Una entrevista a Miguel Gomes: la narrativa como arte

16/04/2022

Miguel Gomes fotografiado por Vasco Szinetar

Leer a Miguel Gomes (1964) es comenzar a armar un puzle sin querer terminarlo. Una experiencia apasionante en la que vamos colocando piezas vinculadas entre sí y conectadas con la memoria. Ante el jurado, pieza narrativa publicada este año en España por la Editorial Pre-Textos, podría ser una novela fragmentaria con relatos como puentes que articulan un compacto universo narrativo. Gomes remueve ciertos escombros de la humanidad a través de personajes que intentan reconstruirse a sí mismos en un mundo cotidiano y perturbador.

El arte, en general, es un elemento de mucho interés y relevancia en su obra, también presente en Ante el jurado. Me gustaría que me hablara del arte como complemento de su narrativa.

Concibo la narrativa, ante todo, como arte, así que me cuesta mucho divorciarla de la pintura o la música, incluso de la arquitectura: en lo que escribo noto que hay una tendencia a la recreación más o menos minuciosa no tanto de lugares naturales como de lugares tocados por la cultura, habitables o intervenidos por ciertas funciones sociales. Pero me parece importante observar que esas menciones al arte no son gratuitas, sino que obedecen a la construcción del personaje, que para mí es lo esencial. Un personaje que trabaja en un museo de arte a mí me resulta inconvincente si en su vida cotidiana la pintura o la escultura no tienen una presencia central, y en Ante el jurado tienes a un hombre y a una mujer, en relatos separados, que están comisariando exposiciones; narrar su realidad, inventarla, sería imposible sin la presencia de ciertas obras, porque para esos personajes son vivencias. Igual si el personaje es un profesor muy erudito y melómano, como sucede en Llévame esta noche. La narración sería torpe si esos referentes no estuvieran anclados en la psique del personaje. Sin embargo, en Ante el jurado también hay una protagonista trabajadora social, otra que es una niña todavía en la primaria, y hay un personaje que no se sabe si es gánster o detective, y ninguno de ellos se interesa en arte, porque su horizonte vital es diferente.

A pesar de partir de temas dolorosos, como la enfermedad terminal de una madre o la matanza de Sandy Hook, parece ser un escritor que se siente cómodo con el humor. Pese a que en Ante el jurado y Llévame esta noche hay una tendencia a lo gris, la risa siempre termina haciendo olvidar o al menos disipar la pena al lector. Para Miguel Gomes: ¿es «el humor, un pararrayos vital», para usar un afirmación de Bryce Echenique, o se trata de una insurrección?

Aunque ambos tengan los días contados, el amor y la risa nos defienden de la muerte. Es una batalla perdida de antemano, somos un paseo de la nada a la nada, pero si en esa trayectoria surge la emoción estética, todo se llena de sentido. Por «emoción estética» me refiero a algo que, para mí, se ramifica en el afecto por personas claves en mi existencia y la alegría que me deparan, la risa o la sonrisa que asocio con ellas. Eça de Queirós, una lectura fundamental de mi adolescencia, me convenció con su definición de la risa: no es solo una «filosofía», sino una «forma de salvación». Y leer a Eça implica en una misma página sonreír y conmoverse, estar a punto de llorar y soltar carcajadas: para mí fue y sigue siendo el más grande de los realistas, porque no hay mejor suma de nuestra experiencia en la Tierra que esos cruces en el fondo inexplicables. Me parece que Quevedo y Purcell opinarían cosas muy similares, aunque las plasmaron de manera distinta, uno en su escritura y el otro en su música.

¿Considera que existen experiencias en la vida de las que es imposible escribir?

Depende de cómo se escriban y en qué género se hace. Para la ficción casi ningún tema es imposible porque la vida en cuestión no es la de la persona que escribe, incluso si se le parece a tal punto que algunos lectores de mentalidad primitiva la pudieran confundir con la biografía del autor. Pienso en aquellos lectores que, cuando veían a Dante caminar por la calle, se apartaban porque pensaban que había visitado el infierno. Si se trata de otro tipo de escritura, por ejemplo, testimonial, o una memoria, me parece que se corre un gran riesgo con ciertos temas. Hay experiencias íntimas que, expuestas al público en general, pueden depararle capital simbólico o material a quien las cuenta. Cuando intercambiamos a propósito o no algo muy personal por beneficios de ese orden la experiencia podría estar prostituyéndose, así se cuente, como a veces se alega, para que alguien más aprenda una lección. A mí me incomodan tanto la prostitución de las vivencias como el intento de dar lecciones a gente que no son ni mis hijos ni mis estudiantes.

¿Y si lo que se escribe no es con la intención de educar, sino atendiendo a una necesidad expresiva? ¿Como lector se podría notar la diferencia?

