Perspectivas

Un merecido triunfo

27/10/2020

 

Con la boca seca y un nudo en el estómago salí del baño. En el recinto de jinetes del Hipódromo La Rinconada seis mujeres esperábamos la llamada para ir al paddock cubierto y tomar nuestras monturas para la carrera especial de Ladies and Gentlemen Riders. Era el 17 de junio de 1972.

—¿Estás bien? —me preguntó preocupada Adriana Zecchini, La Gorda, al verme salir del baño por tercera vez.

—No debía haber aceptado correr —murmuré. Tenía el corazón acelerado. Ya no podía hacer nada. Tenía que salir y montarme en Star Hoot, el caballo que me habían asignado.

A Star Hoot solo lo había montado unos días antes durante una práctica con el aparato de salida. La Gorda había convencido a mis padres para que me dejaran correr en esta carrera especial. Esta vez participarían seis mujeres junto a ocho hombres. Todas las mujeres éramos amazonas de diversos clubes ecuestres de Caracas. Yo era la más joven. Una flaca de quince años. La Gorda les había prometido a mis padres que me cuidaría.

Lo más importante era aprender a usar estribos cortos. Tenía que fortalecer las piernas para correr los mil doscientos metros previstos. Todas las tardes, practicábamos en el Caracas Country Club.

Dos días antes de la carrera las mujeres fuimos al hipódromo para una práctica con el aparato de salida. La Gorda y yo llegamos a las cinco de la madrugada. Estaba oscuro, había neblina. Cuando me acerqué a la pista sentí un ligero temblor en la mandíbula inferior. Preferí achacarlo al frío mañanero. Me abotoné la chaqueta, pero el castañeteo no paró hasta que cerré los ojos y respiré profundo varias veces.

En la pista había varios jinetes traqueando. El galopar era pausado, el sonido de los cascos que salpicaban arena sobre la barrera era tenue. «No corren para no cansar a los caballos antes del fin de semana», observó un jockey a mi lado.

Un joven palafrenero, con un animal de pelaje pardo, se me acercó. «Señorita, este es su caballo, se llama Star Hoot. Me llamo Ramiro», dijo sonreído.

—Gracias—. Me acerqué al caballo con una larga mancha blanca pintada en la frente. —¿Es manso?—. Ramiro asintió. Le acaricié la cabeza, el cuello cálido y la grupa.

Me puse el casco; con la mano izquierda ceñí la crin, con la derecha sujeté la silla y doblé la rodilla izquierda para que el joven me subiera. —Déjame ponerle los estribos más largos— dijo Eduardo Benedetti, un amigo apasionado de la hípica, que me acompañaba. —Así tendrás más equilibrio—.Una vez que me los acomodó, el palafrenero condujo el caballo hacia el aparato de salida.

—Agárrate bien a la crin con una mano—me recordó La Gorda cuando llegamos al aparato. Adriana ya había corrido varias veces. Era la veterana. Las otras cinco nunca habíamos participado en estas carreras especiales.

Ramiro condujo al animal dentro del aparato y me sorprendió cuando se quedó ahí sujetando a Star Hoot. Se mantenía de pie sobre el estribo de partida, una repisa a mi izquierda. En ese espacio tan estrecho, en esa jaula de metal, me sentía encerrada. —Prepárese—dijo Ramiro. Coloqué las riendas en un cuadrado como me habían enseñado y apreté bien fuerte la crin. —No se preocupe, él suele partir bien— intentó tranquilizarme.

De pronto, la campana de partida sonó. Un chillido fuerte que hizo que Star Hoot arrancara con un brinco. Fotos de ese instante me muestran desacomodada, con los brazos abiertos y colgando de las riendas. En una segunda foto estoy galopando agachada y en buena posición. Lo único que recuerdo es la inmensidad de la pista y Star Hoot corriendo. En ese momento de libertad se produjo una conexión armónica entre el caballo y yo.

***

—Ya es hora— gritó alguien en el recinto de jinetes. Me levanté, cogí los guantes y los lentes, y la fusta que me había prestado uno de los jockeys. Me puse el casco cubierto con un forro color morado y un pompón blanco. El casco hacía juego con mi camisa número 7. Fui la última en salir hacia el paddock cubierto. Ya los hombres se dirigían con sus monturas hacia la pista. Había mucha gente, mucho ruido. Los caballos resoplaban, coceaban y giraban alrededor de los palafreneros.

Star Hoot llevaba cabezal y pechera blanca, con una manta blanca con el número 7. Por encima iban barras de plomo para que todos pesáramos setenta kilos. Una vez preparada, el palafrenero me subió. Mientras ajustaba los estribos le pedí que revisara la cincha. –No sea que ruede con silla y todo– le dije con una risita nerviosa. Sujetó la cabezada y se dirigió hacia la rampa que conducía a la pista.

