Un viaje por el Río Negro

23/11/2019

José Manuel Torres A | Wikimedia

I

La mañana del 18 de abril de 1971 nos reunimos en Maiquetía sesenta invitados para ir a la inauguración que el presidente Rafael Caldera haría de un pequeño aeródromo en una modesta explanada cercana a la Piedra del Cocuy, remoto punto del Territorio Federal Amazonas, hermoso hito natural marcador del encuentro entre las fronteras terrestres de Brasil, Colombia y Venezuela.

Acomodados en los asientos de plástico a lo largo de la barriga del Hércules C-130 de la Fuerza Aérea, experimentamos la sensación de rápido ascenso para cubrir los mil trescientos kilómetros rumbo al sur cruzando el cerro Ávila y luego los Llanos para encontrar el Orinoco y la inmensa masa boscosa de nuestra amazonia. Sobrevolamos La Esmeralda como referencia hasta completar casi cuatro horas en el aire. Finalmente, aterrizamos en la embarrada pista de tierra roja de San Carlos de Río Negro –aunque todavía a un centenar de kilómetros al norte de San Simón de Cocuy–, a poco más de un grado de latitud norte de la línea ecuatorial.

Llueve.

Apenas desembarcar nos ofrecen refrescos. De inmediato ocupamos los asientos de la flotilla de lanchas surtas sobre el Río Negro. Cargadas de pasajeros y bastimentos, salen disparadas con los convidados hacia el estratégico poblado amazónico venezolano de San Simón de Cocuy, antes del arribo del avión presidencial previsto para las doce del mediodía.

II

Al frente de cada lancha ondea la bandera de Venezuela. En la embarcación donde me corresponde subir va también Daniel Barandiarán, uno de los más férreos defensores de nuestra territorialidad, de la que pocos se han ocupado de modo sistemático y valiente. Será el autor del libro Los hijos de la luna (1974), monografía antropológica sobre los indios Sanemá-Yanoama ilustrado con espléndidas fotografías de Bárbara Brändi; riguroso estudio de aquellas etnias hoy un tanto olvidadas. Impertérrito, Daniel no se aparta de la proa: absorto, contra la fuerza la brisa, la miraba fija en la ruta. Lo conocí como consejero de Román Rojas Cabot en el recién creado Consejo Nacional de Fronteras, un organismo coordinado por la Dirección de Fronteras del Ministerio de Relaciones Exteriores auspiciado, sea el caso de decirlo, por el canciller Arístides Calvani.

En la margen izquierda está Venezuela. Caseríos salpicados de conucos, indios en labores de pesca sobre curiaras atadas a raíces semi hundidas, pequeños espacios de arena entre el bosque infinito —tupido. A la derecha, la margen colombiana también poco poblada: algunas bodeguitas y relativa presencia militar.

III

A mediodía, el avión presidencial carretea suavemente en la pista. Los militares que rinden honores al jefe del Estado y a su comitiva se alinean bajo un tímido sol que sin embargo produce un calor exasperante. Allí está la gente de CODESUR, siglas del proyecto «Conquista del Sur» que el Ministerio de Obras Públicas ha creado a corta distancia del caserío San Simón de Cocuy y de la formación rocosa “Piedra del Cocuy”, de unos cuatrocientos metros de altura, uno de los macizos y remotos centinelas de Venezuela insertado en la amazonia. Ese monumento natural data, geológicamente, del Precámbrico; sus tres picos sirven de motivo a varias leyendas ancestrales.

Caldera se acerca a sus invitados: parlamentarios, dirigentes políticos, presidentes de instituciones públicas y privadas, representantes diplomáticos de los estados fronterizos, alcaldes del Territorio Federal Amazonas, militares y periodistas. Conversa con algunos pobladores, recorre el lugar antes de que sirvan el almuerzo mientras sus funcionarios colecten los acostumbrados pedimentos de los indígenas (y de los guardias nacionales asentados en la región, a donde vienen a purgar castigos). Todo se hace de forma rápida y un tanto atropellada debido a la inminencia de la lluvia. En segundos, el Presidente sube al avión que lo lleva de vuelta a Maiquetía.

IV

Mientras se organiza el retorno a San Carlos de Río Negro, comienza a llover con ferocidad. Una auténtica tormenta amazónica. Los rayos caen sobre el imponente bosque. Regresaremos en las mismas precarias embarcaciones.

Logro evitar esa pesadilla pues apenas levantar vuelo el avión del Presidente, desde el nuevo aeródromo –una pista de 1.000 metros–, el piloto del helicóptero civil destinado a las filmaciones –allí viajan los reporteros a cargo de Freddy Muziotti, director de prensa de Miraflores– me dice que hay sitio para otro pasajero. Viajamos a baja altura hasta San Carlos de Río Negro debido a la tempestad que nos zarandea sin misericordia.

En San Carlos esperamos hasta pasadas las ocho de la noche, cuando comienzan a llegar las primeras lanchas con el resto de la comitiva: funcionarios decaídos, con arcadas, ensopados. Desembarcan en la cerrada oscuridad. La tormenta no amaina.

Alguien avisa: “No habrá avión hasta mañana”. La pista saturada de agua. Cada quien se las arregla como puede. Al amanecer se verá si hay condiciones para sacar el avión. A todos nos marca el fin de aquel evento celebrado la víspera del 19 de abril de 1971 en ese sitio remoto: una nueva pista para aviones en el confín de nuestra geografía; un gesto de reafirmación territorial cargado de precariedades.

V

Luis Herrera Campíns, en su condición de presidente de la República, regresó a la Piedra del Cocuy. La Casa Militar y los comandantes de las cuatro fuerzas dispusieron lo pertinente para atender la orden presidencial con la particularidad de que el viaje sólo pudo realizarse por vía aérea, empleando helicópteros, y sin ningún tipo de comodidades (aún no las hay).

En la década siguiente a la visita oficial del presidente Caldera en 1971, la pista que tanto esfuerzo y dinero significó menos de diez años antes había dejado de ser apta para el aterrizaje de aviones.

Uno de los testigos de aquella gira presidencial de Herrera Campíns, el general de división Maximiliano Hernández Vásquez, refiere que encontrándose el Presidente en San Simón de Cocuy se le presenta un oficial brasileño vestido impecablemente. Lo acompañaban otros dos militares, uno de ellos cargado con un poderoso equipo de transmisiones. El militar saluda a Luis Herrera y le da la bienvenida a la zona limítrofe, poniéndosele a la orden en caso de serle útil al gobernante de Venezuela.

Del otro lado de la margen venezolana del Río Negro, a unos siete kilómetros al sureste de la línea divisoria, hay un fuerte militar brasileño como no lo tenemos nosotros a lo largo de nuestros límites terrestres. Y es que los brasileños practican otro modelo de atención a sus fronteras internacionales.

Hace décadas que no he vuelto a saber de la Piedra del Cocuy.


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