Emilio Lovera. Fotografía de Tomás Lovera
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A Emilio Lovera le diagnosticaron cáncer de colon el 26 de junio de 2018. Era martes. El hombre que durante años se había encargado de ser el más eficaz de los proveedores de sonrisas en el país tenía licencia para sentir que el mundo, que el oficio, que la vida se iba al carajo.
No pasó.
«A mí ni siquiera me dio tiempo de asustarme, porque el doctor que me diagnosticó y que me curó es un loco ‘e bola para estos tiempos. Una especie de José Gregorio Hernández, un santo varón que trabaja en la Clínica Santa Sofía como gastroenterólogo, que en la mañana recoge a todos los compañeros que quepan en su carro y dependan del transporte público para llevarlos a la clínica y que es tan humilde que no va a querer que lo nombremos aquí».
Llevar adelante una enfermedad oncológica en Venezuela es un proceso que llena de miedos a cualquiera. La incertidumbre en torno a conseguir los tratamientos se cruza con lo costoso que puede resultar. No sólo es caro: es difícil. Y Emilio es de quienes cuentan con la popularidad suficiente como para haber hecho un poco más de ruido.
No pasó.
No hubo dinámicas de crowdfunding para conseguir fondos, ni tubazos en programas de entrevistas ni ruedas de prensa emocionales que confrontaran la risa con la Muerte. Nada de eso. Como en un brevísimo tributo a la leyenda de David Garrick que había decidido obviar las cursilerías del poema «Reír llorando», Emilio entendió que la procesión iba por dentro. La fascinante dignidad del comediante hizo su aparición y llenó las tres pistas.
«Yo fui a su consulta por un asunto gastrológico, pero me dijo que tenía que hacerme una colonoscopia también. En lo que estuvo lista fui y me sentó: ‘Mira, esto que tienes aquí es un adenocarcinoma. Es cancerígeno y es maligno’. Yo ahí le pregunté si ése era el momento en que tenía que asustarme y él me dijo: ‘Tú de ésta no te vas a morir’. Y listo… así me lo tomé. Es decir: si él creía que yo no me iba a morir, ¿para qué me iba a asustar?».
Muy pocos llegamos a saber de su enfermedad. Su esposa, un círculo mínimo de amigos y algunos curiosos a quienes les extrañó la ausencia de las carteleras. Ni siquiera la prensa especializada lo notó. Y si lo hizo el interés no fue suficiente como para preguntar. Todos los médicos y profesionales involucrados en el proceso fueron prudentes cómplices. El asunto de curar a Emilio Lovera estaba por encima de las selfies y los likes.
Mientras se acercaba el final del tratamiento, Emilio planificaba su vuelta a los escenarios. La posibilidad de hacerlo en casa, en Caracas, era importante. Durante todo este tiempo había sido imposible facturar con la compañía que se creó exclusivamente para manejar sus presentaciones y giras. Se hicieron los cálculos y la posibilidad de una función en agosto de 2019 resultaba viable.
«Cuando llegó el momento de la quimioterapia y la radioterapia, las de radio fueron las más duras… pero las aguanté. Resulté ser más fuerte de lo que todos creímos. Veía a mi lado a la gente triste, adolorida, vomitando… pero recordaba ‘De ésta no te vas a morir’ y salía de ahí con ánimo. Incluso cometí una que otra imprudencia: manejé, viajé, seguí. El tumor se me redujo en un 98%. Sólo quedó una pequeña mancha… pero maligna. Esa manchita chiquita era maluca. Así que me iban a hacer una resección a cinco centímetros de la próstata, pero cuando me subieron a quirófano el cirujano me devolvió a la habitación: ‘No. A usted le vamos a hacer una colostomía’. Y ahí fue cuando me sacaron el pedazo de mí, logrando que todo quedara listo para pasar siete meses con la colonoscopia y seis ciclos más de quimioterapia, que eso tarda varios meses. No me dio chance de asustarme, pero no la pasé bien. Hubo momentos muy dolorosos. Es muy malo. Muy desagradable. Muy difícil. Hasta que en ese último chequeo me dijeron que todo estaba bien, que tenía que cuidarme, que de ésta no me morí».
Cuando a Emilio Lovera le diagnosticaron que se había curado del cáncer de colon, aquel hombre que durante más de un año se había dedicado a sanar sólo deseaba volver al escenario a hacer que un público entero celebrara la vida riendo junto a él, demostrando que el mundo, que el oficio, que la vida no se habían ido al carajo.
No pasó.
Fue el país lo que se fue al carajo delante de su testimonio de sobreviviente. No el país de la cultura, ni el de la nostalgia ni el de la torpeza. El país fiscal: la más antipática de las caras del Estado fallido se presentó con su chaleco del SENIAT y carpetas llenas de excusas, con la única intención de impedir que la función que iba a devolver al gran Emilio Lovera a escena tuviera lugar.
El único argumento del fisco fue que durante el último año la empresa que se encarga de producir los espectáculos de Emilio Lovera no había declarado sus ganancias. No sus impuestos, sino eso que la burocracia aprendió a llamar la plusvalía.
Al contrario de lo que dijeron los medios oficiales, Emilio Lovera sí había declarado sus impuestos. En la base de datos del SENIAT su empresa declaró esta especie de año oncológico como «Sin actividad», que es la opción que mandan las leyes fiscales nacionales que debe marcarse cuando no se opera durante un ciclo anual.
Emilo Lovera es un hito del humor que el Caribe asocia, además, con la inteligencia. En el inconsciente colectivo nacional hay al menos tres generaciones de espectadores que vieron a Emilio transformarse de la joven promesa de Radio Rochela («24 horas, ¡ya vamos pa’llá!») al actor estelar de los remates (Los Waperó, Los Jordan, Jairo Restrepo y los colombianos), hasta el gran conceptualizador de la actualización de la comedia venezolana con eficaces estrategias de crítica social de Perolito y Escarlata a personajes que replantearon la noción del sarcasmo como Gustavo El Chunior.
¿Cómo leer, entonces, esta triste anécdota autoritaria para impedir que un grupo de personas se reuniera a celebrar la vida con la humana ceremonia de la risa?
¿Cuánto miedo puede tenerle un régimen a la alegría colectiva, como para atreverse al patetismo de este chiste malo que se cuenta solo?
¿Qué significa ver que, desde las ruinas de un Estado, salga un burócrata a impedir que brille el comediante que acaba de vencer a la muerte?
Desde el análisis político es muy difícil dar con una respuesta. Pero si se tratara de una rutina de clown, esto sólo podría terminar con el estruendo de un acertado pastelazo en la cara del burócrata, quien se vería forzado a salir de escena mientras el payaso recibe el sanador aplauso que merecen sólo aquellos que nos han mejorado el día con la risa, nuestra risa.
Quizás en los formularios del SENIAT tengan que agregar una nueva casilla en el renglón de ganancias, para que alguien como Emilio pueda declarar que le ganó al cáncer y así el fisco se vea obligado a compensarle ese trámite tedioso de sanar en Venezuela.
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Lea también la crónica ganadora del Premio a la Excelencia Periodística otorgado por la Sociedad Interamericana de Prensa:
Willy McKey
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