Al salir de las sombras sentí un golpe de calor. El sol me encandiló. El cielo estaba azul, muy azul, no había una sola nube. Los gritos del público me aturdían. —¡Señorita, señorita!— espetó un viejito desde la Tribuna A, espacio abierto para el público general. —Le aposté cinco bolívares— sonrió con esperanza en la mirada.

—Ay señor, usted va a perder esos reales.

—No, usted va a ganar —aseveró.

Al final de la rampa nos esperaba el ponyboy. Él me acompañaría hasta el aparato de salida. Ahí nos esperaba el palafrenero. –Como usted es la más joven le permitieron entrar de última– me informó, dándome unos minutos de alivio. Pero cuando le tocó, Star Hoot se negaba a entrar. Cada vez que lo acercaban levantaba la cabeza y reculaba. Finalmente, le cubrieron los ojos y lograron meterlo.

El joven se colocó sobre el estribo de partida y yo me puse en posición: agarré la crin, con la mano derecha coloqué las riendas hacia delante, la fusta sobre el cuello y me agaché. —¿Están listos?— gritó alguien. —¡No, no, no!— exclamé, paralizada ante el inevitable desenlace. —¿Carolita, estás bien?— me preguntó Oscar Núñez, compañero ecuestre, en el cajón a mi derecha. —No te preocupes. Yo voy a estar pendiente de ti—.

—¿Están listos? —volvieron a preguntar.

—Sí, estoy lista —balbuceé.

—¡Listos!

Apreté la mandíbula, miré al frente, sentía la áspera crin entre mis dedos. El súbito ruido fue infernal: la campana chilló, las puertas de metal se abrieron, estallando hacia los lados, hombres gritaban y los caballos saltaron. Un golpe a mi derecha me desequilibró. El caballo de Oscar había brincado hacia mí. Con las manos aferradas a la crin me reacomodé y dejé que Star Hoot corriera a su gusto.

Cuando nos acercábamos a la primera curva iba de segunda detrás de Carlos Alberto Hidalgo sobre Dominador. Miré hacia atrás, los otros iban lejos. No me lo podía creer. «Coño, puedo ganar esta carrera». Entonces comencé a arrear con los brazos. Le di unos toques en el cuello con la fusta. Al pasar la primera curva, levanté la fusta, di uno, dos golpes y Star Hoot aumentó la velocidad. Un tercero y la fusta se me deslizó.

—¡Carlos Alberto, se me cayó la fusta! —grité.

—¡Tú dale, sigue!

A pesar de los gritos lejanos del público, los cascos de los caballos sobre la arena, había una burbuja de silencio en la pista. Cuando estuve a unos metros de la última curva el estruendo atronador de las tribunas me incitaba. Faltaban seiscientos metros. Star Hoot pasó a Dominador y lo guie hacia la pista interior.

—¡Carolita, me estás cruzando! —gritó Carlos Alberto.

—Perdona. —No sabía que no estaba permitido cruzar, así que volví a la posición exterior.

Estaba en la recta final. La inmensa pista se abría ante mí. El triunfo era posible. Si quería ganar tenía que darle con todo, pero no tenía fusta. Buscaba el espejito que marca la raya final. Lo veía, lejos. Me aplané totalmente sobre Star Hoot que comenzaba a desinflarse. El rugido del público y el golpe de cascos sobre la arena de mis contrincantes se acercaban cada vez más, me acosaban. —¡Hah, hah! ¡Vamos, vamos!— gritaba arreando con los brazos, empujando con las piernas y picando con las espuelas.

El público bramaba delirante y mi mente disparatada se preguntaba: «¿Por quién apuestan? Debían dejarme ganar. Soy la más joven. ¿Cuánto falta para llegar? ¿Dónde está el espejito?», repetía mientras continuaba fustigando a Star Hoot hacia el espejito que no llegaba nunca.

Faltando cien metros escuché, no, más bien sentí el resoplido de un caballo y el retumbar de sus cascos por la pista interior. Star Hoot ya no respondía, no le quedaba carrera, iba a perder. Pasar el espejito fue todo lo contrario a un clímax. Star Hoot se desinfló y yo con él. Lamentaba haber perdido la carrera.

Desde la barrera, Carlos Muñoz, el entrenador, me hacía señas y gritaba algo que no podía oír. Galopé lentamente en su dirección. Uno de mis compañeros, Paulo Llamozas, pasó galopando a mi lado. —¿Quién ganó?— le pregunté.

—Tú, tú ganaste —me contestó. Me parecía una broma cruel.

—Déjate de echar vaina —le espeté. ¿Quién habría ganado? pensaba mientras galopaba hacia Muñoz.

—¡Ven acá, rápido! —vociferó agitado. Abriendo los brazos y las manos me preguntó: —¿Dónde está tu fusta?

—Se me cayó después de la primera curva. ¿Podremos recuperarla?

—Necesitas una, ahora, para saludar al público —insistió.

—¿Para qué?

No lograba asimilar que había ganado. Había visto a un caballo pasarme. Era La Gorda Zecchini quien, como toda una profesional, corrió desde atrás. Le había ganado por un pescuezo.

