COVID-19

Una interminable derrota

24/08/2020

Fotograma de La peste. 1992

En la sala de reuniones, ubicada en el tercer piso del hospital, me acompañan el Dr. Rieux, el de Camus, venido de Orán; y dos médicos rurales enviados, uno, por Kafka desde no sabemos cuál rincón; el otro, el doctor de Estiria, emisario de Thomas Bernhard. Los presentes se muestran sorprendidos tanto por la convocatoria como por los equipos electrónicos y el tapabocas que usamos todos. Cumplidas las presentaciones, pido disculpas por interrumpir sus rutinas y explico las razones de la junta médica.

En este momento una nueva pandemia hostiga al ser humano. Se le conoce popularmente como covid-19. La misma se instaló en cada ciudad, calle, casa; bulle entre nosotros. Inicialmente estimamos que se trataba de una amenaza lejana, banal –valiéndome del computador muestro su desarrollo–. Confirmada a finales del 2019 en Wuhan, una ciudad china –señalo el mapamundi– se extendió súbita, progresivamente por el mundo y fue necesario declarar la emergencia sanitaria. El coronavirus, o SARS-CoV-2, es muy contagioso entre humanos. Se transmite fácilmente a partir de microgotas provenientes del sistema respiratorio del portador que pasan a otros –en esta animación pueden apreciarlo–. Algunos no enferman, sin embargo, logran transmitir el virus. La enfermedad puede ser leve o agravarse rápidamente, generar complicaciones de cualquier tipo, y causar la muerte.

Convengamos que nuestro escenario básico es idéntico: enfermos, casas, familias, consultorios, hospitales, salas de hospitalización, de urgencias, la morgue. Varían el lugar, la cultura, los sistemas políticos. En algunos casos la infraestructura, el equipamiento, la tecnología, han mejorado extraordinariamente; en otros países han declinado; en el nuestro la situación es ignominiosa, atroz, les resumo.

Los presentes sabemos de enfermedades y síntomas, las diagnosticamos, vemos morir a muchos, compartimos teorías sobre lo que implican y representan. Aquí, allá, es así. El colega de Estiria revela, en voz baja, que su hijo cree que «es el único médico de una comarca relativamente extensa, y por añadidura, “difícil” (…) víctima de una población básicamente enferma, propensa a la violencia y al desvarío». El Dr. Rieux, de pie otra vez, señala que en Orán es difícil, mejor dicho incomodo enfermar y morir, pues «todo exige buena salud». Comento, desde mi asiento, que el culto a la belleza y la salud hacen que entre nosotros ocurra lo mismo.

Preferimos creer que el mal es ajeno, de los diferentes, los extranjeros, hasta que los signos del contagio nos explotan en la cara. Todos estamos expuestos y en riesgo de infectarnos, aunque la muerte dependa de disímiles factores. El médico de Estiria me interrumpe y dice: «Ensayamos siempre todas las enfermedades posibles en los otros». Así parece, indico, y reanudo mi argumentación: los temores cotidianos, esos que creíamos amaestrados, se han acrecentado desde enero bajo otra careta. Impera un pavor que aúlla con furor, cebado por las rarezas del virus y las precarias condiciones que soportamos los habitantes de este, para ustedes, extraño y lejano país.

Impaciente ante mi divagación, el médico rural pregunta: “¿De qué se trata concretamente, colega?”. Otra ola de alarmas activadas desde los monitores de signos vitales nos aturde. Pasada la agitación procedo a explicarles:

La práctica profesional implica exposición a infinidad de noxas que pueden perjudicarnos. El riesgo nunca será cero aunque por inercia preferimos creer –¡y cómo ayuda!– que nada grave sobrevendrá. Pero el coronavirus atizó el miedo, lo trastocó todo. Por eso los convoqué, colegas. Esta nueva peste nos impone reflexionar.

