Perspectivas

Un adiós a Max von Sydow

"Star Wars" (El despertar de la fuerza) episodio 7

15/03/2020

La noticia de la muerte de Max Von Sydow estremeció. A sus 90 años, el autor sueco tuvo inolvidables apariciones. Pero por encima de todas, los seguidores del cine indie lo extrañarán por su huella en la historia del Séptimo Arte junto el director Ingmar Bergman.

Una expresión del cine adulto.

Su figura de 1,94 metros de estatura —coronada por su largo rostro caballuno y su voz hipnótica—, desprendía un carismática aura personal. Tal halo, del que se habló como “el resplandor religioso de Von Sydow”, lo persiguió hasta el final, cuando falleció en su casa en Francia, de un infarto de corazón.

¿Qué había en von Sydow? ¿De dónde provenía su profundidad interpretativa?

En la búsqueda de respuestas pareciera resultar inevitable acudir a los orígenes, al principio.

A Bergman.

Al que estuvo inextricablemente ligado como artista. Al menos para quienes le conocimos en el desaparecido cine Palace de la avenida Universidad, en una Caracas que se fue, por la memorable secuencia de El séptimo sello en la que el cruzado Antonius Block (von Sydow) reta a la Muerte (Bengt Ekerot) a la celebérrima partida de ajedrez, y en la que no por miedo, sino para ganar tiempo, quiere encontrar respuestas antes de morir sobre las grandes cuestiones de la vida.

Sin encontrarlas.

Constituyó la primera zambullida en el cine fascinante de Bergman que, como había ocurrido con su anterior filme en ese cine, El silencio, había vaciado las butacas y dejado a los espectadores desconcertados.

“Las obras de Bergman —decía— reflejan muchos aspectos de su personalidad, o de sus preocupaciones, y algunos de los personajes que hice fueron parte de eso. Por ejemplo, el caballero que busca la revelación divina en El séptimo sello, el artista oscuro frente a la sociedad burocrática en El mago, el pintor que trabaja fuera de la sociedad, manipulado por extraños personajes de un castillo en La hora del lobo”.

Y por esas interpretaciones pasó a hacer papeles religiosos en Hollywood.

“¡Cierto! ¡Bergman tiene la culpa! Y también los productores sin imaginación ni valentía. Hice de Cristo, de cura, de San Pedro, hasta del Demonio, que es un personaje religioso”.

Hizo de papa en Cellini, una vida violenta, de cardenal en la serie sobre Los Tudor, de arzobispo en A che punto è la notte y en Cartas de la Madre Teresa como el acompañante espiritual de la santa de Calcuta, el padre Celeste van Exem. En la serie de La Biblia haciendo de David, en la película dedicada a Salomón, y colaboró como narrador en Sansón y Dalila. Y hasta encarnó al emperador Tiberio en En busca de la tumba de Cristo.

Un hombre que, criado como luterano, se alejó de esa religión —dijo—tras hacer de Jesús Cristo.

Von Sydow hubo de responder siempre en las numerosas entrevistas periodísticas a su relación con ese maestro, ese mito, reconociendo que no había una respuesta fácil para ello. Se llevaban diez años de diferencia. Max estaba en el instituto y él, Ingmar Bergman, ya actuaba y dirigía teatro en Estocolmo. Von Sydow ya había oído hablar de él y de la controversia que levantaban sus producciones, a menudo provocativas. Empezaba en el teatro —“lo del cine me sonaba lejano”— y acudía a una escuela de drama donde hacía prácticas en teatros municipales.

En Suecia, los ayuntamientos contrataban a un director para programar toda la temporada en cada teatro municipal. “Y en el caso de Bergman —declaró en el Festival de Sitges de 2016 al crítico y cineasta Gregorio Belinchón de El País—, al final de la temporada, en verano, en Malmo, el mismo equipo teatral se convirtió en equipo de cine. Estuve en una de esas compañías municipales seis años y al tercero llegó Bergman. Fue una bendición”.

—Fue un gran amigo. No, más que eso. Mucho más que eso —ha dicho—. Sus producciones teatrales me estimulaban intelectualmente, me enseñaba, poseía una gran imaginación, una enorme inteligencia y un estupendo sentido del humor, algo no menos importante.

“Nos dejó un legado artístico fundamental para entender al ser humano”.

Y tal vez sea en esta frase donde se macera la estatura emocional e intelectual del actor sueco que acaba de morir, en esas conocidas obsesiones bergmagnianas que supo interpretar a la perfección. Como el resto de la troupe de intérpretes con los que Bergman estableció relaciones duraderas, y casi nunca estrictamente profesionales: Bibi Anderson, Erland Josephson, Harriet Andersson, Gunnel Lindblom, Liv Ullmann…

Y Von Sydow, quien gracias a El séptimo sello se convertiría en el más emblemático de los protagonistas del director. Antes de triunfar en Hollywood, hasta 1971, hizo 10 películas más con él, entre las que sobresalen El manantial y La hora del lobo (1968), y en las que abanderó los dilemas existenciales del director. Una filmografía entre cuyas profundas e inquietas aguas se abordan los temas más esenciales de la condición humana.

