Fotografía de Osmar Valdebenito | Flickr
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Arrancamos la Cuarta Temporada de Domingos de ficción. En esta oportunidad publicaremos una serie de relatos escritos por periodistas, profesionales cuyo escenario natural no es la ficción. La muestra, curada por Óscar Marcano, comienza con Cristina Raffalli, comunicadora social (UCAB) con máster en Estudios Hispánicos por la Sorbonne, donde realiza actualmente un doctorado. Colaboradora de Prodavinci, es autora de Al ritmo de Gerry Weil (2016) Delta, tierra de agua (2000) y coautora de varios libros corporativos e institucionales. En su segunda residencia en París desde 2013, se desempeña como docente universitaria, combinando su actividad principal con el trabajo de intérprete en interrogatorios policiales. El siguiente relato forma parte de su próximo libro, Delitos menores, su primera experiencia en la escritura de ficción.
Mi teléfono sonó a mediodía. Antes de ver quién era, le sonreí a la idea de que fuese Lazare, de la agencia de intérpretes.
–¿Disponible para una intervención en español, en la policía del 93? Puede ser largo. Es una notificación de detención, seguida de un interrogatorio. También está prevista una confrontación, pero probablemente no sea posible hacerla hoy sino mañana. ¿Lo tomas?
–Sí, claro. ¿Sabes de qué se trata?
–Violencia familiar.
–¿Una mujer golpeada?
–No, un padre violento. Las víctimas son niños.
–¿Las víctimas?
–Sí. No sé cuántos, pero son varios niños. No me dijeron más.
–Envíame la dirección y salgo.
Hice un breve silencio.
–Oye, Lazare –repuse–. Esto pinta feo. Habiendo menores de por medio, el caso llegará a juicio y esto será cosa de días.
–¿Pero puedes? Si te necesitan para el resto de la semana, ¿vas a poder ir? Recuerda que no les gusta cambiar de intérprete a medio camino.
–De poder, puedo. Pero va a ser fuerte. Nunca he asistido a casos de violencia contra menores.
–Ánimo. El detenido es africano y ese tipo de violencia es muy frecuente en esas familias.
Lazare, africano también, sabía de lo que hablaba.
–Buenas tardes, soy la intérprete solicitada por monsieur Morel. Brigada de protección familiar.
–Madame Morel, no monsieur –respondió cortante la recepcionista–. Al fondo del pasillo, última puerta –agregó mirándome por encima de los lentes, con gesto de profesora amarga, al tiempo que me extendía el carné que debía colgar de mi cuello para ingresar a la comisaría.
Con la oficial Morel, rubia, de unos 50 años, delgada, mirada franca y semblante cansado, se encontraba otra mujer, maître Chebab, abogada, menos de 35 años, piel morena, grandes ojos verdes. Conversaban. Me precedía una atmósfera de entendimiento, de concordia.
–Mucho gusto, madame. Soy la oficial a cargo y le presento a maître Chebab. El detenido ha solicitado un abogado defensor y ha tenido la suerte de que sea ella.
Acompañó la presentación de un gesto simultáneo de la mano y la cabeza, una breve pero doble reverencia que dejaba claro el respeto que sentía por la joven profesional. La abogada agradeció, apurando una sonrisa sobria e institucional. Acto seguido, se dirigió a mí:
–Quisiera que vayamos de una vez a ver al acusado. Es un hombre de 40 años, nació en Malaui, pero vivió en España durante… –revisó el expediente– 10 años. Tiene la nacionalidad española y lleva menos de un año en Francia. Dice que es herrero de oficio, que ahora está desempleado. Su esposa lo acusa de haber golpeado a sus cuatro hijos. La mayor tiene 16 años, el menor cinco. ¿Vamos?
Un olor repugnante suele anunciarse a muchos metros de las celdas de los detenidos. No importa en cuál distrito de París o de sus suburbios se encuentre la sede de la policía, esos recintos tienen exactamente el mismo olor inmundo. Por más que uno recorra antros, pasadizos subterráneos, psiquiátricos, cuarteles, tugurios de mineros, sitios de reclusión de otra naturaleza, jamás encontrará el particularísimo hedor de las celdas de las comisarías.
