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A Elisa Lerner la contacté gracias a nuestro querido amigo común, Carlos Sandoval. Desde que llegué a Nueva York me empeñé en seguir la huella de los escritores venezolanos que alguna vez vivieron aquí, y así entender cuán profunda ha sido la impronta de esta ciudad en nuestra propia literatura. La autora de En el vasto silencio de Manhattan ‒yo no había caído en cuenta hasta que mi esposa me lo recordó‒ no podía quedar por fuera.
El reto era interesante, porque, aunque las temporadas neoyorquinas de, pongamos, Juan Antonio Pérez Bonalde o, mucho más, Arturo Uslar Pietri, estaban bastante bien documentadas, no había prácticamente nada acerca de los años de Elisa Lerner en Nueva York, salvo algunas anécdotas que ella misma había contado a Milagros Socorro y a Arlette Machado, y que fueron publicadas en su momento. Ahora yo tendría la oportunidad de conocer de primera mano las vivencias neoyorquinas de Elisa Lerner.
Desde el primer momento se mostró receptiva a participar en mi proyecto. El día de mi primer mensaje, el 18 de septiembre, me prometió contarme sus experiencias a través de unos audios que me mandaría esa misma tarde. A las seis y media, puntualmente, comenzaron a llegarme. La historia que comenzó a contarme se remontaba mucho antes de venir a Nueva York. Me contó por qué había decidido estudiar Derecho en aquella Venezuela de pocas opciones, y cómo Renée Hartmann le había conseguido, una vez que se graduó, una “modestísima beca” para que viajara a Nueva York a especializarse en prevención del delito y organización de tribunales de menores. Es así como tenemos a Elisa, con sus maletas y veintiocho años recién cumplidos, aterrizando en el JFK a comienzos de otoño de 1960. Debió viajar con el corazón revuelto. Unos meses antes había muerto su padre y en octubre se estrenaría su primera obra, La bella de inteligencia, sin que ella pudiera estar presente. Ya entonces era conocida en Caracas por las crónicas y críticas de cine que había publicado en revistas como Mi Film y después en Sardio.
En Nueva York la esperaba su primo Abuchi, al que nunca había visto antes, tal y como cuenta en su crónica «El primo Abuchi en Brooklyn». Sin embargo, el primer encuentro con la ciudad no sería más que una breve escala. El programa preveía tres meses en la Universidad de Michigan, en Ann Arbor, para perfeccionar su inglés, y otros más en Washington D.C., donde terminó por aficionarse a los estupendos Rubens que hay en la National Gallery.
En primavera de 1961 la tenemos otra vez en Nueva York. Los primeros días se aloja en el Hotel Dauphin, en el Upper West Side, que ya no existe porque fue demolido para dar paso a las obras del Lincoln Center. Es cuando, a través de su hermana Ruth, entra en contacto con Mrs. Hellen Berger, una dama que le aquiló una habitación en Long Island City por cincuenta dólares mensuales más cinco diarios por el “dinner”. Miss Berger, como Elisa la llamaba, salía todas las mañanas a trabajar, y ella se quedaba escribiendo en su habitación con vistas al puente de Queensboro. De ahí salió su monólogo sobre Jean Harlow. Por las tardes, Miss Berger volvía del trabajo y preparaba la cena. Entonces las dos tenían tiempo para conversar. Miss Berger quería aprender español porque tenía un hermano en Bolivia y quería ir con él cuando se jubilara, como Rosie Davis, la protagonista de En el vasto silencio de Manhattan.
Pero no todo fueron silenciosas mañanas dedicadas a la escritura con Roosevelt Island dibujándose en la ventana. Los meses siguientes debieron ser frenéticos. Tomó clases de sociología en el City College y algunas mañanas tenía que asistir a las sesiones del Tribunal de Menores, en el Lower Manhattan. En el City College debió conocer a un escritor que la impresionó profundamente y dejó huella en su obra, Fred Tuttem. También debía presenciar las terapias que se hacían a los presos en la cárcel de Brooklyn. Pero, sobre todo, se aficionó al pasatiempo favorito de todo el que pasa una temporada en Nueva York: perderse por sus calles.