No puedo hablar por los demás en ese sentido, pero sí podría decirte que cuando escribo ficción satisfago una necesidad expresiva, la de ser capaz de expresarme desde otras existencias. Para eso nacen los personajes de un cuento o una novela, para que el autor deje de ser él mismo. Es un instante muy especial, en que el «yo» se esfuma y uno es, simplemente, parte de la especie humana. Si como lector detecto que esa otredad, esa distancia, no se produce en ningún momento de una obra, esta empieza a gustarme menos. Para solo darte un ejemplo conocido, soy un entusiasta de la carrera de José Saramago hasta 1986, cuando publicó La balsa de piedra, que me pareció un vehículo para expresarse como ciudadano, cosa que podría haber hecho por otros medios más adecuados: nadie le prohibía ventilar en público, por medio de entrevistas o artículos, su opinión sobre la integración de Portugal y España en la Comunidad Económica Europea. En lo que respecta a expresarse fuera de la ficción prefiero siempre hablar con mi familia y mis amigos, desahogarme con ellos o, dependiendo de las circunstancias, si fuese apropiado, me expreso como crítico en revistas y periódicos, como ciudadano con el voto, como profesor en los comités del departamento o en mi sindicato, etcétera. Repito que se trata de un modo de pensar que no elevo a regla para nadie. Soy lo que los psicólogos llaman un introvertido, así que hacer de las necesidades o vivencias privadas un asunto público se me convierte en una iniciativa, como mínimo, sospechosa.

«Nadie se vuelve espectro mientras tenga con quien confesarse», dice el narrador de Llévame esta noche, que se confiesa, igual que otro personaje de Ante el jurado, con Lucio Cavaliero, a su vez protagonista de Retrato de un caballero que, en los libros posteriores, ya no es un «adolescente psíquico».

Claro, esos personajes de Llévame esta noche y de Ante el jurado de alguna manera transforman el acto de confesarse en una novela o una novelita; ambos son escritores o aspiran a serlo, y narran sus propias desventuras desprendiéndose de ellas, autonomizándolas como relato, lo que las subordina a las leyes no de la experiencia personal sino de la ficción, que es experiencia pura, impersonal. En ese instante alcanzan la emoción estética a la que me refería antes, y de allí la sensación de vitalidad; pese a que la muerte es ineludible, descubren que el miedo a ella se suspende. La única inmortalidad del ser humano está allí, en esa tregua. Estos personajes descreídos, golpeados por la vida, encuentran su paraíso en el arte de narrar. Y todo, de pronto, empieza a recomponerse para ellos. Quizá lo hacen con una actitud semirreligiosa: la energía primigenia que en otros siglos nos deparaba la religión hoy en día solo podemos hallarla por medios artísticos. Eso sucede porque a estas alturas es obvio que la religión tradicional, institucionalizada, se reduce a una transacción casi comercial: yo me porto bien y tú me das el cielo. Mientras que, por más que exista un mercado exterior del arte, en la emoción estética, que es exclusivamente íntima, no hay transacción posible; no vamos a recibir nada a cambio de sentirla, como si fuera una recompensa que nos damos a nosotros mismos, el perfecto milagro secreto.

Ante el jurado es una obra en la que los personajes de los relatos se repiten, cruzan y entremezclan, un recurso persistente en su obra. ¿Es un escritor que no quiere renunciar a las conexiones?

No renuncio ni a las conexiones ni a las desconexiones: la vida me parece una suma de esos contrarios. Hay continuidad y discontinuidad; todo está vinculado, pero a la vez no existe una conciencia humana que capte la trama total de una red tan vasta. Muchos de esos vínculos los iremos descubriendo a medida que vivimos, pero la gran mayoría permanecerán ocultos para nosotros. Me parece que la experiencia que ha estado retratando mi narrativa a lo largo de los años ha sido esa, lo que explica que mis libros sean independientes unos de otros, pero al mismo tiempo acepten una lectura que los agrupe, que los integre, reapareciendo de vez en cuando ciertos personajes aunque en circunstancias diversas. Es una práctica común desde Balzac, pasando por Eça de Queirós, Proust, Horacio Quiroga y otros. Antes he dicho «me parece» porque tampoco estoy totalmente seguro de adónde va lo que escribo. Una obra es un microcosmos: hay zonas que el autor puede ver y otras que no. Y hay zonas, asimismo, que el autor prefiere no ver, para que lo que salga de ellas siga siendo autónomo, sorprendente y dé sensación de vida.

En Retrato de un caballero, Llévame esta noche y Ante el jurado los personajes masculinos se comportan con cierta torpeza ante los personajes femeninos, bien sean madres, hijas, amigas o esposas. ¿Le gustaría ahondar en esta vertiente de su obra?