Era hijo de un pastor luterano. «¿Por qué no puedo matar a Dios dentro de mí?», se pregunta en el confesionario el famoso caballero de El séptimo sello. De ahí ese halo de hieratismo religioso que, desde entonces, caracterizara su figura.

Acrisolado en la propia experiencia del sentido de la existencia y el miedo a la muerte, el origen del mal o, por supuesto, las tensiones entre la razón y la fe. Su capacidad para rodar en diversos idiomas, pasando del sueco al francés —nacionalidad que adquirió—, el alemán o el danés, el italiano o el español, constituiría su corpulencia interpretativa, emocionalmente enriquecida por la contradictoria mezcla de impenetrabilidad y vulnerabilidad para expresar la subjetividad de tantos personajes.

Junto a su reconocida habilidad para transmitir simultáneamente estados emocionales opuestos.

Es notoria en Bergman la capacidad de trazar el mapa del alma humana a partir de su singular manera de acercarse con la cámara al rostro de sus actores —que Diego Agudelo llamó poesía de los gestos—, el genio para descubrir ese territorio oculto entre el dolor y el gozo, la dicha y la desesperación, el espanto y el éxtasis.

Y he ahí que cuando habíamos confinado a Von Sydow en aquel refinado gueto del Arthouse, el cine de arte y ensayo, nos lo devolvían sorpresivamente como un Cristo enigmático y majestuosa autoridad en La historia más grande jamás contada, de George Stevens; papel que lo catapultaría como uno de los actores más cotizados de Hollywood.

Por lo que se traslada a Los Ángeles. Y desde 1965, Max von Sydow se convierte en actor regular en las producciones estadounidenses, de directores como John Huston y George Roy Hill. No sin hacer también Pelle el conquistador con el danés Bille August. Y, por supuesto, en El Exorcista. ¿Quién no recuerda El Exorcista y a Sydow enfrentando a Lucifer como el inolvidable Padre Merrin? Una actuación que dotaría al film de William Friedkin de ese trasfondo abismal, intenso y penetrante que sostiene todo el metraje.

Y su legendaria voz que, como recordaba Belinchón, “si en francés sonaba más pausada, en sueco y en inglés (como se pudo escuchar hasta en Los Simpson) parecía brotar del centro de la Tierra”.

Creía que un actor tiene que estar preparado para actuar sin utilizar la palabra, usando su cuerpo, su rostro. “En cierto modo —dijo alguna vez— es el retorno a un modo primigenio de hacer las cosas, a aquellos tiempos del cine mudo donde la expresión lo era todo…”

E igual que encarnó a Jesucristo o al demonio, al Padre Merrin o al cuervo de tres ojos en tres episodios de Game of Thrones, hizo de Strindberg, del despiadado emperador Ming en Flash Gordon y el villano Stavro Blofeld en Nunca digas nunca jamás del 007, como también de Clemente VII, el Papa y Eugene O’Neill. Y como dicen, hasta del abuelo de Heidi. Fue el artista atormentado en Hannah y sus hermanas, de Woody Allen, el asesino incansable que persigue a Robert Redford en Los tres días del cóndor de Sidney Pollack.

Está ahí, en la olvidada adaptación de Needful Things, de Steven King, en Conan el bárbaro, DuneMinority Report de Spielberg, o Shutter Island de Scorsese o el Robin Hood de Ridley Scott. Como protagonista o secundario, durante siete décadas, el rostro icónico de Sydow emerge por encima de todos sus contemporáneos.

En marzo de 2012, el guionista y crítico Tony García, quien le entrevistó sobre su papel en Tan fuerte, tan cerca, sobre el 11-S, le describe mientras se sirve un té, como un hombre grande, que viste de negro, y en su rostro, aparte de esos diminutos ojos azules, destacaban unas cejas superlativas, y desde luego, hablaba “un inglés exquisito, lleno de matices, a los que hay que añadir una voz inconfundible para los amantes del cine.”

“Lo importante para un actor mayor como yo es seguir trabajando—dijo—. A menudo, me llegan guiones de padres o abuelos enfermos que mueren. Aburridísimos. Así que si aparece Juego de Tronos o Star Wars me emociono. De acuerdo, mi personaje en El despertar de la Fuerza se muere [risas]. Pero no por viejo —agregó—, sino porque está en mitad de una revolución».

Así era este anciano que muere sin serlo. Aunque su fallecimiento fue confirmado por su esposa en Francia, donde vivía desde hacía años. Y donde adquirió la doble nacionalidad, según él, por amor. «Desde allí —dijo una vez al Clarín de Buenos Aires—, puedo desplazarme más fácilmente a otros países, aún me quedan roles por encarar. Quiero hacer comedia, estoy harto de guiones que me llegan para encarnar a religiosos. Supongo que por mi voz y mi aspecto. Yo deseo lanzarme a cosas menos serias, divertirme. He bailado mucho en el teatro, y nada en el cine”.

«Con el corazón roto y con una tristeza infinita, anunciamos con extremo dolor el fallecimiento de Max Von Sydow el 8 de marzo 2020 «, ha escrito su hija, la productora Catherine Von Sydow, quien también ha pedido discreción a la prensa durante el periodo de luto.

Que así sea.


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