Le gustaba caminar por Broadway hacia la zona de Columbus Circle, y por la Quinta Avenida con sus tiendas lujosas; pero sobre todo le gustaba deambular por Greenwich Village, antiguo epicentro de la vida intelectual de la ciudad, caminar por Bleeker Street, con sus cafés, sus librerías y sus teatros ‒porque eso tambien hizo: ver mucho cine y mucho teatro‒. Se habituó a pasear por viejas librerías que ya no existen, como la de Mercer Street y la de University Place, o la Scribner’s, que editó las obras de Heminway y Scott Fitzgerald, o la Doubleday, ambas en la Quinta Avenida. Y a veces, si los números le daban, incluso compraba alguna novela de Mary MacCarthy o de Norman Mailer.
En Washington Square conoció a Tom Simcox, un actor fracasado que partió a Hollywood en busca de su sueño y al que nunca más volvio a ver. Como Jim, el personaje de En el vasto silencio de Manhattan. Cuando podía se paseaba por la Quinta Avenida con la esperanza de toparse con alguna estrella de cine. Y un día lo logró, porque pudo ver a Shelley Winters, que años antes se había ganado el Óscar por El diario de Anna Frank, caminando como cualquier transeúnte con dos bolsas repletas de compras. También una noche se enamoró de los ojos de Paul Newman, “los ojos más hermosos de cuantos había visto en los Estados Unidos”, con los que se topó saliendo de ver La ópera de tres peniques. Y también se encontró, en un pasillo de las Naciones Unidas, con el que había sido el héroe de su niñez allá en la lejana Caracas. Elisa cogió aire, venció su timidez y se acercó al poeta Antonio Arráiz para decirle cuánto lo admiraba. El encuentro está narrado, con afecto y orgullo venezolano, en Sin orden ni concierto. También con algunas de las metáforas más hermosas que he leído.
Elisa volvió a Caracas a finales de septiembre de 1962 y En el vasto silencio de Manhattan fue estrenado en 1964, ganando ese mismo año el premio Anna Julia Rojas. Muchos años después, en una entrevista, Leonardo Padrón le preguntó si había alguna ciudad que le hubiera resultado inolvidable. Ella no titubeó: Nueva York. De hecho, su recuerdo está disperso a lo largo de su obra. En lo que a mí respecta, nunca pude tutearla. Ella aceptó mi trato, no como expresión de distancia, sino como una muestra de “la gentileza de un caballero andino”, según me dijo.
Pensé que después de aquellos audios todo acabaría, pero me equivoqué. Elisa y yo continuamos comunicándonos habitualmente durante las siguientes semanas. Ella retocaba y completaba sus recuerdos. Le mandé un texto sobre esas memorias, que ella llegó a elogiar con afable concisión. Muchos de aquellos lugares de Nueva York, de los que me había hablado, habían tomado para mí un nuevo significado. A veces, cuando pasaba, les tomaba una foto y se las mandaba para que viera cuánto habían cambiado desde que ella estuvo allí, hace más de sesenta años. Esto era especialmente inevitable cuando atravesaba Washington Square, de regreso de la universidad. Me preguntaba si en sus tiempos olería tanto a marihuana. Y cuando, el 12 de octubre pasado, se inauguró en la Biblioteca Pública la exposición Becoming Bohemia: Greenwich Village, 1912-1923, le mandé todas las fotos que pude. Ella respondía a todo con audios emocionados. A veces me enviaba artículos sobre literatura para que los comentáramos. Comenzamos a compenetrarnos, porque, algo que supe siempre, la amistad no sabe de edades. Sin embargo, yo nunca pude dejar de llamarla “señora”.
Me gusta pensar que Elisa pasó las últimas semanas de su vida rememorando los que quizás fueron sus años más felices, sin duda los más intensos. La última noche estuve por la zona de Union Square y tomé una foto desde la esquina de Irving Place con la calle 14, muy cerca del lugar donde hace ciento sesenta y dos años la pequeña Teresa Carreño dio su primer concierto a los ocho años de edad. La foto me pareció bonita porque en el fondo se ve la punta iluminada de la Torre Chrysler. “Mañana se la mando a doña Elisa”, pensé.
(Nueva York, 26 de noviembre de 2024)
Mariano Nava Contreras
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