Literatura

Zola-Cézanne: el fin de una gran amistad

06/10/2018

Paul Alexis leyendo un manuscrito a Zola; por Paul Cézanne, 1870.

“Hay dos tipos de amistad”, le revelaría Albert Camus a Francis Ponge a principios de los años cuarenta del siglo XX, “las que duran y las que no duran”. Una refutación implacable a la opinión del segundo, de acuerdo con la cual la amistad no sería perissable, si existe el empeño en conservarla. Una de las amistades más inquietantes, y no fueron pocas durante el novecientos francés, que mantuvieron artistas y escritores (Baudelaire-Courbet; Baudelaire- Manet; Mallarmé-Degas; Valéry-Degas), fue la que unió, a lo largo de décadas, a  Émile Zola y Paul Cézanne. Estrictamente contemporáneos (Zola, 1840; Cézanne, 1839), el destino habría de reunirlos en la improbable Aix-en Provence, ciudad natal del artista, y a donde el padre de Émile había sido llamado para participar en la construcción de una represa. Un encargo que su muerte temprana le impediría llevar a cabo. La asimetría económica entre ambas familias no podía ser más dramática. Paul, hijo de un acaudalado comerciante provincial, y Émile, huérfano de padre y desheredado. Sin embargo, más podían, como expuso bellamente Goethe, las “afinidades electivas” que cualquier subordinada consideración material.

Y las afinidades electivas no eran pocas; entre ellas, una marcada predilección por las artes y la poesía, en franca contradicción con las aspiraciones familiares. Los años de liceo en el Collége Bourbon de Aix, estuvieron signados por la armonía de una rara experiencia arcádica. Pocos paisajes en el mundo tan privilegiados como Provenza. Tierra de trovadores, que inventaron la lírica moderna; y de herejes, convencidos de la libertad religiosa y el culto a la sensualidad. De acuerdo con Ezra Pound, las bondades del clima sólo son repetidas en Grecia y Toscana, geografías de las mejores expresiones de la cultura en Occidente. De temperatura envidiable, sin el bochorno del trópico ni la dureza del norte, Provenza es privilegiada por una luz indisociable de los orígenes del arte moderno. El locus amoenus de la experiencia de los jóvenes liceístas Émile Zola y Paul Cézanne,  eran los alrededores bucólicos de Aix, a la sombra de la montaña pedregosa de Sainte-Victoire; o las espesuras de castaños, estanques y construcciones de Jas de Bouffan, la aislada propiedad adquirida por el padre del artista, y motivo reiterado de la iconografía cezanniana. Días enteros caminando y compartiendo planes, ambiciones y poemas. El joven Zola, desde ya buen crítico literario, reconocía que, si entre los dos había un poeta, ese era Cézanne, por la naturalidad y música de sus versos: “tú escribes con el corazón, yo escribo con la mente”. Como este, no desprovisto de humor y buen oído, son muchos los irregulares poemas del futuro precursor de la pintura moderna:

De la dive bouteille
Celebrons la douceur.
Sa bonté sans pareille
Fait du bien à mon coeur.

(Celebremos la dulzura/de la botella divina./ Su inigualable ternura/ mi corazón ilumina).

Pero una de los signos de la condición humana es que toda Arcadia, para aquellos pocos que la han conocido, es fatalmente limitada. Y la de estos jóvenes románticos llegó a su fin en 1858, cuando Zola tuvo que regresar a su nativa París. Será el comienzo de una sostenida correspondencia entre dos de las inteligencias más interesantes de aquella París “capital del siglo XIX”. Por un lado, Zola, convencido, aun en medio de la pobreza, de su proyecto de dedicarse a escribir, viviendo la excitación de la urbe del Bel-Ami de Maupassant, donde todos los sueños eran posibles. Por el otro, el joven artista de provincia, tímido y ermitaño, con aquel padre dominante y perseguidor, agobiado por una pronunciada inseguridad sexual que lo acompañará hasta el final de sus días. Una falta de decisión que, de acuerdo con Meyer Schapiro,  se expresaría en sus curvilíneas y rojas manzanas, una suerte de metáfora de esta ambigüedad. Una paradoja en aquel París, a donde llegará Cézanne en 1859, en la cual más de 80.000 prostitutas ejercían libremente la profesión. Ni siquiera con el matrimonio, el pintor logrará superar su malestar. Una frustración que animará lo mejor de su iconografía temprana, donde el mismo artista aparecerá como voyeur o protagonista de ardientes fantasías. Como la que describe en El rapto, donde un musculoso joven desnudo, lleva a cabo lo que seguramente era el oscuro deseo del autor; esto es raptar a una  desfallecida mujer, igualmente desnuda.