En esos habitáculos de 3×3 metros, donde suele estar un detenido a la vez y por un máximo de dos noches, se va depositando la suma de fluidos y emanaciones de cientos de cuerpos, que terminan formando un mismo amasijo de miserias ciegas y sin nombre. No se parece al olor de los vehículos policiales que en el trópico transportan cuerpos sin vida. No. Aquí no hay sangre derramada, ni un sol furioso que la transforma en grito. Tampoco se parece al olor de la morgue, con sus fatalidades sobadas por el formol. Esto es otra cosa. De estas celdas los hombres salen vivos hacia el tribunal o hacia la calle. Lo que queda es la exhalación oxidada de sus daños, sus rabias, sus miedos.
Maître Chebab, dos pasos delante de mí con su cartera al hombro y el expediente aprisionado entre las costillas y el codo, caminaba por el largo corredor formado por las celdas de gruesas puertas de acrílico. Avanzaba sin mirar, ni de reojo, hacia dentro de los calabozos. A mí, en cambio, siempre se me ha hecho difícil no proyectar mi curiosidad hacia esos nichos de abatimientos, incertidumbres y ruegos donde siempre he tenido la impresión de ver al mismo hombre. El mismo, en una celda más joven, en la siguiente más alto, en la próxima más blanco, menos abrigado, el mismo sentado aquí, de pie en la siguiente puerta. El ansioso que se levanta apenas siente los pasos. El que ya casi sabe lo que le espera y apenas concede un vistazo por reflejo. El que no se mueve, de cara a la pared, tendido sobre su costado, de su pantalón brotando la hendidura superior de unos glúteos hartos de soportar el peso de las horas.
El hombre en cuestión estaba en uno de los últimos calabozos. Mwana, se llamaba. Estaba sentado sobre el bloque de concreto que hace las veces de catre. Cabizbajo, dejaba reposar su frente entre las palmas, los codos sobre sus rodillas. Apenas sintió el ruido de la cerradura, sus manos se separaron veloces, como una mariposa gigante que se defiende volando.
Alzó la cabeza y fijó sus ojos en nosotras. Se levantó de un brinco, dueño de todos sus movimientos. Era muy alto y de contextura sólida. Al verlo imaginé la fuerza que sería capaz de desplegar. Sentí que se me enfriaba la sangre al pensar en aquellos niños recibiendo el impacto de sus golpes.
El funcionario a cargo de la vigilancia de las celdas trajo dos sillas. Me presenté, le comuniqué que sería su intérprete. La abogada dio inicio a la entrevista preliminar:
–Señor, ¿sabe usted por qué está detenido?
–Me acusan de haber agredido a mis cuatro hijos.
Su español era más que correcto. Su dicción clarísima se imponía sobre un acento difícil de identificar.
–¿Puede usted decirme quién lo acusa?
–Mi esposa.
–¿Reconoce usted haber agredido a sus cuatro hijos?
–No.
–En ese caso, la policía debe abrir una investigación. En este momento sus hijos están siendo examinados por el forense, quien debe constatar las lesiones. Su interrogatorio comenzará al llegar el informe médico, ¿de acuerdo?
–Sí, madame, de acuerdo.
–¿Ha comido usted?
–Sí, madame.
–¿Toma algún medicamento que necesite que le administremos?
–No.
–Tiene derecho a una llamada telefónica. ¿Desea llamar a alguien?
–Sí. Quisiera llamar a mi hermana.
–Daré instrucciones. Usted dice que no agredió a sus hijos. ¿Sabe por qué su esposa lo acusa de haberlo hecho?
–No lo sé, madame, pero quisiera saberlo.
–¿Quiere decir algo más? Solo manejando la verdad de los hechos podré garantizarle la mejor defensa posible.
–Le diré todo lo que quiera saber, madame. Responderé a todas las preguntas que me haga.
–Tan pronto llegue el informe procederemos al interrogatorio.
Salimos de la celda. Maître Chebab me miró y negó con un movimiento de cabeza, como diciendo “qué horror”. Yo hubiera querido decirle que no me gustaría estar en sus zapatos. Tener la misión de defender a un hombre como ése. Que no podía imaginar las operaciones de conciencia que hay que hacer para ejercer una profesión como la suya. Quería decirle que la admiraba y al mismo tiempo la compadecía. Pero no le dije eso ni le dije nada.
Subimos a la oficina de madame Morel. Estaba contrariada, el ceño fruncido, mientras hablaba por teléfono.
–Francamente, doctor: eso tenían que habérmelo avisado más temprano. La falta de comunicación siempre complica las cosas y produce costos.
