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Ocho en punto de la mañana. Las Mercedes, un barrio concurrido en la capital. Coromoto, una joven Pemona de 16 años, con la cara sucia, calzada con unas viejas chanclas plásticas, vestida con harapos, y ya madre de tres hijos, comienza su rutina diaria de mendigar bajo el viaducto. En su mano izquierda sostiene un cartón de leche cortado por la mitad para recoger dinero y en su brazo derecho acuna a su hijo recién nacido. Al final de su turno probablemente tendrá que darle a su hombre, o a su manejador, una buena parte de las monedas que logre extraer de los pocos automovilistas que le presten atención.
En la región amazónica del sur de Venezuela, los misioneros cristianos llevan a cabo su batalla permanente para tratar de preservar el modo de vida de los habitantes originales, aunque reemplazando sus dioses. En la selva, la enfermedad, el calor, la humedad y los depredadores mantienen limitados el número de humanos y el ambiente casi intacto. La jungla sigue recuperando lo que el hombre toma en forma de conucos; un mundo que está tan cerca de la naturaleza invulnerable como se puede uno imaginar.
Sin embargo, está lejos de ser un paraíso. Las tribus aborígenes son vulnerables a los cambios en el medio ambiente y están particularmente expuestas a enfermedades portadas por los no indígenas y ante las cuales su sistema inmunológico no tiene defensas. Debido a que muchas de estas tribus no cuentan con la atención médica adecuada, la vida de las tribus amazónicas es considerablemente más corta que la de los países que las rodean. Muchos mueren de malaria, malnutrición y parásitos [1].
Los «garimpeiros» –mineros ilegales– buscan oro, trayendo no solo destrucción ambiental sino también enfermedades letales para los antiguos habitantes de la selva. El Ejército, desplegado para ayudar a proteger contra la minería ilegal y defender la frontera, se ha convertido en el peor depredador de los indios y en el mejor protector de los contrabandistas.
En el Delta del Orinoco, donde este majestuoso río se fusiona con el Océano Atlántico, el sol comienza a romper la monótona oscuridad de la madrugada. En la distancia, se puede escuchar el fuerte ruido del helicóptero de la compañía petrolera, su fuselaje reluciente volando sobre el oleaje, transportando a los somnolientos trabajadores hacia la plataforma de perforación que se encuentra a 50 millas de la costa. Los modernos exploradores de hidrocarburos buscan nuevas fortunas en las aguas que una vez navegara Colón.
De vuelta en la capital, la jefe de la compañía petrolera, apoltronada en el asiento trasero de su automóvil blindado, lee la información que su asistente le ha preparado. La noticia de otro pozo seco en el proyecto Delta, especialmente durante la temporada de resultados financieros, ha arruinado su día. Para hacer las cosas más complicadas, hoy tendrá que lidiar con el jefe de una ONG ambiental con quien la oficina central le pidió reunirse para apaciguar.
Orlando, Florida, en Animal Kingdom el parque temático de Disney, un grupo de niños de Minneapolis se reúne alrededor del gigantesco Árbol de la Vida. La guía explica: «Con sus impresionantes 145 pies de altura y 50 pies de ancho en su base, el Árbol de la Vida alberga más de 300 tallas de animales meticulosamente detallados a lo largo de su enorme tronco, nudosas raíces y ramas extendidas, invocando la diversidad, la belleza y la naturaleza interconectarla de las muchas criaturas de la tierra» [2]. El viaje a Disney será lo más cercano a la naturaleza que esos niños jamás estarán; sin mosquitos, ni malaria, tan virtual como un videojuego en su iPhone y en sus mentes tan prescindible. A la vuelta de la esquina, Florida Power and Light pone otra caldera en línea, el calor del verano se encuentra en pleno apogeo, la gente requiere tener su aire acondicionado al máximo. En algún lugar de alta mar, otro súpertanquero se abre camino desde el sur trayendo otro cargamento de combustible.
En Viena, los ministros del petróleo están golpeando la mesa de la reunión de la OPEC mientras intentan lo imposible: mantener al mundo sediento de petróleo a precios altos, mientras que en sus países, los ciudadanos empobrecidos y descontentos siguen agregando granos a una montaña de arena que eventualmente colapsará.
En Washington, en la audiencia del Congreso sobre el candidato de la Casa Blanca para encabezar la EPA (Agencia de Protección Ambiental por sus siglas en inglés), se repiten los argumentos seculares: los ambientalistas acusan al gobierno de la mayor reducción en la historia de la agencia de las normas de protección ambiental, mientras que los grupos de presión de la comunidad empresarial argumentan que la injerencia gubernamental y las tácticas para imponer las medidas de protección de la agencia tienen el tinte de “Big Brother”.
En un día cualquiera, escenas como las anteriores suceden en todo el mundo. La Tierra es una paradoja giratoria. Por un lado, llena del éxito del mejor esfuerzo humano, y por el otro, sufriendo las consecuencias de la incapacidad de la especie humana para cuidar de una parte importante de sus miembros. Y aunque hemos avanzado mucho en términos de progreso, gran parte de la sociedad tiende a creer que la situación hace sino empeorar [3].
