Fotografía de Ronaldo Schemidt | AFP
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Borges atribuía parte de la virtuosidad lingüística de James Joyce al hecho de que fuese originario de un país –Irlanda– que no necesitara tener una lealtad con una cultura poderosa en particular. Esa es la diferencia básica entre la literatura inglesa y la irlandesa, que esta última es mucho más rica en talento proporcionalmente según población que la del país que ejerce la presión de ser su centro: Inglaterra. Esa misma condición afortunada se la atribuía Borges a los judíos: la errancia como forma de acumular conocimientos para llevarlos siempre consigo y el enriquecimiento cultural con todo lo pueda ser absorbido en cada tierra que pisen. Que Shakespeare haya sido inglés es un hecho sin importancia, en este sentido. Porque el gran bardo inglés era de una condición de genialidad tan difícil de asimilar, que lo hubiese sido en cualquier cultura y en cualquier lengua. Consideraciones que tengan que ver con intentos (pueriles) por desprestigiar ese talento, tratando de atribuir su grado de influencia al poder de su “nacionalidad” o su lengua es absurdo. Al contrario, no sería osado pensar que la importancia actual de la cultura o el idioma de los ingleses se debe, en parte, a Shakespeare y no al revés.
Emil Ciorán decía que haber nacido en Rumanía había constituido una indudable ventaja para la formación de su amplia y provocadora perspectiva filosófica; consideraba a ingleses y franceses muy provincianos. Las culturas de estos países eran tan ricas y absorbentes que más bien limitaban demasiado a sus propios ciudadanos porque tenían mucha dificultad para poder ver más allá de su propia tradición. Esa es la gran suerte que tenemos quienes no somos oriundos del centro, sino de la periferia: la naturaleza nos ha impuesto el pensamiento a contracorriente y nos ha dotado de la capacidad de cuestionar instintivamente los dogmatismos. Además de poder convivir con el espléndido relativismo de la variedad cultural y lingüística. Cualquier intelectual latinoamericano tiene nociones y conocimientos importantes de las leguas inglesa y francesa, por ejemplo. Y eso sólo puede hacernos ensanchar nuestro mundo. Estamos (demasiado) acostumbrados a mirar hacia afuera. La mala suerte es que las relaciones de las periferias entre sí no pueden darse de forma directa; están obligadas a pasar a través del centro cualquier contacto recíproco. Del mismo modo que, por ejemplo, un ciudadano ecuatoriano se comunica con un ciudadano chino hablando en inglés, las relaciones culturales establecen sus propios sistemas de filtro y de designio. La pregunta sería si toda periferia desea convertirse en centro o, al menos, convertirse en centro de otras periferias menores. Las relaciones de poder se mueven siempre en el ámbito en el que la lucha sólo es un intento de sustitución: no se puede ir contra el poder como abstracción, porque el poder se mueve y siempre prevalece. Lo posible sería ir contra un poder concreto establecido y ejercido por determinadas personas y lo que se pretende en última instancia, más que abolirlo, es alcanzarlo.
Las tendencias actuales que intentan enfocar el asunto con posturas críticas y desde la perspectiva de los Estudios culturales o desde los Estudios postcoloniales, entre otros, suelen estudiar cualquier fenómeno actual en base a la idea de que todo debe ser explorado desde supuestos ideológicos, étnicos o sociales. Esta perspectiva es loable cuando logra que ciertos fenómenos menos atendidos adquieran una luminosidad de la que carecían; sin embargo, reedita el riesgo permanente de la dogmatización, porque hace creer que todo objeto de estudio puede ser explicado entonces con el mismo esquema y el mismo procedimiento “reivindicativo”, obviando no sólo la multiplicidad de casos, sino sobre todo la infinitud de variantes y matices de cada uno.
Algunas culturas son dominantes sobre otras del mismo modo que algunos seres humanos lo son con respecto a otros. Eso, nos guste o no, no cambiará jamás. Las luchas por el poder son inherentes a nuestra naturaleza humana y tiene innumerables ámbitos y niveles. La literatura no es un objeto de estudio homogéneo que deba ser sometida a determinados procedimientos de análisis e interpretación concretos para extraer las “explicaciones”, sino que participa de los mismos ámbitos difusos y misteriosos del arte. Asomar la posibilidad de que este foco puede reconducirse hacia la interpretación ideológica, étnica o social sería obviar la esencia misma de la literatura. No se trata de precisar de forma definitiva si la literatura tiene o no implicaciones políticas, se trata de reafirmar su condición de ambigüedad al respecto. Una obra de teatro o una novela no son políticas nunca y, al mismo tiempo, nunca dejan de serlo. Cualquier afirmación categórica revela incomprensión del fenómeno y habría que insistir una y otra vez en el perspectivismo quijotesco: donde unos ven un yelmo otros verán una bacía de barbero. Y el objeto en cuestión no es que sea una cosa ni la otra, sino ambas a la vez. La teoría del “baciyelmo” sigue siendo la más asombrosa muestra de modernidad que ha dejado colar la novela summa: nada es lo que parece, y nada deja de ser lo que parece a la vez. El mundo es inconmensurablemente complejo y la literatura está empeñada en resaltarlo. La lectura es la forma más radical de comprometerse con esa visión en la que lo único que realmente merece reivindicación es la dignidad humana sin distingos y la nobleza del dolor, sea del signo que sea.
En este sentido, el caso de la literatura venezolana sería muy representativo. Más allá de sus esplendores y miserias, la literatura venezolana ha sido poco estudiada y atendida en el extranjero con el debido merecimiento. Incluso, ha formado parte de la periferia de la periferia -dentro de América Latina- por mucho tiempo. Las hipótesis aducidas que intentan explicar el asunto son numerosas y algunas bastante consistentes. Durante muchas décadas, los venezolanos no fueron emigrantes, sino (los que podían) viajeros ocasionales. Muy pocos necesitaron abrirse campo -y mundo- en el extranjero. Nadie quería huir del país; todos querían pasear y volver. Aprovechar ciertas “ventajas” de otros lugares y luego regresar a las nuestras. Y precisamente, esa era la mayor ventaja. Salir, ver y regresar. El arco completo del viaje como pequeño regreso psíquico. Los escritores, por ejemplo, no se planteaban nunca “salir” y “dar a conocer” sus obras afuera, porque el mercado anhelado se hallaba dentro, así como las posibilidades editoriales y anímicas. Como es harto sabido, esta situación cambió radicalmente: el viaje de ida sin regreso se ha convertido ahora en el deseo de muchos. Más allá de las peculiaridades de cada caso, los venezolanos incorporaron la palabra “exilio” -externo o interno- a su vocabulario. Este cambio abrupto y traumático (que cada quien vive a su manera) viene acompañado de un desgaste anímico y social indudable y, lo más triste, de una descomposición social que es percibida con mucho recelo en el extranjero. La ciudadanía venezolana gozó durante décadas de un aceptable prestigio que, en la actualidad, se ha evaporado dolorosamente. La paradoja es que, quizás, nuestra literatura nunca había sido tan atendida (aunque no lo suficiente, admitamos) en el extranjero como ahora. Las razones serán muchas y no faltará la curiosidad política. Este fenómeno puede deberse también, tal vez sin darnos cuenta, a esta nueva actitud de los venezolanos de afuera y no sé por qué me recuerdan esas armas que conscientemente esgrimió Joyce para emprender su asombrosa obra maestra: el silencio, el exilio y la astucia.
Juan Pablo Gómez Cova
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