Imago Mundi

Vivir en Oxford

Fotografía de Dineshraj Goomany | Flickr

19/09/2020

Durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez (1974-1979) el Banco Central de Venezuela llegó a un acuerdo con el Saint Antony’s College de la Universidad de Oxford, y se creó la Cátedra Andrés Bello, similar a la Cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge, creada durante el gobierno de Raúl Leoni (1964-1969). La diferencia entre una y otra está en que la de Cambridge es para latinoamericanos y la de Oxford solo para venezolanos.

La Cátedra Andrés Bello se ganaba por concurso y, al obtenerla, uno viajaba allá con su familia a vivir en una casita que había comprado la Cátedra, gracias a su alma y tutor, el profesor Malcolm Deas, quien nos recibía con los brazos abiertos y nos entregaba una oficinita en el sótano de la casa que ocupa el Centro de Estudios Latinoamericanos donde íbamos a investigar. En pocas palabras: el paraíso terrenal. Un año investigando, con el compromiso de dar unas cuantas conferencias a alumnos de todas partes del mundo que estudian algún aspecto o región de América Latina.

La Universidad de Oxford comprende treinta y ocho colleges fundados en distintos momentos y por diversos motivos. El más antiguo es Balliol (1263), y entre los más recientes está Saint Antony´s (1950), integrado por varios centros de estudios enfocados en áreas del planeta, donde se forman los expertos zonales y culturales. Por eso está allí el Centro de Estudios Latinoamericanos, donde se dedican a la difícil tarea de entendernos.

La ciudad es pequeña y onírica, con joyas de la arquitectura gótica, y espacios inolvidables, como la Biblioteca Bodleian, una de las mejores del mundo. Es una ciudad universitaria que comenzó siendo una suerte de cruce de caminos (900 d.C.), que luego fue escogida por los anglosajones para establecer su primera universidad. Se estima que hacia el año 1100 ya se enseñaba en algún lugar de la urbe.

Fotografía de Martijn van Sabben | Flickr

Tomaba el autobús todas las mañanas para ir al Centro de Estudios Latinoamericanos, almorzaba en el comedor del college, y después en la tarde me venía caminando a casa. Trabajaba sin cesar, y los fines de semana los dedicaba a recorrer todos los vericuetos de la ciudad con mi familia, entonces nuestros hijos sumaban 14 y 12 años, edades en las que la experiencia inglesa fue una gran oportunidad para su formación y su visión del mundo.

La amabilidad de los ingleses es absoluta, siempre y cuando las personas hayan sido presentadas y el diálogo haya sido admitido por ambas partes. De lo contrario, no es posible. Si una persona no autoriza que otra le dirija la palabra, esta segunda no puede hacerlo, en respeto a su individualidad. Son temas extraños para nosotros que hablamos hasta con los minerales del camino. La individualidad es sagrada. No se puede irrumpir allí sin permiso.

Lo otro es la puntualidad, pero hay un mito con esto, ya que toleran los llamados “quince minutos reglamentarios”, y ya después no se espera a nadie, como es lógico. Mi experiencia señala que los alemanes son más puntuales que los ingleses, y sin quince minutos de tolerancia. En todo caso, la clave de plata del mundo desarrollado está en el uso del tiempo. A nosotros esto nos cuesta un jurgo, como dicen en Colombia.

Todos los patios internos de los edificios de los colleges están sembrados de grama y nada más. Nuestro espíritu barroco (horror vacui) no habría admitido esto: los habríamos sembrado de maticas, piedritas, esculturitas. Felizmente, allí no hay nada, son patios austeros como la cultura inglesa. Un solo ejemplo: es algo de muy mal gusto tener mucha ropa y, por lo contrario, nada es mayor signo de templanza y carácter que tener zapatos viejísimos en perfecto estado, o fluxes añejos en condiciones inmaculadas. Los esfuerzos de la publicidad están en estimular el consumo, pero no siempre lo logran: son siglos de adversidades, una cultura naviera, muchas guerras, como para andar por la vida gastando en cosas inútiles. El consumismo se enfrenta a una cultura milenaria.

Fotografía de Adrian Dennis | AFP

Son muchos los signos distintivos de este pueblo ejemplar. No sólo cuna del liberalismo y la revolución industrial, sino una fábrica asombrosa de deportes. En Gran Bretaña nacieron el cricket, el rugby, el tenis, el tenis de mesa, el hipismo, el golf y el fútbol, y los que no fueron inventados por ellos también los juegan bien. Además, con base en estos deportes nacieron otros, en otras geografías. El béisbol le debe al cricket; el futbol americano al rugby, por citar dos ejemplos.

La arquitectura de los años 60 y 70 del siglo XX causó daños en Oxford, pero daños puntuales y menores. La mayor parte de los edificios son de agujas góticas. En los bordes de esta micro urbe una trama de calles y rotondas organiza el tráfico. Con las obras de saneamiento del río, los peces han vuelto, y los pescadores se meten en el agua hasta las rodillas a tentar a incautos. Uno los ve desde los pubs a orillas del río, dando cuentas de una cerveza. Mención aparte merecen los parques de la ciudad, que siguen la misma norma minimalista: árboles y grama, con algunos puntos de flores. En cambio, los jardines ingleses en la parte de atrás de las casas son variadísimos en especies, en plantas comestibles. Contrastan el jardín público y el privado. Da mucha tela para cortar. Es como si la unicidad pública hallara su contrapartida en la variedad doméstica, algo así como portarse circunspectos toda la semana y el viernes emborracharse hasta morir en la cantina de la esquina.

Recordar las librerías de Oxford de varios pisos y suspirar, es lo mismo. También, el plan de caminar sin rumbo por sus callejuelas, topándose con placas discretas que señalan que en tal casa vivió Isaac Newton y en tal laboratorio trabajaba, o asistir a una conferencia de un Premio Nobel de Economía y sumar quince personas en el público y el conferenciante fascinado por la cantidad de gente que lo escucha, son motivos de suspiro. Recordar al señor Wilson, en una ferretería a la que fui muchas veces y disfruté de su perfecto lenguaje, de sus atildadas indumentarias, de su dulce histrionismo en el trato y de su experticia, me llevan a sonreír. No he conocido a nadie que supiera tanto de tornillos, bombillos, destornilladores, al punto de que hacía filosofía de las diferencias entre unos y otros. Algo conmovedor. El ejemplo vivo del amor al trabajo.

Llegamos a Oxford en 1999 y allí estuvimos hasta el año 2000. Isaiah Berlin había muerto en 1997, pero busqué la manera de informarme del café y el restaurante que frecuentaba y me senté allí a tomar un té con scones en su nombre. En 1989 Javier Marías, quien vivió varios años en Oxford, había publicado una novela con el título del college donde enseñaba Berlin: Todas las almas. La leí estando allá y, sin ser yo un experto en su obra, esta novela es la que más me ha gustado de todas las que ha escrito. Recoge el espíritu de la ciudad: grandes pasiones amorosas, subrepticias, en un ambiente apacible y armónico. Inglaterra, en pocas palabras. Quienes creen que los ingleses son fríos y distantes solo ven lo aparente, ignoran el río que corre debajo de una urbanidad teatral y maravillosa. Entre irónica, cínica y genuina. Además, no hay problema que no pueda resolverse frente a una taza de té a las cinco de la tarde.


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