Colgó y distendió su frente, pero no el rictus de su quijada. Estábamos ya sentadas frente a ella y sin embargo habló sin vernos a la cara. Sus ojos estaban fijos en los papeles y objetos dispersos sobre el escritorio.
–Los menores no acudieron a la cita con el médico forense –dijo antes de tomar el teléfono y dar la orden:
–Por favor, suba a mi oficina.
A los pocos segundos, un agente uniformado escuchaba instrucciones:
–Necesito que mande una patrulla a la casa de esta familia y lleven a los cuatro menores a la consulta del Dr. Huméry. Y traiga al detenido, por favor.
Firmó un papel y lo entregó al policía, quien salió inmediatamente.
Para maître Chebab, lo que acababa de observar era información sólida. Ahora quería saber más:
–Oficial, ¿ha hablado usted con la escuela?
–Sí, hablé con las maestras de los más pequeños. Todas dan la misma información: los tres van muy bien en la escuela, son niños sin problemas psicosociales ni de rendimiento académico.
–Eso confirma nuestra primera impresión, ¿no?
–Así es.
El acusado se detuvo en el quicio de la puerta. El policía que lo acompañaba trajo otra silla. Se sentó entre la abogada y yo. Lucía cansado. O triste. Cómo saberlo.
–Señor, ¿podría usted decirnos qué pasó anoche en su casa?
–Tuvimos una discusión muy fuerte, mi esposa, mi hija mayor y yo.
–¿Por qué discutieron?
–Porque mi hija no pagó la cantina y los tres pequeños pasaron todo el día en la escuela sin comer.
–¿Por qué es su hija quien debe pagar la cantina y no usted o su esposa?
–Porque ni mi esposa ni yo sabemos leer.
–¿Y eso qué tiene que ver?
–Que los pagos semanales de la cantina se deben hacer por internet, madame. Por eso siempre es mi hija mayor quien se encarga.
–¿Y por qué ella no lo hizo esta vez?
Mwana bajó la mirada y buscó, en su silencio, la fuerza para responder.
–Porque no quedaba dinero en mi cuenta.
–¿Y en qué se fue el dinero, señor?
–En un teléfono.
–¿Cómo dice?
–En un teléfono móvil, madame.
–¿No le parece a usted una enorme irresponsabilidad gastarse el dinero de la cantina de sus hijos en un teléfono?
–Sí, madame, por eso discutimos. Aminata, mi hija mayor, lo había comprado por internet sin decirme nada. Ella es quien maneja mi cuenta, porque sabe leer y habla francés. Es muy inteligente. A los seis meses de estar aquí ya hablaba el francés perfectamente. También habla español como una españolita, aunque ella es la única de mis hijos que no nació en España.
–¿Cómo comenzó la discusión anoche? –retomó la oficial Morel.
–Yo tendría como cinco minutos de haber regresado a la casa cuando los pequeños llegaron haciendo mucho ruido y gritando. Entraron directamente a la cocina y Fatimatou, mi esposa, ya les tenía la comida lista. Entré a la cocina para saludarlos y los vi comer a toda velocidad y con malos modales, con las manos, quitándose la comida unos a otros. Les dije que se comportaran, que esa no era manera de comer. Ellos me miraron y siguieron comiendo igual. Entonces Fatimatou comenzó a decir que yo era demasiado estricto con ellos. Así comenzó la discusión.
–En ese momento, ¿usted sabía que no habían comido durante el día?
–No. De haberlo sabido, no les hubiese llamado la atención.
–¿Cómo se enteró de la compra del teléfono?
–Porque al rato llegó Aminata y lo vi en sus manos. Un teléfono último modelo. Le pregunté de dónde lo había sacado. Me dijo que ese no era mi problema. Que era un regalo. Pero uno conoce a sus hijos, madame y yo sabía que me estaba mintiendo.
–¿Y ella terminó por decirle la verdad?
–No, madame.
Buscó fuerza en unos segundos de silencio, antes de retomar la palabra:
–Salí a casa de mi hermana, que vive bastante cerca de nosotros, para pedirle que me ayudara a ver cuánto dinero quedaba en la cuenta, con la tarjeta del banco, usted sabe. Ella sabe francés. Ella llegó de España antes que nosotros. Fuimos al cajero automático y vio que no quedaba nada.
–Entonces usted volvió a casa.
–Sí.