A medida que pasa el tiempo, y el argumento sobre la relación de la humanidad con la naturaleza se convierte en un tema central para el tipo de desarrollo que aspira la sociedad, las discusiones se vuelven más apasionadas y los argumentos cada vez más elaborados y divergentes unos de otros. Personas inteligentes, y de buenos modales, se enfurecen ante la mera mención de la opinión diferente de otra persona, y la objetividad que uno tiende a asociar con el método científico se convierte en fanatismo religioso.
Los activistas de la conservación nos quieren hacer creer que si permitimos que la economía moderna continúe explotando los recursos del planeta, en lo que califican como explotación derrochadora, nuestro mundo se convertirá en un gigantesco basurero que sufrirá las consecuencias de un imparable cambio climático global. Argumentan, reuniendo un creciente cuerpo de evidencia, que afectando el medio ambiente que se supone debemos proteger para las generaciones futuras, manipulando sistemáticamente el código genético de los seres vivos como estamos empezando a hacer, y cualquier otra interferencia en el plan original de Dios es un camino seguro para extinción.
Del otro lado del argumento, la mayoría de los economistas del desarrollo, los capitanes de la industria y los científicos idealistas afirman que no hay evidencia científica incontrovertible que respalde tales afirmaciones. Repiten que, de una forma u otra, la especie humana siempre ha estado modificando el medio ambiente, siempre para mejor, agregarían. Además, afirman que incluso si aceptamos que proteger la naturaleza en un contexto amplio es una buena idea, no sabemos lo suficiente sobre los costos-beneficios involucrados para tomar decisiones informadas, y mucho menos las correctas. Argumentan que con los incentivos adecuados la tecnología siempre aportará soluciones a los problemas, o si no al menos buenos compromisos.
Cuando uno entra en la contienda, pareciera que la naturaleza maniquea de los argumentos obliga a tomar uno de dos posibles roles. Por un lado, el de un canalla y miope capitalista, o por el otro, el de un idealista con sandalias y franelas color pistacho, estereotipos que, aunque útiles, no son más que una barrera para el diálogo significativo. La mezcla de política, economía y simple prejuicio involucrado en la discusión de estos importantes temas, lo convierte en un caldo de cultivo ideal para el crecimiento del fanatismo ciego, y ya sabemos a dónde ha llevado esto a la especie humana en el pasado.
Es fácil ser controversial cuando nos referimos a nuestra relación con el mundo en el que vivimos, pero no pareciera esa la mejor manera de encontrar la síntesis necesaria para seguir avanzando en nuestra evolución como sociedad. ¿Nos verán las generaciones futuras como los padres fundadores de su presente o verán nuestro debate actual de la misma forma en que hoy vemos a los teólogos de la Edad Media discutiendo el sexo de los ángeles?
Para comenzar a preparar el terreno para la recolección de las respuestas necesarias a estos problemas complejos, uno debe comenzar a desafiar algunos o todos los prejuicios, llamémoslo conocimiento si se desea, que tenemos sobre el tema.
A lo largo de los siglos, la sociedad occidental ha desarrollado una visión antropocéntrica del universo. Creemos que somos el pináculo de la escalera evolutiva o la obra maestra de Dios, dependiendo de la creencia de cada uno. Esta creencia nos lleva a pensar que tenemos derecho a usar y abusar de los recursos del planeta Tierra, o que tenemos la tarea divina de preservar el paraíso tal como nos fue legado. Esas posiciones no tienen manera de encontrarse, no hay manera de establecer un diálogo.
¿Qué pasa si consideramos a la especie humana como una parte más de la naturaleza en sí misma y no como su centro o su administrador? James Lovelock, el autor de la Teoría de Gaia, proclama que el planeta se comporta como un sistema individual de vida autorregulado de tal manera que se mantengan las condiciones adecuadas para la vida. En opinión de Lovelock, la humanidad es periférica, aunque peligrosa, para los sistemas de vida del planeta. Nuestra preocupación antropocéntrica es preservar la tierra como la queremos. Lovelock cree que las ideas de custodia que tenemos son absurdas y peligrosamente arrogantes: «Nunca sabremos lo suficiente… La respuesta es no intervenir»[4].
Una extensión de esta visión sistémica es que, dado que los humanos son parte del todo, también lo son nuestras acciones. Aquellos que siguen adelante y talan la selva para fabricar muebles son parte del sistema. Los que dedican sus vidas a defender el bosque también forman parte del mismo sistema. ¿Quién puede decir cual comportamiento es el anómalo? Incluso se puede suponer que el mismo acto de argumentar es parte del sistema.
