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“Has oído hablar de inflación, devaluación, dólar libre. Has visto que el país se encuentra en emergencia y que es necesario tomar medidas. Para que entiendas todo ese rollo económico, te vamos a explicar lo que sucede. Hasta tú tendrás que sacrificarte. Adiós chucherías y cuida tus cosas”. El lunes 27 de febrero de 1989, el suplemento El Nacional para los Niños desplegó un amplio reportaje para advertir a sus lectores de los efectos que a partir de entonces generarían en su vida cotidiana los ajustes económicos anunciados por el Gobierno de Carlos Andrés Pérez. Decirles por qué mamá volvía del mercado sin leche, ni azúcar, ni arroz y explicarles por qué ellos, lectores, niños venezolanos, le debían mil dólares al Fondo Monetario Internacional apenas nacer. “Los que lean esto tienen que ver cómo van a hacer para pagar tan terrible deuda. Ustedes, los niños, también están en crisis (…) Si quieres contribuir en algo, sigue estas recomendaciones”. Lavar carros y cargar bolsas en el supermercado aparecían en el texto como dos opciones razonables para juntar algún dinero y ayudar a la familia.
Diez días antes, el 16 de febrero de 1989, el nuevo Presidente admitió la crisis: las reservas internacionales estaban agotadas y el Estado acumulaba una deuda externa de 30 mil millones de dólares que no estaba en capacidad de honrar. “Ir al Fondo Monetario Internacional no es una opción: es la única opción”, dijo Pérez a los venezolanos, dos semanas después de su toma de posesión. En el mismo discurso anunció el “paquete” de medidas que debía adoptar el país para ser digno de un crédito: control de cambio, liberación de las tasas de interés pasivas y activas, incremento del valor de todos los productos y, la chispa que incendió a Venezuela, treinta por ciento de aumento en los precios de la gasolina.
El domingo previo a la entrada en vigencia del paquete, los mercados populares amanecieron repletos de gente y escasos de alimentos. Ese día, Carlos Hernández, vendedor del mercado de Caño Amarillo, se colgó al pecho un cartel que decía “No hay”, para ahorrarse explicaciones. Y cada ama de casa hizo, en promedio, cinco horas de cola para comprar dos potes de leche popular.
El lunes 27 de febrero, Hilda Páez ya había mandado a sus dos hijos al colegio cuando comenzó a propagarse en Petare la noticia de que cientos de pasajeros quemaron cauchos y autobuses en el terminal de Guarenas y que horas después, los estudiantes del politécnico “Luis Caballero Mejías” también armaron barricadas en el terminal del Nuevo Circo, en Caracas, para protestar contra el alza del pasaje, de Caracas a Guarenas, de siete a diez bolívares. Cuando todo esto se supo en Petare, el barrio de Hilda, salieron a la calle también allí los manifestantes y saquearon; lo mismo ocurrió enteras: Valencia, Maracay, Ciudad Bolívar, Mérida y Maracaibo. Los agentes de la Policía Metropolitana de Caracas, en huelga por reivindicaciones salariales, tenían orden de intervenir solo en casos “estrictamente necesarios”, pero no tenían demasiadas ganas de evitar las protestas. “Es que a nosotros también nos afectan las medidas (económicas)”, dijo uno de los policías al reportero de El Nacional que cubría las manifestaciones en el centro de Caracas y que paralizaron los servicios del transporte público durante todo el día. Llegó la noche y miles de caraqueños buscaban la forma de regresar del trabajo a sus casas, caminando entre columnas de humo y barricadas que se alzaban por toda la ciudad. A las 8:00 apareció en televisión el ministro de Relaciones Interiores, Alejandro Izaguirre, para decirle al país: “Reiteramos la voluntad del Gobierno al diálogo, pero también reiteramos nuestra más resuelta voluntad a no permitir que continúen produciéndose los lamentables hechos que hoy han conmovido a los venezolanos. Los asaltos y saqueos, la quema de automóviles y autobuses, el atraco y la violencia no forman parte de las múltiples expresiones de una sociedad democrática y el Gobierno no está dispuesto a tolerarlos”. Los dos hijos de Hilda ya habían llegado a casa, en la calle La Fila, del sector Maca de Petare. “Al ratico nos acostamos, pensando que la cosa se iba a quedar allí”.