–Y volvió fuera de sí, según ha dicho su esposa.
–Así es, madame. Yo reconozco que estaba muy alterado y que cuando yo me altero…
–Agrede a su esposa e hijos.
Mwana bajó la cabeza y no respondió. Morel retomó:
–Los vecinos que hemos interrogado dicen que escucharon gritos y muchos ruidos de objetos rompiéndose.
–Sí, madame. Yo rompí… no me acuerdo qué, algo que estaba en la mesa.
–¿Y con esos objetos golpeó a los niños?
–No, madame.
–¿Con qué los agredió? ¿Con las manos? ¿Con los pies?
–No toqué a mis hijos. No toqué a mi esposa. Solo rompí lo que estaba sobre la mesa, unos vasos, me parece. Creo que lancé hacia la puerta un taburete. Y salí del apartamento.
–¿Por qué salió?
–Porque no quería terminar de perder la cabeza. Yo estaba muy alterado, preocupado, tenía mucha rabia. Y ya yo he aprendido que cuando me siento así, lo mejor es salir de casa. Me voy a la calle, camino un rato, me siento en algún banco y cuando me tranquilizo, regreso.
–¿Qué pasó cuando volvió a su casa?
–Mi hijo, el de 8 años, me dijo que tenía que pagar la cantina esa misma noche porque si no, al día siguiente pasarían de nuevo el día sin comer. Fue en ese momento cuando entendí que además de haberse gastado todo el dinero del mes en un teléfono, Aminata no había pagado la cantina. Entonces fui a su cuarto. Su mamá estaba con ella, las dos estaban pintándose las uñas. De nuevo comencé a gritar. Yo sé que tengo ese problema. No puedo hablar tranquilamente cuando algo me molesta. Ellas se lanzaron contra mí, insultándome con esas palabras que usan. En ese momento llegó la policía y me trajeron aquí.
Mwana se interrumpió, como si la voz se le hubiese disuelto en la garganta. Sonó el teléfono. Morel respondió sin dejar de mirar al detenido.
–¿Cómo dice? ¿Ninguno de los cuatro? ¿Ah? ¿Cómo que tres? Son cuatro… Gracias por llamarme, doctor.
La oficial colgó y dio una mirada significativa a la abogada, quien sonrió discretamente, o quizás amargamente.
–Vamos a hacer una pausa. Lo volveremos a interrogar, pero en presencia de su esposa.
Mwana regresó a su celda. Eran las cinco de la tarde. Buen momento para hacer una pausa. Maître Chebab y yo nos dirigimos a la máquina de café. Con su capuchino en la mano me miró en silencio por dos segundos.
–Quiero pedirle que observe bien a ese hombre y me diga si piensa que es culpable.
–¿Cómo? ¿Yo? Madame, yo…
–Sí, yo sé. Yo sé que usted es solo la intérprete. Sé que no debe. Pero yo soy la abogada de ese hombre y debo defenderlo sea o no sea culpable, así que nada cambia. Le doy mi palabra de que su opinión no va a influir en la mía, porque ya yo estoy segura de lo que pienso.
–¿Cómo puede estar segura, si ni siquiera ha terminado el interrogatorio?
–Tengo elementos –respondió, como si su respuesta no tuviera la menor importancia.
–Madame, yo no tengo la experticia para lo que usted me pide hacer. De mi parte, sería una total irresponsabilidad frente a un asunto tan serio. Además, yo siempre creo que los acusados son inocentes –le dije riendo un poco–. Siempre creo todo lo que dicen. Atribuyo sus contradicciones al nerviosismo y suele parecerme que los interrogatorios los atropellan. Casi siempre me equivoco y son culpables, así que de nada serviría mi percepción.
–No importa. Igual me gustaría conocer su opinión.
–Puesto que insiste y pidiéndole que esto no vaya más allá de una conversación frente a la máquina de café, algo me hace pensar que ese hombre es inocente.
–¿Qué le hace pensar eso?
–Que se defiende sin acusar a nadie. Me cuesta creer que un hombre que juega así de limpio sea capaz de golpear a sus hijos.
–Y entonces ¿quién los agredió?
–No tengo idea, maître. ¿Usted piensa que es culpable, que miente?
–No. Yo pienso que dice la verdad y que es inocente. Más aún, pienso que ese hombre es una víctima.
–¿Cómo dice?
–Digo que ese hombre no golpeó a sus hijos.
