Perspectivas

Un funeral diminuto

29/10/2022

Foto cortesía de la autora

Enciendo la vela y me quedo de pie junto al altar sin saber qué otra cosa hacer. Se trata de uno de eso nichos pequeños, de acero grueso y con algunos ornamentos pasados de moda que hay en las iglesias antiguas. Los trozos parecen flotar sobre los pequeños candelabros deformados por las capas de cera antigua. Solo hay dos llamas encendidas. Una a la derecha, a punto de apagarse. La mía, al frente. Un trozo delgado que se dobla y parpadea. Me pregunto si debo evitar que se apague, rezar, hacer algo más. Los homenajes no se me dan del todo bien.

Mi padre murió hace unos meses. Un padre ausente con el que conversé por última vez hace aproximadamente cinco años. Uno que olvidaba mi segundo nombre ‒ “no te lo puse yo”, dijo en una de esas vergonzosas ocasiones‒  y al que jamás le interesó nada sobre mí. Un rostro a la deriva, entre los cientos que se recuerdan a diario. Podría ser el suyo y el de cualquier otro. Un rostro. Pero el de Francesco se parecía al mío, aunque nadie lo notara ni yo lo admitiera. Un padre que era una fotografía en un álbum antiguo, una polaroid que lo mostraba en Italia, joven y despeinado. Pienso en todo eso mientras cubro con las manos la llama, ahueco las palmas. El calor raspa la piel, me hace temer una quemadura, pero no permito que se apague. Si lo hago, ¿qué ocurriría?, ¿tendré que despedirme de Francesco? Es una idea ridícula, sin forma, de esas que tienes en momentos de soledad. En medio de la sensación que todo carece de sentido. La vela no se apaga, aparto las manos, las sacudo. Tengo una mancha de cera en la manga del suéter. Es azul, una gota pequeña. La miro y me aparto del altar. ¿Ahora qué?

Es mi primer día después de que comprobé que ya no sufro de COVID. Fue una larga recuperación de casi dos semanas y todavía me encuentro cansada y aturdida. Días en que la fiebre no llegó a bajar del todo, en los que vomité casi a diario. Todavía me tiemblan las manos, me cuesta mantenerme en pie. Pero necesitaba este pequeño ritual sin sentido. No se me ocurrió nada más que pedir a mi madre que me llevara a una vieja capilla del centro de Caracas, cuando volvíamos desde el consultorio médico. La había visto una semana atrás, en la primera visita a la clínica. Tiene aires góticos, aunque como todo en la ciudad, es la copia de algo mayor, mejor hecho y más elegante. Pero el arco tiene pequeños pétalos y me cautivó su rara belleza polvorienta en mitad de una calle concurrida. A la derecha, hay una vieja zapatería. A la izquierda, un almacén. La iglesia es como una flor pequeña y rústica que se esfuerza por nacer en mitad del concreto, los cornetazos y el olor penetrante de la calle. Hay un quiosco de comida: el olor grasoso flota a mi alrededor y lo percibo apenas. El olfato regresa de a poco, en oleadas tenues. Se me ocurrió que sería un buen lugar para despedir a Francesco, que amaba las cosas exageradas y vanas. Ahora creo que solo quiero consuelo, aunque en realidad no siento dolor. Tampoco el tránsito del duelo. Es algo peor: un vacío silencioso, como una herida cuyo peso puedes sentir pero no ver. Una cicatriz interna.

Foto cortesía de la autora

Mamá, de mal humor, detuvo el carro en la esquina. Se inclina, mira por el parabrisas la iglesia. Está cerrada, un portón enorme de manera tallada muy vieja. Jamás la he visto abierta, dice. No importa, quiero ir y tocar. ¿No puedes hacer esto en la casa? No, no puedo, le digo en voz baja. Me quedo sin aliento, de nuevo los pulmones apretados, una especie de peso singular que me provoca temor.

‒ Deberías estar dormida en casa ‒ dice‒,  o qué se yo: leyendo. Haciendo lo que te gusta.

‒ Quiero poner una vela ‒insisto‒  no hago eso en la casa.

Nos quedamos calladas. El rostro de mamá tiene un aspecto pálido debajo de la máscara. El cabello abundante como el mío, rizos oscuros que lleva apretados en lo alto de la cabeza. Las líneas de la frente que heredé le dan un aire severo. Está furiosa, está ofendida. Jamás hablamos de Francesco. Me llevó seis años que me contara por qué lo abandonó; otros tantos para que me hablara de mis años de infancia. Pasé mi primera niñez en medio de una extraña peregrinación a través de Europa. Visitamos familiares, amigos. De un lado a otro. Un recuerdo borroso. Después supe que mamá no supo afrontar la derrota de una relación rota de otra forma.

‒ Lo que sientes es culpabilidad ‒ me dice‒, algo grotesco. Tu papá nunca estuvo para ti.

‒ Ya murió, no se lo puedo reclamar.

Papá murió de COVID. Era fanfarrón y hostil; por supuesto, antivacunas. Supe que había enfermado casi por casualidad. Cuando murió, dos meses después, nadie recordó que debía avisar a la hija, a la mujer que vivía en Caracas y que llevaba su apellido. Solo lo hizo una de mis tías, tres días después del sepelio. Me hizo una llamada telefónica incómoda, en italiano. Me dio la noticia sin adornos. Tu papá murió, el virus de mierdas ese. Me explicó que ya le habían sepultado ‒ “las cenizas, no quería su cuerpo en la tierra”, me explicó ‒ y después alguien comentó que quizás deberían avisar a los parientes de Venezuela. Agradecí, ella susurró algo ‒“de nada, muchacha”‒  y colgó. Me quedé con la bocina en la mano sin saber qué hacer. Ese día tenía fiebre alta. Más tarde me pregunté si había soñado todo eso.