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Carlos Andrés Pérez volvió a Caracas desde Barquisimeto, la mañana del día 28. Por la ventanilla del carro que lo conducía a Miraflores miró las vitrinas destrozadas, la ciudad hecha escombros. Al llegar al Palacio, llamó a su ministro de la Defensa para ordenarle: “General, proceda a la movilización de los efectivos militares”. Al colgar el auricular, el general Ítalo del Valle Alliegro dio algunas órdenes más y en menos de 48 horas fueron enviados a Caracas catorce batallones militares, de la Fuerza Aérea y el Ejército, desde distintos puntos del país. Entre la mañana del martes 28 de febrero y el mediodía del miércoles 1º de marzo, nueve mil ochocientos soldados armados de fusiles de asalto llegaron a la capital para controlar el orden público, a bordo de aviones Hércules C-130 y de helicópteros Sikorsky y Bell que aterrizaron en la base aérea La Carlota. “Todos los cuerpos de seguridad se encuentran en la calle a fin de brindar tranquilidad a la ciudadanía que hoy, por segundo día consecutivo, ha salido a la calle en protesta por las tarifas del transporte”, informó a los televidentes el periodista Paúl Esteban en la emisión matutina de El Observador del 28 de febrero.
Esa mañana, el presidente Pérez suspendió hasta nuevo aviso las garantías constitucionales de libertad individual, inviolabilidad del hogar, libre tránsito, libertad de expresión, y los derechos de reunirse y protestar en las calles pacíficamente, a través del Decreto 49. “La suspensión –explicó luego el Presidente a los venezolanos—nos permitirá actuar sin las limitaciones de la legislación normal sobre los derechos de los ciudadanos. La suspensión de garantías permitirá a las FAN reglamentar el toque de queda para asegurar que las calles de la ciudad permanezcan limpias durante determinadas horas. Así lograremos controlar la situación”. Desde la madrugada, las unidades antimotines de la Guardia Nacional y los pelotones del Ejército, con el apoyo de la Policía Metropolitana, de la Policía Técnica Judicial y de la Disip, tomaron las barriadas del oeste y el suroeste de Caracas. Enjambres de hombres y mujeres se abalanzaban contra los portones a medio abrir de los comercios en El Valle, San Martín, Catia, Petare, 23 de Enero, Propatria y El Cuartel: primero contra las panaderías, los supermercados y las carnicerías; luego contra las licorerías, los almacenes de ropa y las tiendas de electrodomésticos. A cada barrió llegó un convoy, dispuesto a contener con balas a la marejada rabiosa. La ciudad olía a gas lacrimógeno, a caucho ardiendo y sonaba a disparos, a sirenas de patrullas de policía y ambulancias. Al mediodía del 28 de febrero, se había perdido la cuenta de los muertos y los heridos.
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Después de cuatro días de disturbios y saqueos, donde 28 vecinos murieron y otros 200 sufrieron heridas, el viernes por la mañana hubo una tregua y las amas de casa del barrio pudieron bajar a la redoma de Petare para comprar algo de comida. Una decena de soldados y policías metropolitanos custodiaba los camiones cargados con papas, cebollas y tomates, de donde se desprendía una hilera de compradores que se perdía de vista. En su excursión a la redoma, Hilda alcanzó a comprar algunos cambures y un par de cajetillas de cigarros, que provocaron un fracaso más en sus intentos de dejar de fumar. Luego hizo a pie el camino de regreso a casa: un par de kilómetros de carretera ascendente y desde allí, una escalera de 53 peldaños que acaba en la calle La Fila. Hilda se mudó a Petare cuando Petare era una montaña desnuda. Trabajaba como auxiliar de preescolar, estaba embarazada de José Luis, su segundo hijo, y Alí, su marido, reparaba carros en un taller mecánico. Con unas láminas de zinc que les regalaron y algunas tablas que trajeron desde la orilla norte del río Guaire construyeron su primera casa, que pronto se fue rodeando con las casas de todos sus hermanos y compadres: Leo, Marbelis, Toquito, Chichita, Justina, Adolfo, Yadira…
La mañana del día que lo mataron, Richard Páez, el mayor de los hijos de Hilda, recorrió la calle entera para saludar a sus tíos y primos, y por eso ahora ellos creen que se estaba despidiendo. A la 1:30 del mediodía, una comisión de policías metropolitanos comenzó a disparar desde la carretera hacia las casas de la calle La Fila. Una de las balas llegó a casa de la familia Páez, hirió a Richard en un glúteo, le atravesó el abdomen y estalló en su pecho. Seis agentes subieron luego a buscar el cuerpo: tocaron la puerta, uno dijo que iban a detener a un muchacho que estaba adentro; otro dijo que allá adentro había un muchacho muerto, que lo vieron caer de la platabanda de la casa y degollarse. Los vecinos comenzaron a reunirse frente a la casa. “¿Qué pasó?”. “El hijo de Hilda, que lo mataron”. El rumor subió la vereda hasta llegar a los oídos de ella que, entonces, corrió en dirección contraria a su casa. “Lo que hice fue correr y correr y correr y tirarme en el piso del plan, donde termina la calle ciega. Ni siquiera lo vi, ahí, tirado. Porque yo decía que ese no podía ser mi hijo”.