Para apoyar al indeciso artista  en sus reiteradas crisis existenciales, allí estaba su amigo del liceo de Aix-en Provence, Émile Zola. Sin su indeclinable aliento en esa etapa decisiva, no es seguro que el pusilánime Cézanne se hubiese consagrado al arte. O, en el mejor de los casos, terminar  como pintor de fin de semana, al tiempo que ejercía de abogado en la puritana provincia del sur de Francia. Es admirable la consecuencia de Zola, aun en aquella lastimosa indigencia que era su vida: “O una cosa o la otra; o eres abogado o eres pintor. No puedes convertirte en una criatura anónima, llevando una toga manchada de pintura”. A partir de su fracasado intento de ingresar a la universidad en 1859, el joven escritor, establecido definitivamente en la capital, va a dedicar todo su tiempo a la literatura. Primero como empleado de la Librería Hachette; más tarde, y durante varias décadas, dedicado al periodismo más polémico, para consagrase luego a su gran proyecto literario, discreto émulo del más grandiosos de Balzac, que consistiría en el ciclo de veinte novelas reunidas como Los Rougon-Macquart, el apellido de buena parte de sus protagonistas. Por su parte, Cazanne, producto de sus propias contradicciones, comenzará, a partir de la misma fecha, con su nómada itinerario bi-polar entre Aix-en-Provence y París, con escapadas breves a otros destinos franceses. En París, se integrará a las actividades de los impresionistas y será privilegiado con las amistades de Manet, Pisarro y Monet. Con ellos compartirá elementos de una misma poética (plein-air, omnipresencia de la luz y el color, asuntos no convencionales, realismo), y tomará distancia en otros (expresionismo; ruptura con la hegemonía retiniana; empleo de la luz, no para destacar el cromatismo de los objetos, sino su volumen, verdadera esencia de la realidad). Su amistad con Zola se convierte en una de sus pocas referencias existenciales estables, un sentimiento compartido por el atribulado periodista-novelista, a quien le hubiese gustado tener por lo menos una parte del éxito del ficticio Bel-Ami. Ambos son destacados protagonistas de la Aventura del Arte Moderno, una empresa que asumieron con todos los riesgos.

En abril de 1886, en lo que hasta hace unos años se consideraba la última carta de Cézanne a Zola:

Mi querido Émile, 

Acabo de recibir La obra que has tenido a bien enviarme. Agradezco al auto de Los Rougon-Macquart este testimonio del recuerdo, y le pido me permita estrecharle la mano pensando en los viejos tiempos.
Tuyo bajo la impresión de los tiempos transcurridos.

Paul Cézanne

Esta penúltima carta (la última en la edición Rewald) de Cezanne puede parecer distante, tratándose de un camarada de más de treinta años. Parece, y ciertamente lo es. Lo mismo que la verdaderamente “última” (fue encontrada en 2012 entre los objetos familiares del artista), escrita un año después y fechada en París el 24 de noviembre de 1887:

Mi querido Émile, 

De regreso de Aix recibí el ejemplar de La tierra que has tenido la gentileza De hacerme llegar. Te agradezco el envío de esta nueva rama del árbol Genealógico de los Rougon-Macquart.
Te agradezco que aceptes mi agradecimiento y mis saludos más sinceros.

Paul Cézanne

Cuando regreses iré a visitarte para estrecharte la mano.

La promesa no se cumplió y nunca más los viejos amigos del Collége Bourbon volverían a encontrarse. Cézanne no vuelve a mencionar a Zola en su Correspondencia. En cambio, el novelista de  Thérèse Raquin solía preguntar a los amigos comunes por la situación del complicado pintor. El infausto 1886 señaló el fin de una de las amistades más estrechas y duraderas que he conocido entre un escritor y un artista. La fatalidad del dictum camusiano parece haber sido escrito tomando en consideración lo que ocurrió con Émile Zola y Paul Cézanne, “amigos del alma” hasta 1886.

La obra

La obra (L’oeuvre), como La tierra,  forma parte del ciclo Rougon-Macqrat, al igual que Nana, L’assommoir, Germinal o La bestia humana. De acuerdo con los apuntes de Zola, se trataba de exponer los pocos triunfos y tantas miserias de un artista moderno en busca de la obra perfecta. Las asociaciones con la balzaciana historia Chef d’oeuvre inconnue, eran conscientes para nuestro autor. Sin embargo, mientras en Balzac se trata casi de un relato fantástico, en Zola, como siempre, la historia respondía a sus difundidas teorías naturalistas. Claude Lantier, que es como se llama el artista, es un joven solitario, tímido, dedicado obsesivamente a la pintura (“habían dado la siete e la mañana, había trabajado ocho largas horas… sin descansar un minuto, de pie sacudido por un temblor febril”) y con una incapacidad sostenida para relacionarse con las integrantes del sexo opuesto “sa éternelle méfiance de la femme”, su eterna desconfianza de las mujeres. No había que ser muy agudo para darse cuenta de que, aunque fuera en parte, Claude Lantier se parecía mucho Paul Cezanne. Una semejanza que se encontraría en el origen de la ruptura entre ambos amigos.  Son tan indudables los rasgos comunes como las divergencias. Claude es un artista frustrado, que no era el caso de Cezanne, quien, para 1886, uno de sus mejores períodos creativos, ya era estimado y reconocido por colegas, críticos y compradores. Y aunque dado a períodos de melancolía, nunca fueron tan graves como el del protagonista de L’oeuvre, quien terminaría ahorcándose frente a su obra, la famosa oeuvre, sin terminar. Siempre me ha parecido que de ser cierto esta motivación de la ruptura, se trataría de una exagerada reacción por parte de Cezanne. En sus notas sobre la novela, Zola advertía que la personalidad de Claude, sus obsesiones e ideas sobre el arte, eran una combinación del comportamiento de sus amigos artistas; tanto como el escritor en la novela tenía su propia fisonomía enriquecida con la de otros escritores. No parece suficiente lo escrito en La obra como para producir una reacción tan radical como la de Cézanne. Tal vez algo en la descripción de Catherine, la compañera de Claude, haya herido la sensibilidad del artista al sentirla referida a su esposa. Por lo pronto, ninguna de las tesis asomadas parece explicar holgadamente la ruptura. Como quiera que sea, después de L’oeuvre, nada volvió a ser igual entre los dos viejos amigos. Zola parece haber olvidado que, como escribió Thomas Hardy, “la letra mata” y, que “nadie se teme lo bastante”, en palabras del poeta venezolano Teófilo Tortolero.


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