La autora venezolana Verónica Jaffé. Fotografía tomada de YouTube, contenido bajo licencia Creative Commons.
Destacadas
Te puede interesar
Los más leídos
Los más visto del día
“velar la retaguardia,
pronunciar lo ilegible,
decir lo roto, el resto calcinado,
lo que no quiere ser proclama o documento”
José Luis Gómez Toré
Hablemos de poesía. Adentrémonos en los mares procelosos, magnéticos de la creación de Verónica Jaffé a través de De la metáfora, fluida, un poemario sólido en su dilatada construcción temporal, inquietante y hermoso, extraordinario, doliente, que mira de frente a la Medusa.
El título de este libro, quebrado, aparentemente desconcertante o críptico, encaja a la perfección con la afilada mirada transversal como crítica cultural, analítica e inconformista, de Verónica Jaffé, quien es también artista plástica y traductora. Es un libro que nos deja ya en ese título, a mitad del encabalgamiento, con la pregunta y el desasosiego, a flor de labio –“de la metáfora, fluida /forma”–; es un libro reflexivo, filosófico, con hondura, que plantea las grandes preguntas, las preguntas de siempre en momentos particularmente contingentes y las articula con sobriedad, desde la justeza y precisión verbal, a partir de lo mínimo, de ese resto o ruina que puede ser despojo o puede ser lo esencial, más aún en épocas verborreicas y de atroz exceso verbal.
En esa íntima sencillez y elegancia de su lenguaje intuimos también el trabajo y pulso de la traductora, de la persona que vacila, de modo casi alquímico, entre vocablos y busca el ajuste y el resquicio poético. Sabemos que la traducción es un extraordinario laboratorio de escritura y una herramienta natural de lectura, pensamiento y conocimiento que exige, como recientemente ha declarado Ida Vitale en diálogo con Valerie Miles, “una relación de amor con el texto que se traduce”. El oficio se percibe claramente en este libro –recordemos las versiones libres de los himnos de Hölderlin que inspiraron sus Cantos Hespéricos (2016)–. En este sentido también, un lenguaje diferente, la búsqueda de una poética propia siempre hace ingresar al lector en otras dimensiones, otros cauces de expresión y sensibilidad y despierta, también, otros modos de comprensión y experiencia lectoras. De la metáfora, fluida explora otra poética del lenguaje y su materialidad, su nueva piel, recodifica la palabra, indaga en la representación y logra construir un discurso propio en la encrucijada entre ética y estética, entre pensamiento (“riesgoso”) y poesía.
La imagen de la pluma y de la pregunta –ese cisne dariano– atraviesa todo el poemario –la escritura es curiosidad, es percepción, es mirada en torno– y constituye uno de sus ejes más firmes. En efecto, la interrogación, con frecuencia planteada desde la perplejidad, el desencanto y la ininteligibilidad de una realidad de magnitudes infames, se dirige por igual hacia la posibilidad de la nieve o el rencor, hacia la tierra y su belleza, se orienta también hacia la función del arte y la poesía cuando los hechos urgentes demandan acción. Ese indagar en el lenguaje y en su capacidad de intervenir o transformar la vida aparece como respuesta frente a las proclamas y en clave irónica, como en la constatación de la inutilidad de mártires y revoluciones en el poema “Las alondras” o en “Châteu d’Yquiem”: “suele haber algo dulzón y empalagoso / en los sótanos de las revoluciones”.
Y siempre la voz es una voz pausada, serena, sin alardes, contenida, que con limpieza casi quirúrgica y contundencia, según quería Edward Said en su ensayo Representaciones del intelectual, también con exactitud y belleza, confronta ese lenguaje oficial hecho de quebranto, hambre y muerte y apela a la lengua y la memoria como reducto de resistencia. La sencillez extrema que habita en una piedra, un animal o un río cuya presencia no se llevaron los dioses de la tierra de los hombres o la entonación sutil y delicada pero que nombra de forma directa sirven para decir lo grave, lo que importa (como en el poema “No fue así” sobre la muerte del padre). Y todo ello en medio de una nebulosa a veces pesadillesca entre sueño y vigilia, entre acá y allá. La apuesta retórica y de sentido es, pues, minimalista y “En Diminutivos”, por ejemplo, muestra esa opción por lo pequeño, lo poco, lo mínimo, el “alguito” (“pocos recuerdos / pocas palabras / pocos instantes”): “¿Por qué la belleza / me parece siempre / más sublime / cuando es más pequeña?”. Es tiempo de pequeños y largos rollos y no de grandes cuadros. La reflexión sobre el propio lenguaje, el tiempo y la historia late también en “Pluma y piedra”. Se conocen Rin y Danubio, pero impera la majestad familiar del Orinoco –recordar la abundancia en medio del ayuno y la patria a través de imágenes naturales: ríos, jardines, lagunas en medio de la sequía–. Y es que, como dice Igor Barreto en el espléndido prólogo al poemario, el sujeto poético se aferra a “la memoria del esplendor de la naturaleza”, como se ve en los poemas “La laguna de Campoma”, “Cuevas, catedrales”, “Rojo oscuro intenso”, “Zanjas, jardines” o “Y yo” donde esa memoria se reduce a un murito y un árbol, a una zanja: memoria del país, memoria de la pérdida.
