Imago Mundi

Un paseo por Portugal

Lisboa. Fotografía de Patricia de Melo Moreira | AFP

03/10/2020

Llegamos a la ciudad de la luz brillante y las aceras de piedras blancas, incrustadas en la arena, una mañana de primavera. Íbamos a probar pasteles de Belem cerca del monasterio de Los Jerónimos, a ver la tumba de Camoens y el puerto desde donde zarparon los portugueses a descubrir medio mundo, bajo la invocación de la torre legendaria. Estirpe de navegantes que se adentran en lontananza y vuelven, siempre vuelven.

Qué atmósfera hay en Lisboa y qué tono tan dulce el de los lisboetas, con sus fados que consienten la melancolía del que se fue y del que se quedó, con sus modales silenciosos y su eficiente determinación. Ciudad para comer bacalao, beber vinos blancos y caminar por el bulevar hasta llegar al extraño ascensor que salva un zanjón, y nos lleva a las calles de Pessoa, trama urbana de la que este poeta-dramaturgo de mil caras, jamás salió. Bardo del que se imantó nuestro Eugenio Montejo, quien también vivió allá siguiéndole el rastro al poeta múltiple, y siguió el caleidoscopio de los heterónimos. Ciudad bi acuática: fluvial y marina; de entrada y de salida, puerta giratoria. Enclave de marinos, poetas, futbolistas, y mujeres que cantan como diosas que han visto la felicidad.

Nuestro primer paseo fue a Sintra, como era previsible. Había estado allí en 1995 en un Congreso Mundial de Poesía con Ana María del Ré, Leopoldo Armand y Santos López, y la conocí bien. Una urbe de promontorio, con sus casas de azulejos, su castillo principal de extraños colores alegres y sus lomas amables, como rendidas ante el seductor sol de la tarde. Desde 1995 es Patrimonio Mundial de la Humanidad, con todo fundamento.

Otro día buscamos el mar. Estuvimos en Estoril y Cascais, recorrimos el malecón y luego entramos por sus callecitas a tocar manteles y sabanas de algodón, las mejores del mundo, y a batallar con la indecisión de las compradoras. En una de esas aceras de Cascais reconocimos por el modo de caminar a una familia de paisanos, y nos comentaron que era su último viaje con Cadivi, aquella Semana Santa de 2015. Dijeron que era más barato pasar el día en Portugal que en Venezuela. ¡Las perversiones de los controles de cambios! Bromearon diciendo que habían ido a conocer a Portugal para ahorrar un poco, y era verdad. Les salía más costoso haber viajado a Margarita.

Óbidos. Fotografía de Patricia de Melo Moreira | AFP

Óbidos

Alquilamos una camionetica y nos fuimos a ver algo del país donde nació Joaquín Marta Sosa, aunque no fuimos a su pueblo natal: Nogueira, desde donde partió siendo un niño a conquistar un mundo y otra lengua. La fundación de esta diminuta ciudad fortificada se remonta al 308 a. C., cuando los celtas se establecieron allí; luego, la conquistaron los romanos y le dieron su nombre actual, Oppidum (lugar elevado, meseta), de la provincia romana de Lusitania. Después fue cetro visigodo y, luego, trofeo musulmán, hasta que en 1148 es arrebatada a estos últimos por el primer rey de Portugal: Alfonso Henriques.

Desde entonces, Óbidos es portuguesa y fue magnificando su estructura medieval, por más de que se trata de una pequeña ciudad de tres mil habitantes con sus calles y casas conservadas intactas, de cal y canto, presidida por un castillo altivo y hermoso. Por sus calles estuvimos, a su fortaleza entramos, y almorzamos en un chiringuito de la plaza de este pueblo blanco. Seguimos nuestro camino hacia Nazaré. La playa insospechada.

Nazaré. Fotografía de Luis Ascenso | Flickr

Nazaré

Gracias a un documental sobre las mejores playas de surf del mundo sabía que era la joya de Europa para este deporte temerario. Sus olas pasan de los veinte metros de altura y lo mejor, hay quienes las corren y sobreviven al bajonazo. La causa de semejantes montañas de agua es un fenómeno que se llama “El canal submarino de Nazaré”, algo ocurrente en el lecho del océano que levanta estos edificios que se precipitan sobre playas y acantilados, con gran estruendo. Y por las laderas de estos Himalayas marinos van los surfistas desafiando la muerte.

El pueblito playero entero está en función de los peregrinos caza-olas del mundo. Pero esto no fue lo que más me llamó la atención, sino unas señoras gordas, en faldas de siete colores propias del lugar, que juegan pelota de goma en la plaza. Señoras resueltas y con un toque de bigoticos jamás depilados, se lanzan pelotas de goma unas a otras con una alegría y desenfado notables. Qué cosa tan particular. Comimos en un restaurancito de una calle secundaria donde había pescados y mariscos principales, y seguimos rumbo hacia Oporto.

Oporto. Fotografía de Roberto C. | Flickr

Oporto

 Esta ciudad densa, como empotrada en las riveras del Duero, ha sido fascinación para los ingleses, y alguna huella de ellos se nota en su arquitectura. Es una urbe de puentes sobre el río, que tapiza unas lomas que se precipitan sobre el curso del agua caudalosa. No es apacible. Por lo contrario, su estrechez topográfica incide en el ritmo vertiginoso que respiré allí.

Cuenta con un subterráneo extendido y una población que la hace la segunda de Portugal, y es evidente que compite con Lisboa, lo que le da un aire de favorable tensión. Es como la otra cara de la moneda. En otro río. Una al sur, la otra al norte. De Oporto seguimos rumbo a Madrid en la misma camionetica en que vinimos.

Mientras mi hijo manejaba por aquellas formidables autopistas españolas recordaba los sucesos del viaje y mi relación con Portugal. De niño, en la urbanización El Paraíso, los dos abastos cercanos a la casa estaban en manos de portugueses; la panadería era de lusitanos, en el Colegio Neverí, el Instituto Educacional Santa Elena y en el Colegio San Agustín estudiaban hijos de inmigrantes madeirenses, de modo que crecimos entre gente de aquel país discreto, diminuto, desde donde salieron hombres intrépidos a conquistar tierras incógnitas.

No se necesita ser grande para ampliar los espacios, se requiere determinación y paciencia, y estos atributos a los paisanos de Cristiano Ronaldo les sobran. Austeros. Furiosos. Melancólicos. Por más que invoquen a todos los santos, no tienen otra religión que el trabajo. Una nación admirable.


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