El cuerpo de Richard estuvo tendido en el patio hasta las 6:00 de la tarde, cuando llegaron los forenses, interrogaron, tomaron fotografías, y se llevaron el cadáver en la cabina descapotada de una pickup. Todas esas fotos desaparecieron de los archivos de la Policía Metropolitana, también la lista con los nombres de los agentes que participaron ese 3 de marzo de 1989 en el operativo de la calle La Fila. “Un funcionario del barrio acomodó toda la evidencia. La muerte me tuvo tan aturdida que apenas ahora es que me doy cuenta de las cosas. Sólo recuerdo que esa fue la noche más larga de mi vida”, dice Hilda.
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El hedor de la morgue de Bello Monte de Caracas impregnó los centros comerciales, se colaba en los apartamentos de la urbanización. Los vecinos protestaban por temor a que la peste terminara en epidemia. Ramón Velasco, el director de la División de Medicina Legal, se defendía: “Así como una carnicería huele a carne, la morgue tiene que tener este olor. El olor a muerto no se quita. Lo que queremos es que la prensa nos ayude a informar, para que los familiares vengan a retirar sus cadáveres lo más rápido posible, porque estamos congestionados”, les dijo a los reporteros el jueves 2 de marzo, mientras caminaba, azorado, por los pasillos del Instituto de Medicina Legal. Había 237 cadáveres en las cavas y seguían llegando más; solo en el hospital Pérez Carreño de La Yaguara quedaban 30 por recoger y no había furgonetas suficientes para hacerlo. Ese jueves, el Inos suspendió el servicio de agua potable en la morgue y los patólogos, suspendieron las autopsias. La policía científica llegó a un acuerdo con las empresas servicios funerarios para que enviaran sus carrozas directamente a los hospitales, recogieran a los muertos y luego hicieran una parada rápida en la morgue de Bello Monte donde, sin mucho papeleo, se harían los últimos trámites de la defunción. Las funerarias ofrecían el paquete “hospital-cementerio” sin velatorio a mitad de precio, 4 mil bolívares. Unos 30 cadáveres, ya descompuestos, fueron sacados de la morgue durante la madrugada del viernes 3 de marzo en un camión de Defensa Civil, y sepultados secretamente en una fosa común del sector La Peste, del Cementerio General del Sur.
El sábado 4 de marzo Hilda Páez se sumó al grupo de mujeres que protestaban frente a la morgue de Bello Monte por la desaparición de los cuerpos de sus familiares. “Gracias a dios que al menos yo pude recuperar el cuerpo de mi hijo”, dice Hilda, porque Alí, su esposo, logró entrar a las cavas y apartando los cadáveres con sus manos, reconoció a Richard entre ellos. La mayoría de las mujeres que día a día comenzaron a reunirse y a protestar a las puertas de la morgue, en las calles y en las plazas y que fundaron entonces el Comité de Familiares de las Víctimas de los sucesos de febrero y marzo de 1989 (Cofavic), nunca lograron recuperar los cuerpos de sus parientes. “La alternativa que nos quedó fue pedir justicia, para no quedarnos encerradas en cuatro paredes. Sentíamos que teníamos que dar nuestra vida por la vida de nuestros hijos. Porque los que habían muerto en El Caracazo no eran unos perros”.