Pero ¿importa? Los biólogos evolutivos estiman que, durante la historia de la vida en este peñasco llamado Tierra, unos pocos miles de millones de especies diferentes han evolucionado en un momento u otro. Solo unas pocas decenas de millones existen hoy. La extinción es un evento tan natural que, como escribió una vez David M. Raup, “en una primera aproximación, todo está extinto” [5]. Esta visión fatalista del mundo sostiene que “los grandes terremotos, los incendios forestales y las extinciones masivas son simplemente las grandes fluctuaciones esperadas que surgen universalmente en los sistemas que no están en equilibrio. Para evitarlos, habría que alterar las leyes de la naturaleza”.
Por alguna peculiaridad evolutiva o intervención divina nos convertimos en seres conscientes. Incluso si solo somos engranajes en alguna máquina celestial, no podemos evitar pensar que tenemos los medios para elegir nuestro presente y, por consiguiente, el futuro de nuestra especie. Hemos llegado a este punto de nuestra historia mediante una combinación aleatoria o inevitable de errores y éxitos. Aspiramos a seguir avanzando. Para hacerlo contamos con el hecho de que nuestras ideas, nuestra única ventaja competitiva definitiva y nuestro peor enemigo nos guiarán.
Nuestra capacidad para generar, modificar y transformar ideas nos ha llevado a salir de las cavernas y llegar al espacio exterior. La fuerza de esas ideas ha hecho que la especie humana crezca y prospere, aunque con preocupantes desigualdades. Las ideas que nos dan la esperanza de curar el cáncer, también nos aterrorizan por la posibilidad de crear una élite genética de súperhombres. La posibilidad de dar a todos en el planeta acceso a la electricidad crea el potencial de modificar de manera importante el clima. Cada idea representa una recompensa y un costo, y es nuestro destino seguir eligiendo.
Pero sobrevivir y prosperar no debe ser privilegio exclusivo de los privilegiados. La especie humana, se cree, se originó en África y se extendió a todos los rincones del mundo. Somos, independientemente del desarrollo económico, parte del mismo conjunto de genes, y todos tenemos el mismo impulso, y muchos argumentarán, el mismo derecho a trascender.
Por lo tanto, llegamos a una pregunta crucial: ¿están los ecologistas moralmente en lo cierto al argumentar que el resto del mundo tiene que poner en el congelador su largamente retrasado desarrollo porque lo que queda intacto de la naturaleza se perdería de manera sustantiva para la humanidad?
Si la respuesta a la pregunta es Sí, y todos tenemos el derecho a una vida mejor, al mismo tiempo que conservamos una apariencia de paraíso ¿quién puede entonces enfrentarse a la tarea de repartir el planeta y sus recursos sin recurrir a la fuerza bruta? ¿Qué le vamos a decir a los cientos de millones de personas para quienes la naturaleza es la miseria en la que viven y mueren? ¿Nos encogemos de hombros mientras discutimos sobre el efecto causado por la sociedad moderna en el medio ambiente en los suburbios de las grandes ciudades?
Cerca de mil millones de personas aún no han alcanzado el primer peldaño de la escalera energética, mientras que más de tres mil millones de personas apenas cumplen con los requisitos mínimos de energía. Esta brecha social es una fuerza irresistible para el cambio. Al igual que en la Naturaleza, este tipo de desigualdad encontrará una manera de resolverse. Depende de la sociedad elegir si el resultado es un equilibrio útil y constructivo o un caos destructivo. La resolución no es obvia
La presidenta de la compañía petrolera regresa a sus oficinas, después de una reunión en la que el jefe de la ONG se quejó de que no se estaba haciendo lo suficiente para proteger el medio ambiente en torno al proyecto de exploración de su compañía, se siente incómoda. Le molesta la idea de que el bien presentado ecologista no parece saber, ni entender, que es el petróleo el que paga por su presupuesto y los proyectos que promueve para la protección de la selva tropical y el Delta. Aleja estos pensamientos de su mente y le pide a su chofer que se apresure a medida que se acercan a la esquina donde una joven Pemona, con un recién nacido en sus brazos, está pidiendo dinero.
Coromoto pasará la noche debajo de algún puente, junto a sus hijos y otros miembros de su tribu que han realizado el largo viaje hacia el norte en busca de una vida mejor, o engañados por un traficante de personas. ¿Soñará con estar de vuelta en la jungla donde nació? ¿Extraña el ruidoso silencio del monstruo verde durante la noche? ¿Ha cambiado la herencia de su raza por una vida que no está preparada para enfrentar? ¿Volvería a ella si pudiera?
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[1] https://tropical-rainforest-facts.com/Amazon-Rainforest-Facts/Amazon-Rainforest-Facts.shtml
[2] https://disneyworld.disney.go.com/attractions/animal-kingdom/tree-of-life/
[3] Factfulness: Ten Reasons We’re Wrong About the World – And Why Things Are Better Than You Think. Hans Rosling and Ola Rosling. ceptre (April 3, 2018)
[4] Gaia: A New Look at Life on Earth. James Lovelock. Oxford University Press; Reprint edition (July 1, 2016)
[5] The Nemesis Affair: A Story of the Death of Dinosaurs and the Ways of Science. David Raup. W. W. Norton & Company; Revised, Enlarged edition (November 17, 1999)
Luis A. Pacheco
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