Eliot, Celan, Arendt, Maldestam, Montejo, Dickinson o Miguel Hernández se pasean por el libro y dejan su poso cultural, de pensamiento y su apuesta ética y humana. Con ellos, el sujeto poético nos dice que es siempre la palabra el refugio y la ventana, la coraza y la lanza. Léase “Traducción libre del ‘Epigrama contra el comandante’ de Osip Maldestam” donde solo se oyen insultos y sollozos y Stalin puede tener los nombres de todos aquellos que conviertan un país en un “botiquín de mala muerte”. El discurso poético puede ser incómodo, perturbador, desasosegante, contestatario, una intervención en lo visible y en lo decible –“cuando cayó la tarde / en Caracas hace más / de doce años / y se perdió otra vez / la independencia / de prosa y poesía / de la vida / de nuestras palabras” dice “Las alondras”.
El epígrafe de Paul Celan al inicio de una de las secciones no puede sino interpelarnos, entonces, acerca de cómo la lengua materna enuncia, de manera implacable y feroz, el horror, pero es también y nunca dejará de ser la lengua materna: “Lo único que queda tras la violencia” diría Hannah Arendt, filósofa cuya idea de “banalidad del mal” y su intento de entender, con osadía y desde dentro, el espanto permea todo el libro (“hay palabras que ayudan / más que otras, quizás / por su dejo familiar / y parecido”). Sabemos que no se puede nombrar el horror, el miedo, el hambre o la violencia de forma directa cuando las dimensiones son intensas, desbordantes, inconmensurables, cuando determinadas prácticas, dinámicas e imágenes se han normalizado –“¿Y quién ha podido escapar a la historia?”–. Esa terrorífica normalidad, esa mediocridad y banalidad en lo que al mal respecta es lo difícil de asimilar y verbalizar en ese país perdido cuyo rastro es marca, quemadura.
Subyace latente en este libro recio, en mi opinión de lectora, toda la filosofía y ética alemanas del siglo XX, de la que Jaffé es buena conocedora, desde Benjamin a Adorno o Sloterdijk y asoma la biopolítica como tema crucial, esa instrumentalización absoluta de la vida natural por parte del poder político que señalaran Foucaut o Agamben. La gran cuestión de la posibilidad del humanismo y la cultura pese a la barbarie y la vulnerabilidad de los sujetos, la necesidad de tener los ojos bien abiertos para poder domesticar el mal y también la vacilación, la duda está presente en la escritura doliente de este libro. Hay toda una genealogía de textos críticos imprescindibles sobre violencia social y curación por el lenguaje con los que de alguna manera De la metáfora, fluida dialogaría, como Ante el dolor de los demás de Susan Sontag (2003), Horrorismo de Adriana Cavarero (2009) o Marcos de guerra. Las vidas lloradas de Judith Butler (2017). Allí se indaga en las fuentes del dolor social que embarga a ese país en guerra que puede ser Venezuela, pero en ningún caso el ejercicio se hace desde el victimismo o la resignación, sino desde una postura crítica que busca otros modos de ordenar lo sensible y la recuperación de esa imprescindible comunidad de afectos y de la palabra.