–¿Y quién, entonces, si no fue él?
–Nadie. Nadie ha golpeado a esos niños. Ellos tenían que ir al examen de medicina forense y no se presentaron. La madre no responde llamadas. Todo esto es una farsa.
–El informe forense estaba ya sobre el escritorio de Morel. Ninguno de los tres niños examinados presentaba lesiones. La patrulla había ido a buscarlos. La hija mayor no estaba en casa. Solo los más pequeños acudieron al examen médico.
–Tenía usted razón, maître –dije.
–Y yo también –agregó la oficial. Ahora lo que tenemos que saber es por qué esta mujer ha hecho la acusación.
La señora en cuestión llegó a la comisaría. La confrontación estaba por comenzar. La norma, en este tipo de figura, es que los dos implicados no se hablen directamente. Todo lo que uno y otro quieran decir debe pasar por las autoridades presentes.
Fatimatou era pequeña de estatura y muy delgada. Apenas dejaba visible una parcialidad de su rostro, tras su atuendo de mujer musulmana. No obstante, los colores de su vestido y del tocado que cubría su cabeza y buena parte de su cara eran vivos, cítricos, diferentes a los grises y pardos que suelen usar las musulmanas del norte de África. Sus manos, muy cuidadas, lucían anillos y unas uñas largas pintadas de rojo.
No entendía y no hablaba francés. Si acaso entendía o hablaba español, hacía todo lo posible por disimularlo. Cada vez que le transmitía una pregunta de la oficial, me miraba y movía la cabeza como para expresar que no estaba comprendiendo nada. Al cabo de tres o cuatro preguntas sin respuesta, Morel se puso ruda. Se levantó de la silla y se inclinó hacia Fatimatou por encima del escritorio casi gritando:
–Óigame bien, señora, porque lo que le voy a decir se lo voy a decir solo una vez. O usted responde a las preguntas que le estoy haciendo, o le abro un expediente por obstrucción a la justicia.
No hacía falta traducir las palabras. El tono y los gestos bastaron para que la mujer abandonara su táctica.
–Repito por última vez mi pregunta: ¿cómo explica usted que sus hijos no presenten ninguna lesión?
–No lo sé.
–Usted ha puesto una denuncia por violencia familiar. Su esposo ha pasado la noche y lo que va del día de hoy detenido sin pruebas en su contra. Hasta este momento lo único que tenemos es su palabra contra la de él. Así que me va a decir ya mismo por qué ha hecho usted una denuncia contra su cónyuge.
El tono amenazante de la oficial vulneró visiblemente a la mujer. Atrincherarse en su silencio había sido la única maniobra defensiva de Fatimatou. ¿Había pensado, quizás, que al no hablar francés iba a poder sostener la táctica? En todo caso, mi presencia y el tono de voz fulminante de Morel la dejaban desnuda. Una respuesta, cualquiera que fuese, era más aceptable que el silencio:
–Porque… ¡porque mi marido es un tacaño!
Todos los presentes nos miramos desconcertados. Mwana movió la cabeza a lado y lado, mirando al piso. Sin que mediara invitación y violando la norma, el hombre tomó la palabra:
–Tacaño… Fatimatou, nosotros no somos ricos. El dinero que recibimos es para buscar trabajo, para poder pagar el transporte y salir a la calle a buscar empleo, Fatimatou, y para pagar la cantina y la comida. ¿Tú crees que el subsidio familiar que nos da Francia es para que nos compremos teléfonos? Ese dinero lo dan a la gente pobre para que podamos comer y para que podamos buscar empleo, Fatimatou. Oficial, eso es lo que no entienden mi mujer ni mi hija mayor. Estos zapatos que tengo puestos me costaron 5 euros y con ellos ando todos los días sin problemas. Ellas, en cambio, ¡gastan hasta 40 euros en un par de zapatos, madame! Y yo les digo que cuando yo trabaje, cuando tenga un salario, podré darles todo lo que quieran, pero no ahora.
–Señora, ¿usted no trabaja? –interrumpió Morel.
–No, no consigo trabajo.
–¿Qué trabajo está buscando?
–Cualquier trabajo.
–¿Y usted qué hace para buscar trabajo? –interpeló Morel visiblemente irritada.
–Le pregunto a mis amigas.
