Un curso de filosofía en la Universidad de Caracas, 1755-1758

18/12/2021

Final del Primer Libro de la Física del Cursus Philosophicus de Suárez de Urbina, Caracas, 1758. Biblioteca Nacional

La Real y Pontificia Universidad de Caracas comenzó a funcionar en agosto de 1725, casi cuatro años después de que Felipe V emitiera la Real Cédula por la que autorizaba su creación, el 22 de diciembre de 1721. Don Ildefonso Leal (Historia de la UCV, Caracas, 1981) recuerda que comenzó con nueve cátedras: dos de Latín, una de Filosofía, tres de Teología, una de Sagrados Cánones (esto es, Sagradas Escrituras), una de Instituta o Leyes y otra de Música o Canto Llano. Estas cátedras estaban agrupadas en cuatro Facultades: Teología, Cánones, Leyes y Filosofía. Treinta y ocho años después, en 1763, se sumó la Facultad de Medicina, y después se añadirían otras. Claro que el número de cátedras ni de facultades equivalía a las carreras que se ofrecían. En sus inicios, la Universidad de Caracas solo estaba autorizada para otorgar grados mayores en tres carreras: Teología, Leyes o Derecho y después Medicina, “con iguales circunstancias y prerrogativas que la de Santo Domingo”. Desde luego, también se ofrecían otros cursos de perfeccionamiento y cátedras complementarias, como cursos de gramática o después las cátedras de anatomía y cirugía en Medicina.

El Bachillerato en Artes: latín y filosofía en la universidad colonial

¿Qué lugar ocupaban, pues, las cátedras de Latín y Filosofía en el pensum universitario? Para poder inscribirse en una de las tres carreras que ofrecía la Universidad, los alumnos tenían que aprobar primero el llamado Bachillerato en Artes. Éste consistía en la aprobación de dos años de Latín y tres años de Filosofía. El aprendizaje de la lengua latina era simplemente imprescindible. Era imposible cursar las asignaturas, y por tanto recibir los títulos universitarios, sin saber latín. En latín se dictaban las clases, se comentaban los textos y se hacían los exámenes, en latín estaban escritos la mayoría de los libros, científicos y humanísticos, en latín se redactaban las tesis doctorales y se defendían ante los jurados. También en latín daban sus oposiciones los catedráticos, quienes debían disertar durante una hora, en esa lengua, sobre un tema escogido por sorteo. El latín era, pues, la lengua del saber, y por tanto la de la universidad.

Como hemos visto, existían dos cátedras de Latín: una de Gramática de Menores y otra de Mayores y Retórica o Elocuencia. Los alumnos ingresaban a la cátedra de Menores entre los diez y los doce años aproximadamente, después de asistir a la escuela de primeras letras. En la cátedra de Menores el profesor les enseñaba rudimentos de morfología y sintaxis según los tres primeros libros de las Introductiones de Nebrija. Se leían asimismo las fábulas de Esopo o algún otro autor sencillo equivalente. En la de Mayores o Retórica se estudiaban el cuarto y quinto libro de Nebrija y se comentaban los versos de Virgilio. Cuatro meses antes de finalizar el año el profesor ofrecía un breve cursillo de retórica para los alumnos más aprovechados. A finales de siglo y con el objeto de estimular el aprendizaje del latín, la Universidad instituyó una serie de premios en elocuencia y traducción. Se sabe que en el año 1800 el joven Andrés Bello aprobó los cursos de latinidad con las mayores notas, después de haber barrido en todos los concursos.

El curso de filosofía

Aprobados los exámenes de latinidad, los alumnos ingresaban al curso de Artes o Filosofía. Éste duraba tres años, en los que se dedicaba un año al estudio de la Lógica, otro al de la Física y otro a la Metafísica, siempre según los libros de Aristóteles y la división de la filosofía que era canónica desde la antigüedad. Ya con el Bachillerato en Artes, el alumno podía optar por un segundo Bachillerato especializado, esta vez en Derecho, Teología o Medicina, la carrera propiamente que duraba cuatro o cinco años. Al culminar estos estudios venía un período de “pasantía” (así se llamaba) de unos tres o cuatro años más, en los que el “Bachiller pasante” ampliaba sus conocimientos de acuerdo a su carrera, bien en el ejercicio práctico, caso de la medicina o el derecho, bien en la docencia para los que habían estudiado teología. Terminado este período, el estudiante se sometía a las pruebas para obtener la licenciatura, que eran, según Leal, “la prueba más difícil de toda la carrera universitaria”. Finalmente, la obtención del doctorado era de carácter “más protocolario y de alto simbolismo, que de dificultad académica”.

El curso de Filosofía duraba, pues, un triennium, con clases de tres horas todas las mañanas. Las clases se dividían en tres partes, de una hora cada una, y éstas a su vez en dos mitades de media hora: en la primera se dictaban los textos, la dictatio, y en la segunda se explicaban y comentaban, la commentatio. Los períodos lectivos comenzaban puntualmente el 18 de septiembre y terminaban a finales de mayo con la celebración de la ceremonia del Hucusque (“hasta aquí”). En el primero se leían la Logica y las Summulae (principios elementales de la lógica), en el segundo la Physica y en el tercero el De anima y la Metaphysica, aunque está claro que éstos no eran los únicos tratados aristotélicos que se estudiaban. Se sabe que estos estudios mantuvieron siempre un carácter escolástico, en los que permanecían indiscutibles las doctrinas de Aristóteles y, más aún, las del “divino” Tomás, Divus Thomas, el Angelicus praeceptor. Sin embargo, ya en la segunda mitad del siglo XVIII estos dogmas comienzan a ser cuestionados, no sin resistencia, por los seguidores de la llamada “filosofía nueva”, más “moderna”, inclinada a la experimentación y el dato empírico, como cuenta Parra León en su Filosofía universitaria venezolana. 1788-1821.

El Cursus de Suárez de Urbina

Hasta nosotros han llegado dos ejemplares de los cursos de filosofía que se dictaban en la Universidad de Caracas por aquellos tiempos. Se trata del Cursus Philosophicus de Antonio José Suárez de Urbina y el de su discípulo, Francisco José de Urbina. Ambos se conservan en la Biblioteca Nacional de Caracas. Suárez se formó en el Colegio Seminario de Santa Rosa antes de culminar sus estudios y presentarse a oposiciones en la Universidad. Desde 1749 obtuvo “sucesivamente” las cátedras de Filosofía y de Latinidad, hasta que en 1758 se posesionó “en propiedad” (es decir, de manera vitalicia) de la de Filosofía. Sin embargo, a partir de esa fecha desaparecen las noticias sobre él durante casi veinte años. La razón es que su amigo y protector Pedro Tamarón, “Escolástico, Cancelario y Conservador de la Universidad, y brillante Canónigo de la Catedral de Caracas”, había sido designado Obispo de Durango en Nueva Vizcaya (al norte de México). Tamarón invitó a Suárez a acompañarlo, quien debió renunciar a su recién ganada cátedra. Si los dos religiosos partieron entre finales de 1758 y comienzos de 1759, tenemos que concordar con Ángel Muñoz (“Antonio José Suárez de Urbina. Notas para una biografía”, 1999) en que Suárez culminó a mediados de 1758 su Cursus. Suárez no volverá a Caracas hasta 1774, donde ocupó importantes cargos eclesiásticos hasta su muerte en 1799.

El Cursus Philosophicus de Suárez de Urbina fue diligentemente copiado por su discípulo Francisco José Navarrete, quien llegó a ser Maestro de Ceremonias de la Universidad. Expresión de la hegemónica tendencia aristotélico-tomista, el Cursus será fiel reflejo del estado de la filosofía en Venezuela a mediados del siglo XVIII. En sus 170 folios el autor más citado es, cómo no, Tomás de Aquino (154 veces), seguido de Aristóteles (58) y otros como Agustín, Platón, Séneca o Boecio; pero también comienzan a aparecer tímidamente nombres como los de Descartes, Buffon, Purchot o Maignan, representantes de la “nueva filosofía”. Es interesante ver cómo, si toda la primera mitad del Cursus está dedicada al estudio de la lógica, de la segunda mitad se dedican 84 folios al estudio de la física, principalmente con la lectura de la Physica, pero también de otros tratados como el De generatione, el De caelo o el De meteoris, y solo 15 al estudios del De anima y la Metaphysica. Al final del curso se añade una Sipnosis axiomatum, un compendio de unas cien máximas filosóficas destinadas a ser memorizadas por los alumnos, un recurso pedagógico típicamente escolástico.

Ahora bien, ¿cómo era el latín en que estaban escritos los Cursus? Asunto complicado y extremadamente interesante. Durante mucho tiempo pensé que era latín vulgar, sin más; pero un día María Josefina Tejera me hizo caer en cuenta de que se trataba de mucho más que eso. Al ser un texto dictado, el Cursus Philosophicus contiene marcas que nos dan cuenta de cómo se pronunciaba el latín en la universidad caraqueña del siglo XVIII, lo que no debía distar mucho del que se hablaba en otros centros de estudios superiores en Hispanoamérica. Se trata de una lengua en la que se fusionan diferentes vertientes, como el latín eclesiástico, con su inclinación a adoptar helenismos, el neolatín y el latín de los humanistas, obsesionado por el purismo y la corrección, tal y como lo establecía la norma salmantina. A todo esto hay que agregar un elemento particular, y es el contacto de este latín tardío con el español hablado en América. Así podemos encontrar términos como situm por citum, hypotetica por hypothetica, noticia por notitia, redere por reddere, representat por repraesentat o iubat por iuvat, que revelan mucho más que la presencia de un simple error ortográfico.

El latín y la filosofía escolástica (con su vieja pugna entre tomistas y escotistas) sobrevivirán todavía unos años en las aulas de la universidad caraqueña, pero su destino estaba ya fijado. Durante las últimas décadas del siglo la oposición entre la filosofía tradicional y las nuevas corrientes del pensamiento no hará más que acentuarse, hasta que termine por resolverse con las reformas de Bolívar y Vargas en 1827. Esta tensión entre tradición y ruptura, dogmatismo y pensamiento liberal, es fundamental para entender la mentalidad de la generación que llevó a cabo la emancipación de Venezuela.


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