Si los estados no amparan a sus ciudadanos y son hostiles hacia los más débiles al escamotear derechos básicos, es imprescindible y urgente la necesidad de desarrollar otra lógica de existencia, otra manera de seguir adelante que pase por lo íntimo y lo cotidiano, por el gesto ético y la palabra poética, por la memoria (“ámbar”, “resina contra el olvido”) y la ternura. Así, el poema “La libre acción” me recordó la iluminadora noción de muerte fraterna, de la libertad de hacer el bien en lo extremo que verbalizarían desde Jorge Semprún a Primo Levi, pasando por Alba Valech, Nora Strejilevich, Pilar Calveiro o Giuliana Tedeschi en sus testimonios de campo, y en la que se infiltra siempre el lirismo, la imaginación y, en última instancia, la dignidad. Esa posibilidad de que un gesto mínimo de humanidad en medio del horror te salve, esa cesión de un plato de sopa o un chorrito de miel en el hambre que nos devuelve al hombre. Estremecedor en este sentido es “No basta el llanto”, especie de écfrasis personal de “Saturno devorando a sus hijos” de Goya. La sección que corresponde al año 2010 empieza con el impresionante “Ciudad de miedo”, con Miguel Hernández y su dolor, con Ciro Alegría y su desgarro, la voz poética habla de violencia y se pregunta, de nuevo con Hannah Arendt, sobre cómo verbalizar el miedo. Gran parte de los poemas tienen un tono elegíaco, trágico en ocasiones, de pérdida desconsolada. No obstante, se introducen también, a veces, giros o expresiones orales, de pura coloquialidad, una fonética y semántica juguetonas y polisémicas, una ironía inteligente y eficaz. “Plumas de perico” es, por ejemplo, un ejercicio verbal, construido con aliteraciones, elipsis y ambigüedades que me recordó el experimental “Estar cansado tiene pluma”, uno de los textos más herméticos y vanguardistas de Cernuda. Y es que lo lúdico y el humor son asimismo estrategias para equilibrar y aligerar con la levedad que quería Calvino, la hondura de los temas: muerte del padre, necesidad del arte, desprotección de los sujetos e injusticia ciudadana, degradación de un país, ausencia y lejanía.
Además de la inquisición constante y ese espíritu observador que se detiene en lo pequeño y cotidiano, en lo casi anecdótico, que nunca lo es: fijarse en el detalle, en el gesto mínimo (“Mío el hueso / lo roto/ el silencio”), hay en el poemario un interesante juego con la materialidad de la página y lo visual –no en vano Verónica Jaffé es asimismo, como hemos adelantado, artista plástica– y leemos encabalgamientos precisos y complejos, notamos una sintaxis voluntariamente dislocada que revela un trabajo artesanal, minucioso y delicado, tortuoso. La forma es aparentemente sencilla (y precisamente por eso de difícil construcción o articulación), muy medida en versos cortos, parcos, mesurados, referenciales, narrativos, con una cadencia o fluidez tan despojada que podrían ser brochazos de pintura. Aquí también está presente ese minimalismo del trazo. A medida que van avanzando las secciones del libro, ordenadas cronológicamente, el nudo en la garganta del lector se va haciendo también más grande. Es un imperativo en el libro aprender a mirar, a leer, a recordar, a traducir para luego escribirlo aunque sea desde el balbuceo, la herida, la falta. Se invita a recuperar la memoria, aunque a veces descreída –“la verdad, ahora ni sé / cuál es mi lengua / y si aún tengo / patria o es sólo / algo que suena a /antiguo y judío” los afectos y la emoción, rehabilitar la esencia de una postura ética, pero también política, frente al horror, demencia y deshumanización contemporáneas. Sabemos, con Vallejo, que en la poesía cabe el dolor, el sufrimiento, el miedo, la violencia, la aflicción, la desaparición, la pérdida. Sólo la palabra poética puede resguardar y guarecer, puede tal vez restaurar esos cuerpos mancillados e invisibles.
La esperanza persiste, lenta como “terca tortuga”, la patria se lleva dentro, pese al desengaño y al abandono de los dioses, y se espera que el río limpie sus aguas, que las “cicatrices” sean “promesa” y “cura”. La palabra es, entonces, salvadora y sí sirve, necesaria –treinta y cinco pueden bastar– y una imagen, un simple “farol”, aunque sea precario y frágil, aunque no resista al paso del tiempo, es, como en las luciérnagas de Pasolini recientemente rescatadas por Didi-Huberman, una luz de resistencia en medio de la oscuridad.
/María José Bruña Bragado es profesora de la Universidad de Salamanca.
María José Bruña Bragado
ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR
Suscríbete al boletín
No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo