Vencidas

14/03/2022

Enrique y Elizabeth Meza Granados retratados por Roberto Mata

La doctora le dijo a la familia: “No se la lleven. No va a llegar ni al ascensor. Vamos a cuidarla y no dejaremos que sufra”. Ella insistió en volver a casa.

La salida del hospital fue durante la madrugada. Hubo que despertar a un enfermero que ofreció resistencia para permitirle la salida, aunque el alta ya había sido firmada. Frente a la ambulancia, a punto de que Elizabeth abordara, le quitó la vía intravenosa por donde recibía el suero y ante los padres aseguró: “No la va a necesitar, señor. Se va a morir en el camino”.

*

A Elizabeth Meza le gustaba hacer panadería en el horno de su casa para vender a los vecinos, hasta que un día no pudo hacerlo más debido a un fuerte dolor en el brazo derecho. Sus padres la llevaron al traumatólogo local, quien luego de una evaluación inicial les dijo: “Esto no es conmigo. La voy a remitir a un especialista en Caracas”.

Llevar a Caracas a su hija para determinar qué tenía y curarla se convirtió en la única misión de Enrique y Elizabeth, padres de seis, tres hombres y tres mujeres, entre ellos la penúltima Elizabeth. Ambos pusieron una pausa a sus vidas.

El intento de tratarla por la vía privada no pasó de un par de consultas ni alcanzó para una biopsia. El patrimonio familiar se agotó en poco tiempo, así que la única opción fue la salud pública. Lograron ser remitidos al Hospital Padre Machado, en Caracas.

Los doctores diagnosticaron osteosarcoma, un tumor de células malignas que se origina en el tejido óseo y que en el brazo lucía como un músculo atlético y desarrollado. El médico a cargo del caso ordenó un tratamiento de quimioterapia y les dio dos opciones: operar para colocar una prótesis que permitiera preservar el brazo o amputarlo.

No había prótesis posible. Cualquier solicitud que implicara dólares estaba fuera de alcance. El cirujano oncólogo tratante no quería cortar el brazo de Elizabeth y se decantó por una alternativa que no había sido planteada hasta ese momento: tomar parte del peroné de su pierna izquierda y colocarlo en el brazo. Un injerto óseo. No hubo que amputar.

Las noches después de la operación de la pierna y del brazo fueron frías y largas. Elsibeth, hermana de Elizabeth, de 28 años y especialista en manualidades de piñatería, la acompañó cada noche y cada día. Nunca logró dormir bien.

Durante la estadía de Elizabeth en el hospital la muerte se convirtió en costumbre para todos. Suele llegar durante la noche. Cuando fallece un paciente en el Hospital Oncológico Padre Machado se sabe por dos razones: el llanto de los familiares y el ruido que hace la camilla que se utiliza para retirar los cuerpos. Tiene las ruedas flojas.

Si la muerte ocurría en alguna habitación cercana, Elsibeth volteaba a Elizabeth y le ponía música en el teléfono para que no escuchara. Nunca comentaban nada. Lo hacían juntas y de forma automática. Algunos ancianos se van estando solos, ya abandonados por sus hijos. En esos casos, las ruedas de la camilla se encargan de dar el parte: no hay quien llore.

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A Elizabeth le practicaron una cirugía, recibió alrededor de 260 dosis de quimioterapia y acumuló cerca de 20 kilos de placas y tomografías.

Su historia médica era tan grande que no se podía cargar el expediente con una mano. Estaba lista y le darían de alta después de unos días de recuperación tras las últimas quimioterapias. Pero una noche se desmayó estando en el baño y sintió que se quedaba sin aire.

Había logrado superar un osteosarcoma pero ninguno de los médicos especialistas que la trataron detectó a tiempo una rareza oncológica: un tumor en el corazón.

Enrique, su padre, fue el encargado de informarla sobre el nuevo diagnóstico. Le dijo que tenía un tumor en el corazón, que eso causaba el dolor en el pecho y el ahogo que la asfixiaba. Le dijo que comenzaría un nuevo tratamiento de quimioterapias y, por primera vez en la vida, le mintió: le dijo que se recuperaría. Se lo dijo con amor en el rostro y dolor en el cuerpo. No mencionó que ya no había nada que hacer, que el médico le había explicado que podía morir en cualquier momento a partir del instante de pronunciar esas mismas palabras.

La respuesta de Elizabeth desarmó al padre.

— No permitan que me vaya estando acá.

Para la familia fue imposible conseguir una ambulancia gratuita en Caracas para trasladar hasta Falcón a un paciente que requería oxígeno y el acompañamiento de un médico y un paramédico. Estephany, la hermana menor, lo logró moviendo contactos en Punto Fijo.

Desde allá llegó una camioneta blanca pick-up convertida en ambulancia. Sin oxígeno. Sin paramédico. Sin médico. Sin aire acondicionado. Tenía rotos los cristales de las ventanas y las puertas amarradas con alambres. Era la mejor opción disponible para el regreso.

Uno de los choferes le dijo: “Elizabeth, si te pones mal paso directo al hospital y no paro en tu casa”. Elizabeth habló durante todo el recorrido. No requirió oxígeno y se bajó caminando, sin aceptar la camilla y con la peluca puesta, a pesar del calor que le daba.

Los dos choferes recorrieron los 550 kilómetros que separan a Caracas de Punto Fijo en cinco horas.

Elizabeth llegó a cargar a su perra Wendy Josefina, una poodle de 12 años. Regresaba a casa después de dos años. También escuchó “Payaso”, interpretada por Luciano Pavarotti. Pintó y dibujó. Le hubiera encantado hacer panadería. Lloró.

Durante dos meses su hermana Eisbeth se encargó de suministrarle las drogas para controlar el dolor. Pasó la mayor parte del tiempo dormida, hasta que un día pidió que no la doparan. Quiso ver cómo era estar despierta.

El dolor pudo más.

Algunas noches gritaba mientras dormía. La familia encontraba consuelo en la explicación que les habían dado en el hospital: los gritos eran una señal que indicaba que el cerebro estaba dejando de funcionar. Los médicos le pidieron a la familia no interpretarlo como dolor. Les dijeron lo que iba a suceder paso a paso. El guión se cumplió a cabalidad.

— Papi, tengo miedo. ¿Qué va pasar?

Fue lo último que dijo.

Elizabeth. Fotografía de Roberto Mata

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Abdón, de 25 años, es el único de los hermanos varones que aun vive en casa. Fue diagnosticado autista y presenta trastornos de conducta.

La extraña. Le escribe mensajes por WhatsApp. No recibe respuesta. Como todos, sólo quiere saber si está bien… si está en paz.

Enrique, el padre, temía haber dejado de creer en Dios. Y para salir de la duda acudió a la iglesia a hablar, a que lo escucharan llorar, pero el cura sólo mostró interés por sus pecados. Ahora afirma que la Iglesia no le importa. Siente culpa por la muerte de su hija y sabe que de no levantar cabeza durará poco por el estado de abandono en el que vive.

Eisbeth le perdió el miedo a la muerte. Ya se llevó lo que más le importaba: su hermana. La ve en la calle, en el autobús, siente que la toca. Son espejismos.

Elizabeth, la madre, extrañó a su padre durante la enfermedad y muerte de su hija, un reconocido médico que vive en los andes venezolanos. Un papá lejano después de haberse divorciado y formar nueva familia. También un abuelo que perdió a una de sus nietas sin haberla conocido. No ayudó.  No hizo alguna llamada a Caracas para facilitar algo ni estuvo para un abrazo cuando hizo falta. Elizabeth no cultiva el rencor.

Cuando fue al cementerio lo hizo con la luz de la tarde y sola. Nadie quiso acompañarla. Se perdió al no conseguir la tumba de su hija. Recordaba que era la primera en la hilera, hasta que entendió que el cementerio había crecido durante esos meses y que ya existían cuatro nuevas filas.

La muerte ha ganado terreno.

*

La familia donó los tratamientos de quimioterapia, pero luego se enteraron de que nunca fueron utilizados. Una enfermera les explicó la razón.

— Esas quimioterapias están reetiquetadas. Estaban vencidas y les pusieron etiquetas nuevas como si estuviesen vigentes. No sirven. No sirvieron.

***

Este artículo fue publicado originalmente en Prodavinci el 15 de octubre de 2015


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