Muñoz me dio una fusta y le entregó las bridas a Ángel María Guidiño, el palafrenero oficial, para que me llevara a saludar al público. El hipódromo estaba repleto. Miles de personas vitoreaban, gritaban “¡bravo, bravo!”. Con la fusta en alto, pasé tres veces ante un público electrizado. Una poderosa ola de energía me fue colmando hasta explotar en una euforia inconmensurable.

Al pasar por la tribuna popular busqué con la mirada al viejito que había apostado por mí. Debía estar cobrando una buena ganancia. Star Hoot no era favorito y pagó ochenta y tres bolívares (20 USD) a ganador. Esta sería su única victoria. El viejito acababa de ganarse unos cien dólares, bastante dinero en esos años setenta.

El palafrenero me condujo al Paddock de Ganadores donde nos esperaban las autoridades del hipódromo. Había un gentío. Amigos, prensa y fotógrafos quienes al día siguiente llenarían los diarios con la foto de la llegada y titulares como: «Las jockettes arrasaron la de Gentlemen Riders«, «Las damas primero», «Carol, la campeona», «Un merecido triunfo». Una flaca de quince años se acababa de convertir en la primera mujer en ganar una carrera de caballos en Venezuela.

Estábamos todas las ganadoras. Cuatro mujeres nos llevamos los primeros cuatro puestos. Un hombre había llegado de quinto y dos se habían caído. El dueño de Star Hoot ganó diez mil bolívares, pero nosotras al no ser profesionales recibiríamos trofeos. Habían dispuesto dos: uno para el ganador y otro para la mujer mejor calificada. Al recibir los dos trofeos el público de nuevo estalló en estruendosos aplausos para todas nosotras, las triunfadoras.

Posamos para los fotógrafos, saludamos a unos y otros. De tanto sonreír me dolían los músculos en las comisuras de sus labios. Sentía que la emoción me desbordaba. No podía contenerla. Me llevaban para aquí y para allá.

Subimos a la Tribuna Presidencial para recibir las felicitaciones de las autoridades del hipódromo. Alguien me tomó del brazo y cruzamos el pasillo que une la Tribuna con el Jockey Club. Los oídos me pitaban, la vista se me fue nublando. En cuanto abrieron la puerta del Jockey Club me desmayé.

***

Así lo recuerdo. La memoria me devuelve el pasado después de haberlo reinventado. Su reinterpretación me permite volver a vivirlo. Pero no siempre es lo que fue.

Mi hermano Roger, cuya memoria es prodigiosa, me aclara que así no ocurrió. Al día siguiente, el Jockey Club organizó un brindis para los participantes en la carrera. Entre una copa de champaña y las continuas felicitaciones me dio una baja de tensión y sufrí un desmayo.

Volví a correr a los dos meses. «Carol, la invicta», escribió un periodista. Esta vez me asignaron a Rebel Love, un caballo que había ganado varias carreras. Era la tercera favorita.

Roger recuerda cómo el público comenzó a gritar cuando Balmoral, con el preparador Raúl Payares, y yo tomamos la delantera seguidos por Donkaster, con Oscar Núñez, y Felixmar con Carlos Alberto Hidalgo. Según Roger, Rebel Love comenzó a avanzar. Mi familia y amigos se preguntaban: ¿será que va a ganar otra vez?

Iba en la delantera cuando llegué a la última curva. Faltaban cuatrocientos metros. Pero Rebel Love, en vez de girar, cargó hacia fuera y siguió corriendo derecho. Mordió el freno. No respondía. Iba desbocado. No lo podía parar. El sonido seco de los cascos golpeando la arena y el resoplido reverberaban en mi cuerpo atenazado por el miedo. Iba por la pista, sola, hacia la baranda.

Alarmada comencé a acortar cada vez más las riendas, pero nada. Temía que no se parara y fuera a saltar la baranda donde había gente observando. Sin pensarlo solté la rienda derecha y con las dos manos cogí la izquierda. Jalando, comencé a doblarle la cabeza hasta que finalmente lo enderecé y volví a arrearlo.

Aún tenía carrera. Lo azucé y arrancó hacia la llegada. Aunque Rebel Love había galopado cien metros hacia afuera llegamos de cuarto. Al pasar el espejito ralenticé el galope hasta que tomó el paso. Solo escuchaba mi respiración agitada y la suya. Aflojé las riendas, saqué los pies de los estribos y dejé caer mis piernas entumecidas sobre los flancos empapados por una espuma blanca de sudor. Cuando me bajé las piernas me flaquearon de cansancio, pero también de miedo contenido. Nunca más tuve la oportunidad de correr en el hipódromo.

***

Desde abril de este año, el escritor y profesor universitario Ricardo Ramírez Requena abrió el “Taller de literatura autobiográfica”. De allí han salido algunos textos interesantes que a partir de hoy ofrecemos de manera exclusiva en Prodavinci, gracias a la gentileza de Ramírez Requena y de sus talleristas.


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