Hasta ese momento, la cifra oficial de víctimas era de 276 personas y el Gobierno no admitía la existencia de fosas comunes. Pero había otros testimonios: los obreros del cementerio y los vecinos de los barrios cercanos contaron cómo fueron subiendo a La Peste camiones repletos de cuerpos y custodiados por militares, que vaciaron la carga en fosas y luego lo cubrieron todo con una placa de cemento y construyeron encima una acera. “Había muchos desaparecidos, gente humilde, y esos muertos tenían que aparecer. Tuvimos que hacer muchas gestiones para que las fosas se abrieran, fuimos al Ministerio de Sanidad, al Ministerio de la Defensa, porque el expediente estaba en justicia militar. Todos los expedientes estaban ahí y trabajamos mucho para irlos sacando y que fueran conocidos por la justicia civil”, cuenta Hilda Páez.
Un año después, hasta la prensa había dejado de hacerles caso a las familias de las víctimas. En el primer aniversario de El Caracazo, en abril de 1990, Hilda y las mujeres de Cofavic decidieron encadenarse a las puertas del Palacio de Miraflores para llamar la atención de políticos y de medios. “Llegó la policía, lanzaron bombas lacrimógenas y yo no hallaba cómo quitarme esa bendita cadena. Pero en el noticiero de las 12:00 al fin salió la noticia. Esa noticia sí llegó a la gente”, dice Hilda Páez. Al cabo de unos meses, la Fiscalía General de la República solicitó las exhumaciones y los tribunales fijaron el 26 de noviembre de 1990 como fecha de inicio del proceso, a cargo del Equipo de Antropología Forense de Argentina. Las madres, las esposas, las hermanas de las víctimas se mudaron a La Peste: alzaron una carpa, en principio, y luego construyeron una casa en obra limpia “para pasar todo el día allí, cuidando a nuestros muertos”. El 28 de noviembre de 1990, a dos días de las exhumaciones, aparecieron los primeros restos humanos en la parcela número seis norte del Cementerio General del Sur. De los 130 cadáveres hallados, 68 correspondían a víctimas de El Caracazo.
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En 1995 comenzaron las gestiones de Cofavic ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para denunciar las violaciones en las que había incurrido el Estado venezolano entre febrero y marzo de 1989 en su intento por sofocar la revuelta social conocida como El Caracazo. El 7 de junio de 1999 la CIDH presentó la demanda del caso ante la Corte, y solicitó que se declarara que en Venezuela se habían violado el derecho a la vida, a la libertad individual, a la integridad personal y a las garantías judiciales de 46 de los venezolanos que fueron víctimas de estos sucesos. Luego, el 11 de noviembre de 1999 la Corte decidió a favor de los demandantes y ordenó la apertura de un procedimiento de reparaciones y costas.
El 29 de agosto de 2002 la Corte resolvió que el Estado venezolano debía pagar a los familiares de las víctimas una indemnización por daños materiales e inmateriales. También debía cubrir los gastos procesales en los que hasta entonces había incurrido el Comité de Familiares Víctimas de los sucesos de febrero y marzo de 1989. El Estado venezolano cumplió con el pago, pero no con la obligación de investigar a fondo los hechos que generaron tantas muertes y de juzgar y sancionar a los responsables; tampoco con la localización de los desaparecidos ni con el establecimiento de garantías para que episodios como éstos no se repitan en el futuro.
En 2009, la Fiscalía General de la República anunció su voluntad de continuar con las investigaciones: promovió nuevas exhumaciones en los nichos de La Peste y los restos fueron trasladados a las instalaciones militares de Fuerte Tiuna para su estudio. Pero se les niega a los familiares de las víctimas la posibilidad de revisar los expedientes de sus casos. Tampoco se les permite que expertos internacionales de su confianza participen en la investigación. La nueva política oficial consiste en que los soldados y los comandantes que actuaron en 1989, que son los generales del nuevo milenio, determinen “la verdad” de lo que ocurrió entonces.
Veinticuatro años más tarde, lo único que sabe Hilda Páez del funcionario que, se presume, asesinó a su hijo es lo que recuerda la única persona en el barrio que alguna vez fue convocada a una rueda de identificación: que es un hombre moreno, alto, fuerte.
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Este texto se publicó por primera vez en Prodavinci el 27 de febrero de 2014
Maye Primera
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