Un tributo a Alexis Márquez Rodríguez

12/04/2020

Un día como hoy pero en 1931 nació el profesor y escritor Alexis Márquez Rodríguez. A propósito de esta fecha, compartimos con los lectores de Prodavinci este texto, escrito por Oscar Marcano después de la muerte del profesor en 2015.

Tuve el honor de conocerlo en la Escuela de Comunicación Social, cuando al final de los setenta pedí mi traslado de la UCAB a la UCV. Me dio todos los talleres de redacción y presentó mi primer libro, un opúsculo del que no puedo vanagloriarme. Recuerdo que uno de los textos hablaba de los amoladores de cuchillos, y él, en la presentación, me sorprendió contando la historia de esa armónica o “sinfonía” que solían emplear aquellos inusitados personajes para anunciar su presencia.

Cuando murió Alfredo Maneiro, el golpe para sus alumnos fue tan duro e inesperado, que escribí una carta de lector a un diario, manifestando mi pena y la del resto de mis condiscípulos. Cifré ahí, conmovido, que había en aquella escuela dos luminosas presencias: la de aquel profesor de filosofía fuera de serie, y la del entrañable Alexis Márquez Rodríguez.

Yo era un joven tonto y pagado de mí mismo. Escribía de un modo extravagante, en un seudovanguardismo ridículo. Cometía (creo) más errores que ahora, y en una oportunidad casi me desbarranco: en una de sus cátedras me atreví a hacer mofa de él, que estaba llegando de Bulgaria. No recuerdo exactamente, pero fue un chistecito barato: le pregunté en público si “vulgar” era el gentilicio de Bulgaria. El profe, sin titubear, me echó de clase y me dijo delante de todos que no se me ocurriera volver más nunca a su salón.

A la semana siguiente, yo estaba sentado ahí de primer chicharrón, y él literalmente no hizo nada. Se limitó a ignorarme durante todo el semestre. Cuando pasaba la lista, no me nombraba. Cuando discutía las prácticas que realizábamos, se saltaba la mía.

Me hallaba desmoralizado. Me sentía un vil gusano, pero estaba decidido a no abandonar. Sabía que tendría cero uno, pues me lo anunció el día que me expulsó del aula. Aun así, seguí asistiendo. Sus clases eran únicas. Amenas y sustanciosas. Se aprendía y se aprendía. De esta manera pasaron los meses, llegó la prueba final y la presenté, como todas las prácticas anteriores. Pero a sabiendas de que al ver mi nombre no la leería, ésa, deliberadamente, no la firmé.

A la clase siguiente, la última del semestre, llegó con los resultados. Dijo que tenía treinta años enseñando en la escuela de Periodismo, y que en ese lapso sólo había puesto tres diecinueves. Veintes no, porque veinte era perfecto y no había redacción perfecta. De modo que tomó la práctica que había calificado con la nota máxima, y llamó a un compañero, Jimmy, creo que se llamaba, lo felicitó y le pidió que la leyera en voz alta. El compañero se aproximó, tomó la cuartilla y sonrió.

–Esta práctica no es mía –dijo.

“¿De quién es esta práctica?”, preguntó el profesor con su cañón de voz. Leyó el título.

–Mía –respondí.

El profe no dijo nada. Me miró con cara de póquer y asintió con el rostro. La audiencia estaba expectante.

–Léela –ordenó.

La leí. Mis compañeros me aplaudieron más por lo que había experimentado ese semestre que por las líneas que acababan de escuchar.

Al concluir la lectura, me ordenó que me quedara para luego de la sesión, pues debía hablar conmigo. El catedrático de la lengua me dio el responso más bello que preceptor alguno puede dar a un discípulo.

Fue la clase de mi vida.

A partir de entonces nos unió una afectuosa amistad. Con los años, mi respeto fue in crescendo. Y aunque nos veíamos poco, almorzábamos y libábamos de vez en vez.

Un día, en el homenaje que en vida rendimos a Adriano González León, Mercedita, su esposa, me trajo un encargo suyo. No recuerdo si estaba de viaje o enfermo, pero quería que leyera en público una bella carta que había escrito para el autor de País Portátil. Lo hice. Junto a la que había enviado Carlos Fuentes desde México, leí, ante el auditorio, la de él .

Amigo de (y especialista en) Alejo Carpentier, Alexis fue autor de más de treinta libros. La comunicación impresa: Teoría y práctica del lenguaje periodístico era un texto obligado en aquellos años universitarios. Recuerdo que Gonzalo Rodríguez, editor entre otros de Denzil Romero, del propio Adriano y del cubano Lisandro Otero, publicó en el 91 sus Relecturas. Cuando Alexis me regaló el libro, no pudo ocultar su vergüenza. Tenía la portada más horrorosa del mundo. No le guardaba rencor a Gonzalo, pero estaba afligido.

–Qué vaina tan fea –no pude evitar decirle–. ¿Qué le pasó a Gonzalo?

–No lo sé –me respondió–. ¡Esto parece un manual contra la fiebre amarilla!

Había nacido en el estado Barinas, en la misma ciudad de Hugo Chávez. Alguna vez me susurró: “Sabaneta no tiene la culpa”.

A veces hablaba de su papá, que era herrero. Y yo le decía: “Tienes voz de herrero”. “¿Cómo es eso?”, me respondía. “Piadoso y duro a la vez. Y me recuerdas a un tío. Mi tío Mario. Hablaba como tú”.

Sé que escribía sus memorias. Tuve la suerte de oír el relato de algunos de sus pasajes. El título sería un palo: Si mal no recuerdo.

Ojalá tengamos la suerte de leerlo.

“No hay ser más que en el lenguaje”, decía Lacan. El mundo es gracias a él. Y Alexis Márquez Rodríguez fue uno de sus grandes cultores. Era consciente de su importancia, así como de sus consecuencias. Dialécticamente, sin actitud policial.

Con comedimiento, deploró el discurso oficial de los últimos tres lustros, pletórico en vulgaridad, chabacanería y procacidad. Lamentó la honda pobreza lingüística que se entronizó en el poder. El raquitismo verbal de estos próceres. Fue de los que más padecieron el triunfo de la ignorancia.

***

Este artículo fue publicado originalmente el 28 de junio de 2015.


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