Mwana interrumpió abruptamente:
–¡A tus amigas! ¡A tus amigas! Madame, ¡las amigas de mi mujer lo único que hacen es estar hablando entre ellas en el parque todo el día! ¡Ellas son, ellas son las que le metieron esta idea en la cabeza a Fatimatou!
La esposa se acomodó el velo por encima de la barbilla. La tela persistía en deslizarse y ella volvía a subirla como si con ello pudiese tender una muralla para rodear el fracaso de su plan.
La abogada, que había estado callada todo el tiempo, tomó la palabra:
–Madame, yo sé por qué usted mintió para perjudicar a su esposo.
La oficial Morel no pudo disimular su sorpresa ante la audacia de la abogada.
–Usted quiere que su esposo vaya preso porque tiene un amante.
La mujer se levantó de un salto, con la mano en el velo escurridizo, los ojos en llamas. Mwana miraba la escena como si se tratase de una película.
–¡Cómo se atreve! –atinó a decir Fatimatou–. ¡No tengo ni he tenido otro hombre en mi vida! El único hombre que he tenido en mi vida es él, ¡y es un tacaño, un miserable! ¡Un tacaño que cuenta los centavos! ¡Un miserable que no nos da nada a mi hija y a mí! ¡Mi hija tiene 16 años, quiere vestirse y estar bonita como todas las amigas, como cualquier muchacha de su edad! ¡Y este miserable no entiende eso! ¡Tacaño, miserable, lo odio!
–Y por eso, precisamente porque lo odia, usted quiere verlo en la cárcel, ¿no? –retomó Morel.
–Para que los mil euros que su marido trae a la casa todos los meses, en vez de servir para comprar las tarjetas de transporte, pagar la cantina de los niños y los alimentos de la familia, lleguen directamente a las manos de usted. Y que a eso se sume, además, la pensión adicional que le tocaría por ser su esposo el único sostén de una familia numerosa. Por eso usted no busca trabajo, o lo busca donde sabe que no lo va a encontrar. Es eso, ¿no? ¿Es esa la idea que le han dado sus amigas del parque?
Fatimatou no respondió. Mwana lloraba en silencio.
–Señora: ¿desea usted continuar haciéndonos perder el tiempo, o va a retirar su denuncia?
–Sí.
–Sí qué.
–Retiro la denuncia.
Acompañé a Mwana hasta que le entregaron sus pertenencias. Cuando estaba recibiéndolas, un grito agudo y feliz se escuchó desde la entrada: “¡Papá!”. El hombre brilló desde sus dientes grandes y blanquísimos. El niño, probablemente el más pequeño de sus cuatro hijos, corrió hacia él con los brazos abiertos. Mwana lo levantó y lo estrechó. Le hablaba en su lengua malauí, quién sabe cuál entre las que han sobrevivido a los embates de la historia. Detrás del niño, caminando lenta y cautelosamente, se encontraba una señora. Era evidente que ella lo había traído hasta la sede de la policía para que buscara a su papá. La abogada, maître Chebab, bajó por la escalera maletín en mano. Al ver la escena, dijo una palabra de cordialidad. Se despidió del grupo y cuando estaba a punto de salir, Mwana la detuvo:
–Gracias, maître.
–No, no es a mí a quien tiene que agradecer, sino a su hermana. Y con una sonrisa señaló a la mujer que acompañaba al niño.
La parada de autobús no quedaba muy cerca de la comisaría. Caminando hacia allá me encontré detrás de los dos hermanos y el niño, que caminaban juntos hacia la estación del metro. Se hablaban en español y alcancé a escucharlos:
–¿Por qué, Mwana? ¿Por qué aguantas todo esto? ¿Por qué no te divorcias de una vez? Ya tu suegro se murió y papá entenderá que aquí las cosas no son como allá.
–Esa no es la razón. Ya no me preocupa lo que piensen ellos ni la gente del pueblo.
–¿Y entonces qué te preocupa?
–Que, si me divorcio, es con ella que mis hijos van a querer quedarse. Yo no quiero que crezcan con ella y se vuelvan como Aminata. Fue Fatimatou la que la enseñó a ser así. Cuando ellas llegaron a España, ya el mal estaba hecho. No quiero lo mismo para mis otros hijos.
Me detuve para que se hiciera una distancia entre nosotros y no descubrieran mi presencia. Los vi alejarse entre semáforos y arbustos. Era mayo. El sol duraría aún muchas horas.
Cristina Raffalli
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