Desconocemos su índice de letalidad definitivo; cientos de miles han muerto, muchos de ellos trabajadores de la salud. Por eso deberíamos usar equipo de protección especial, no un barbijo como el que llevo puesto. Reparen, colegas, les hablo de un virus letal, en fase de propagación, desde un país con exiguas condiciones de salubridad.

La pandemia, como ven, es un problema acá y en otros países. La agresividad expansiva de esta peste hizo que afloraran el cansancio y la zozobra entre los médicos; condiciona, asimismo, jornadas de trabajo excesivas. No puedo obviar las agresiones hacia el personal de salud y las exigencias sociales. Todo eso acentuó el deterioro de nuestras condiciones laborales. Entiendo perfectamente, dice el médico rural, visiblemente molesto: «Soy el médico del distrito, y cumplo con mi obligación hasta donde puedo, hasta un punto que ya es una exageración». Es así, concuerdo con usted, cumplimos nuestro deber.

No obstante, más allá del deber qué hacemos con el vértigo, con este desasosiego ante la muerte. Ustedes lo han experimentado, ¿está de acuerdo Dr. Rieux? En su crónica sobre la peste no sólo narra sucesos relacionados con esta, con la ciudad, con sus pacientes, los efectos en los habitantes y en Orán, sino que en muchas ocasiones expresa, o deja entrever, su miedo ante la epidemia, ante lo porvenir, el riesgo para sus vecinos y seres amados.

Ante este peligro, insisto, estimados colegas, nuestro quehacer se hace conflictivo, angustiante. La alteración de rutinas, los márgenes de error, los desenlaces imprevistos, nos ponen cara a cara, violenta, constantemente, con la finitud de los otros y la nuestra. Las medidas de aislamiento impuestas sin miramientos, fundadas en lo estrictamente científico, también nos son aplicables. Podemos ser separados, sin despedidas, sin abrazos ni fecha de reencuentro, amparados sólo en promesas. El Dr. Rieux y el médico de Estiria asienten al unísono, mientras prosigo mi apesadumbrada interlocución: pero ¿si no se regresa?, ¿si ese apartarnos es irrevocable? Temo me suceda lo que al Dr. Efímich, el de Chéjov, que llevado por sospecha de locura, y bajo engaño en su caso, al pabellón número seis de su hospital, salió del mismo para el cementerio. He allí el porqué del pánico. Apartados y solitarios, rumiando el miedo ante la fatalidad invisible y presente. La mayoría prefieren no pensar en ello, pero los que sí, ¿qué hacemos?

Luego de escuchar pacientemente mis palabras, el Dr. Rieux concluye: quizás en este país sucederá lo que en Orán donde «[el] sol de la peste extinguía todo color y hacia huir toda dicha». Las palabras de Rieux acrecientan la bruma de mis pensamientos. Más allá del riesgo inmediato, declaro, me desvela determinar hasta dónde es conveniente, justa, mi decisión de seguir atendiendo enfermos bajo condiciones infames. Los códigos de deontología se centran en el deber ser, se configuran a partir de escenarios ideales. Presumen un Estado protector, eficaz, que aporta implementos y equipos para disminuir el riesgo de transmisión. En medio de esta pandemia, en este infortunado país, hay fallas y omisiones en el suministro de equipos de seguridad. Los profesionales de la salud estamos muy indignados ante este trato pero, más allá de ello, nos consume esta angustia ante la muerte que, en nuestras circunstancias, se convierte en sentencia inevitable.

El silencio nos arropa bruscamente; cada uno cede a sus abstracciones, temores, al recuerdo del juramento. Nos hacemos preguntas similares. ¿Qué obliga a permanecer en un lugar donde la posibilidad de enfermar aumenta a diario? ¿Debo sacrificarme por mis semejantes? ¿Puede considerarse una conducta ética o falso heroísmo?, ¿acaso suicidio? ¿Cuál principio de responsabilidad ha de prevalecer? ¿Dónde quedan mis derechos? ¿No cumplir el deber me hace pusilánime, merecedor de condenas y amonestaciones?