Hoy en día se habla mucho y se escribe sobre el patriarcado y sus consecuencias, pero suele hacerse de una misma manera: ocupando un lugar enunciativo exterior, el de alguien que pretende presentarse ajeno a aquello que condena. En lo que respecta a la escritura de ficción, la repetición de ese gesto a mí me parece de un terrible facilismo moralizante, porque toda persona inteligente y cultivada, a estas alturas de la historia, debería estar de acuerdo en que los aspectos sombríos del patriarcado son terribles. Se trata de una obviedad mayúscula. Mucho más desafiante, en términos artísticos, es aceptar que estamos dentro del patriarcado, signados por él de manera inconsciente y desde esa posición tan difícil intentar narrar. Es un reto construir un personaje verosímil, pasar días, meses y años tratando de entender cómo siente o piensa, mientras, a la vez, ese personaje nos resulta problemático o incluso detestable en ciertos aspectos. Pero si no existieran fricciones entre mis valores y los de mis criaturas siento que fracasaría como artista, o que sería inútil escribir porque lo que creo y practico como persona, en la vida real, ya está ratificado en cientos de libros y códigos cívicos o éticos, respaldado como correcto o aconsejable por ellos. No hay ni arte ni imaginación en creer en lo que uno ya cree, pero sí en meterse en la cabeza y en el pellejo de alguien con quien no coincidimos del todo. Además, tengo para mí que una buena obra de arte debe crear conflictos evidentes o secretos en quienes se exponen a ella, conflictos no exclusivamente inmediatos, sino también percibidos a largo plazo. Los personajes a los que te refieres están confinados por creencias milenarias que les impiden a veces acercarse a esas mujeres de sus vidas como las personas que son. En unos casos, esos hombres de ficción cambian, logran superar esas trabas. En otros casos, lamentablemente, no lo consiguen. A veces, el proceso se nota de un libro a otro, porque son personajes que reaparecen. Como tú misma has apuntado, Lucio Cavaliero es un caso de una percepción que se transforma. Hay un cambio que empieza a operarse al final de Retrato de un caballero, cuando se reencuentra con su padre y conoce a la que va a ser su mujer. Esto se aprecia luego en Llévame esta noche y en uno de los relatos de Ante el jurado, aunque en estos dos libros Lucio pasa a ser un personaje secundario.

Quisiera saber por qué no ha vuelto escribir un libro como El pozo de las palabras.

El pozo de las palabras es una colección de ensayos juveniles. He escrito ensayos después, pero están dispersos en revistas y periódicos y no he tenido ocasión de compilarlos. Quizá sea hora. Uso la palabra ensayo en el sentido de Montaigne, un género de creación que a veces puede narrar o tener efusiones líricas, pero en que la anécdota o el canto se supeditan a un propósito argumentativo. Literatura de ideas, en fin. Desde los años noventa he publicado bastantes libros y artículos donde se argumenta, pero no son ensayos, no tienen intenciones estéticas; sus intenciones son científicas o, al menos, guiadas por ciertos ideales de objetividad disciplinaria; esos escritos pertenecen a géneros que quieren estar fuera de la literatura: tratados, estudios largos o breves, reseñas, antologías. En El pozo de las palabras, sin darme cuenta, mientras reflexionaba sobre literatura, empecé a cultivar el tipo de escritura de ficción que después desarrollé en mis cuentos. Muchos de los ensayos de esa colección donde se hablaba de situaciones aparentemente autobiográficas que me servían para meditar sobre la literatura o el lenguaje contenían hechos que me inventaba para reforzar una idea que consideraba verídica, cierta. Eran ilusiones, mentiras estratégicas puestas al servicio de algo que consideraba verdad. En mis libros posteriores se han separado esas dos apuestas. En unos, narro y me entrego plenamente a la ficción; en otros, reflexiono sobre la literatura y la estudio con sistema, en la medida de mis posibilidades. Es hermoso unir las dos cosas de vez en cuando, no lo niego, y lo he hecho aquí y allá, pero creo que nuestra literatura se beneficia más si existe un discurso crítico sólido, bien asentado en las disciplinas, porque, al fin y al cabo, son los críticos quienes crean esa entidad abstracta que llamamos literatura, es decir, una red de textos que dialogan entre sí. Sin el discurso crítico tenemos simples textos a la deriva, que se pierden de vista cuando el mercado ya no los puede aprovechar. Dentro de treinta, cuarenta años, muchas de las seudoestrellas literarias de hoy van a estar olvidadas y algunos autores menos conocidos van a seguir discutiéndose e, incluso, otros más van a descubrirse, y sobrevivirán en la memoria por mucho más tiempo, gracias a la crítica profesional, hecha desde centros de investigación. Eso me consta, por varias décadas de estar asociado al medio universitario. ¿Que son pocos los lectores del futuro y más en un medio especializado? Cierto. Pero también me consta que las quejas al respecto son milenarias, y ese sistema planetario que hoy llamamos literatura, pese a todo, se mueve.


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