Foto cortesía de la autora

Durante las semanas de recuperación estuve segura de que moriría. Que a pesar de las dosis de vacunas, mi buena salud y cuidados, moriría. Que la muerte de mi padre había sido un aviso. Tuve pesadillas febriles, me desperté para vomitar, aferrada a la tapa del inodoro. Lloré de miedo. Todo se veía irreal, extraño. Mamá estaba furiosa con mi tía ‒“¿qué coño nos hacía falta saber eso?” ‒ y después, con “mi debilidad”. Así llamó a ese duelo fortuito, de miedo. De una angustia abrumada que no supe cómo llamar. Lloré muchas veces, no por mi papá (o quizás sí). Lloré por la ira de esa muerte incidental, al margen de mi vida, sin el menor sentido. Sin otra forma que solo este miedo. Una sensación de aterrada vulnerabilidad. La fiebre fue mi luto, como la tierra yerma, el sol dorado de la mañana que me obligaba a tomar como en un ritual matutino. El mundo sin olores ni sabores. Todo reducido a un fragmento lento de algo que no encajaba en ninguna parte en mi mente.

Miré otra vez la iglesia. Las puertas polvorientas estaban cerradas. Como un sueño. Uno de los malos. Los que me hacían despertar empapada de sudor. Me cubrí el rostro con la máscara. Mamá me miró con los ojos entrecerrados.

‒ No tienes que hacer nada.

‒ ¿Para qué me lo repites? ‒ le pregunté.

‒ Porque necesitas escucharlo.

Me bajé y estuve a punto de resbalar en la acera desigual, rota. La mano de mamá me sostuvo. Caminamos hacia la iglesia. La puerta polvorienta era ahora enorme, monumental. Los ruidos me sacudían, como si fuera demasiado ligera para el estruendo. Tuve náuseas, la frente se me empapó de una película de sudor. Mamá tocó la puerta. Que no la abra nadie, pensé con la respiración agitada contra la mascarilla. Que realmente esté vacía, que esta ilusión de luto termine por ceder.

Abrió una monja con hábito blanco. Era una anciana triste, de piel áspera y blanca bajo el dobladillo del hábito. Nos miró aturdidas. Mamá explicó alguna cosa. No entendí del todo, confusa por los sonidos y olores de la calle. Me aferré al brazo de mi madre, a su apretón irritado. La voz de la monja era suave, como un susurro que iba y venía.

‒ Una vela y nos vamos.

‒ Pero rápido, solo damos misa en la tarde.

La iglesia es diminuta. Una curiosidad de madera y yeso que no alberga ningún santo. El techo se eleva a dos aguas, la madera oscura tiene grietas verdes y algo blanco. Yeso. Se abomba a la derecha. ¿Qué había imaginado?, ¿una pequeña capilla gótica en mitad de Caracas? Solo hay una efigie de la Virgen María, cuya advocación no reconozco. Los brazos abiertos. Tiene un aspecto enorme, levemente inquietante. Ojos de muñeca. El rostro tiznado de polvo y ceniza. Y a sus pies, un altar de metal. Una vela solitaria brilla entre los restos de otras tantas. El altar grande cubierto por plástico. Obras, explica la monja. La diócesis intenta remozar lo que fue una pieza maestra de madera de cedro. Mamá escucha con amabilidad. Pero ya yo camino al altar pequeño.

Foto cortesía de la autora

Hay una vela azul y rota. La tomo, la enciendo como puedo y la dejó al frente. No sé qué otra cosa hacer. Pienso en que Francesco murió hace ya dos meses y se llevó con él la posibilidad de cualquier cosa que pudiera unirnos en el futuro. Se llevó mi infancia de preguntas. Se llevó ese viaje a París que pagó a mis quince años y que quizás es lo único que tuvimos en común. El viaje en el que soñé por primera vez en escribir y fotografiar. Las llamadas esporádicas. Las pequeñas anécdotas, los obsequios sin sentido, la foto robada del álbum familiar. Nunca supe cuál era el lugar en que se encontraba, sentado frente a una montaña verde y radiante, un mar azul plácido más allá que se mece bajo un sol lento. La risa extraña y nasal que heredé. Las historias que jamás conocí de él, la parte de mi vida que le pertenecía. No siento dolor, pero la misma ausencia es un sufrimiento lento. Como si algo en mi interior estuviera marchito, triste y ajado, por el mero hecho de carecer de forma.

Me lleva esfuerzos respirar. Me siento en uno de los bancos. Quisiera llorar, como supongo hace la gente en los velorios. Llorar y decir adiós. Pero solo miro la vela en esta iglesia diminuta. Mamá aguarda a lo lejos. Una extraña con el rostro embozado. Los ojos que brillan en la oscuridad. La otra parte de mi historia en este velorio particular, triste. Fragmentado en dos mitades sin sentido.

***

[Texto generado en el “Taller de literatura autobiográfica” coordinado por Ricardo Ramírez Requena.]


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