Corroboro a diario que muchos colegas prosiguen su faena de forma dedicada, solícita. ¿Decidieron conscientemente someterse al riesgo de infectarse y morir? ¿Cómo lo urdieron? ¿Dónde guardan o esconden, si las tienen, sus dudas, inquietudes, temores? ¿En qué, o quién, confían? ¿Se prepararon para esto o lo hacen por rutina, automatismo, fe?

Aunque los conozca, ¿será que pululan, ante mí, mártires, suicidas y héroes? El Dr. Rieux, con voz enérgica, responde: «Es preciso que le haga comprender que no se trata de heroísmo (…) yo me siento más solidario con los vencidos que con los santos. No tengo afición al heroísmo ni a la santidad. Lo que me interesa es ser hombre.» ¡De eso se trata!, corroboro. Somos hombres y tenemos dudas; la incertidumbre nos subyuga.

En el pasillo escuchamos susurros y lloriqueo; miramos hacia la puerta. El médico de Estiria va hacia ella mientras digo: Algunos podrían pensar que intento justificar el incumplimiento de mi deber. La cuestión fundamental, sin embargo, no es qué debo o puedo hacer sino ¿quiero hacerlo en condiciones tan nocivas? La pregunta entraña deber, posibilidad, pero sobre todo libertad. Libertad para meditar, disentir y elegir; decidir sin plegarme ciegamente a impulsos, opiniones o prescripciones externas. Espero, colegas, me ayuden a aclarar cómo he de orientar mis acciones, sin excluir el terror del que hablamos.

Los que intentamos aliviar dolores y ansiedades, prolongar la vida, hoy debemos enfrentar la muerte numerosa, excesiva, muchas veces en la total o casi total indefensión –expreso. Nos debatimos entre la razón, la voluntad, el deber, negándonos a la indiferencia moral. El pavor que hace merma en la cara, en el ser del otro, también causa estragos entre nosotros y, aturdidos, buscamos en qué supuestos éticos apoyarnos para no sucumbir al desaliento, al horror de sabernos abandonados y condenados por sistemas políticos inmorales.

El médico rural me asiste en mi malestar, de algún modo lo ha padecido; tal vez por eso no duda en manifestar su experiencia: «Así es la gente en mi distrito. Siempre esperan que el médico haga lo imposible… Cuando no están de acuerdo a veces canturrean ‘Desvístanlo, para que cure, y si no cura, mátenlo. Sólo es un médico, sólo es un médico'».

El comentario sorprende a todos. La canción me desagrada. El médico de Estiria aprovecha para comentar que, en su larguísimo soliloquio, el príncipe de Sarau, entre tantas cosas, le mencionó: «Las epidemias (…) cuando aparecen es ya demasiado tarde. Para el Estado, digo, todo es siempre demasiado tarde (…) siempre mueren precisamente, querido doctor, los que se sabía que morirían. Las sorpresas son pocas».

Ante esta realidad: ¿creen posible una solución a mi dilema? –insisto mientras los miro alternadamente–. Pareciera que nos encontramos ante lo que el Príncipe de Sarau llama «una geometría de las desavenencias, las dudas, el sufrimiento» –declara el médico de Estiria antes de volcarse a la pantalla del computador junto al otro médico rural. Es de madrugada, El Dr. Rieux y yo miramos por la ventana. Él, claramente turbado por lo que he planteado, mira hacia abajo atraído por el sonido de la bocina de unos automóviles que llegan a la emergencia. En esta ciudad no hay ambulancias desde hace años, murmuro anticipando su pregunta. A su cara asoma una mueca. Con manos temblorosas acaricia las desgastadas cortinas mientras dice que Tarrou, un amigo, le señaló alguna vez que sus victorias sobre la muerte invariablemente serían provisionales. Declara que tuvo que admitir eso y que la peste fue para él desde el principio, como probablemente lo será para mí, una interminable derrota.


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