar de mí mismo. Por ejemplo, si soy envidioso, veo la envidia en todos los actos de mis semejantes. En el caso que estamos analizando, las migraciones han sido utilizadas como arma, pero si alguien se regresa, entonces es arma del enemigo.
En todo esto hay un proceso de deshumanización. Se emplea un lenguaje despiadado contra los ciudadanos más vulnerables, quienes, en vez de encontrar solidaridad y apoyo del gobierno de su país, son convertidos en amenaza. No hay compasión para ellos. Pueden ser tildados de lo que convenga. En nombre de esa legitimidad, nacida de esa “inocencia”, se puede hacer sufrir a un pueblo sin remordimientos.
Wolfgang Gil Lugo
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