Notas con caneta

Tú con tu música a otra parte

Fotografía de Glenn Tremblett / Flickr

21/04/2018
Por la música, misteriosa forma del tiempo
Jorge Luis Borges

 

Cuando en noviembre de 1769 el sacerdote venezolano don Pedro Palacios y Sojo entró al gran salón del palacio Barberini, en Roma, quedó boquiabierto y tuvo esa sensación terrible de creer que provenía de la selva. Había sido invitado por el marqués napolitano Francesco Tabula para que asistiera, en calidad de músico notable, al estreno de las sonatas K 32 y k 37 para clavecín del también napolitano Doménico Scarlatti. El suntuoso palacio, el asfixiante aroma perfumado del ambiente y el refinamiento excesivo de gestos, atuendos y modales le provocaron una sutil y casi peligrosa atracción sensorial por lo mundano. Se sentó en primera fila, mientras les sonreía callado al marqués Tabula y a su mujer, Constanza. Todavía incrédulo, el padre Sojo estaba asombrado de la poderosa influencia de otro marqués, don Luis Gerónimo de Ustáriz, que tenía tanto peso en Europa y que había nacido en Caracas. Ustáriz siempre ayudaba a los “venezolanos” que conocía, sobre todo en España, y si había vínculos familiares, culturales o artísticos no dudaba en prestar su apoyo más decidido a cualquiera de las causas o favores para los que fuese requerido.

El padre Sojo le había pedido a Ustáriz que por favor intercediera en las cortes del rey Carlos III para lograr la licencia real imprescindible para su ambicioso proyecto. Primero por carta, y luego de unos meses, pudo entrevistarse con él personalmente en su residencia de la calle Leganitos en Madrid. Ustáriz quedó maravillado con la enérgica voluntad de Sojo de llevar a cabo un serio proyecto de enseñanza formal de música sacra en Caracas. Pero no sólo quería poblar las iglesias con la belleza de la música pura (ese estilo que luego se llamaría clásico), que de forma precaria había empezado a dejarse escuchar en los oratorios frente a la preeminencia barroca y que, tiernamente, evidenciaban ya el anacronismo en el que estaban sumidas las indias, puesto que en pocos años, tempranas muestras de romanticismo musical empezarían a erosionar el gusto europeo. Sojo también quería fundar una academia musical y convertir a Caracas y a la capitanía general venezolana en el centro musical americano por excelencia. Digamos que, aunque por un periodo muy breve, terminaría consiguiéndolo.

El Cardenal diácono Andrea Portico se colocó en el centro de lo que vendría a ser el escenario y de forma delicada y precisa, presentó a Doménico Scarlatti, de quien dijo que se trataba del mayor virtuoso del clavecín a nivel mundial (el “mundo” era Europa en ese entonces), además de ser un espléndido compositor, digno hijo de su padre Alessandro. El padre Sojo estaba casi en éxtasis. Quizás nunca había sentido un regocijo tan intenso e invasivo. Sonreía de forma efusiva e involuntaria. El aplauso austero dio la bienvenida a Doménico que dijo algunas palabras en un italiano que a Sojo le pareció que tenía acento español peninsular. Doménico dijo que pasaba la mayor parte del tiempo en Madrid y que estaba subyugado por la música popular española, y dijo también que esperaba que esa fascinación empezara a traslucirse en sus composiciones. A continuación empezó la delicada ejecución de su nueva sonata, mientras mantenía una expresión inspirada pero seria a la vez. Sojo miró a su alrededor y percibió que el aura de los entendidos se posaba en el salón. Disfrutó la pieza y la consideró genial. Imaginó que, con el paso de los siglos, Doménico sería mucho más famoso y reconocido que su padre Alessandro. Así terminaría siendo.

Al finalizar las piezas, se escucharon aplausos enérgicos y la satisfacción de los presentes desbordó el ambiente. Doménico se felicitaba entre abrazos de los colegas y notables más cercanos. El Cardenal Portico elogió de forma justa las sonatas y agradeció a Doménico mientras le reprochaba cariñosamente no haber ido a visitar al Papa. Doménico aseguró que le presentaría las piezas a su Santidad al día siguiente si era preciso. El Cardenal rió y broméo hasta donde pudo, y luego dio paso a la presentación del cuarteto de cuerdas Manfredino, oriundo de Génova, que era conocido por su virtuosismo y traía de obsequio para el cierre de la velada, la ejecución del opus 20 de Joseph Haydn. Sojo cerró los ojos, como para absorber y asimilar mejor aquella expresión artística que consideraba el único lenguaje humano posible para tratar con Dios. Le vinieron a la mente los cafetales de Chacao y pensó que la distancia siempre embellece la tierra de donde uno proviene.

Al terminar el concierto, se entremezclaron las almas del recinto y empezó la rutina de socializar siempre con intereses determinados que no tardaban en aflorar. Favores, peticiones, recados, invitaciones, presentaciones, negocios, intercambios y toda la serie de marcadores sociales que acompañan a la gente bien relacionada, como se decía. Sojo fue de los pocos que no utilizó el concierto como pretexto para entablar algún contacto, pero tampoco eludió la oportunidad. Tabula le presentó al Cardenal Portico. Entre palabras españolas e italianas conversaron sobre las melodías diáfanas de Haydn que Sojo calificó de “espiritualmente puras”. Cuando la conversación estuvo a punto de languidecer, Sojo liberó su audacia (intuyó que una oportunidad como esta no volvería jamás) y abiertamente le preguntó al Cardenal si había forma de pedir audiencia con su Santidad para un asunto importante vinculado a la música sacra de las indias. El Cardenal, un poco disgustado al principio, le dijo que debía hacer la petición por escrito dirigida a él primero. Luego, un poco más distendido, le susurró al oído: “supongo que requiere alguna bula de su Santidad, no se preocupe…venga a verme y veremos qué podremos hacer”. Sojo apretó sus manos en señal de agradecimiento y le aseguró que era un proyecto que engrandecería a la santa Iglesia en el Nuevo Mundo. Además, contaba con el dinero que era preciso para llevarlo a cabo.

Quince días y tres reuniones después, el padre Sojo llevaba consigo la licencia real de su majestad Carlos III, la bula papal de su Santidad Clemente XIV, 47 partituras, seis violines, dos violas, dos violoncelos y un clavecín. El orgullo lo turbó un poco y pensó que jamás un “venezolano” había regresado de un viaje tan abrumadoramente exitoso; además, la felicidad lo inundaba sobre todo por lo que vendría. Ambos permisos eran necesarios (y no eran fáciles de lograr en tan poco tiempo) para fundar el Oratorio San Felipe Neri que se convertiría en la primera Academia de Música en Venezuela y, en su momento, la más prestigiosa y valiosa de toda América.

Cuando el buque Azafrán arribó al puerto de La Guaira el 21 de febrero de 1770, el padre Sojo descendió de la cubierta, se arrodilló para besar el suelo y agradeció a San Felipe Neri por el múltiple milagro: había logrado su cometido, había traído su escuela en la alforja y había podido regresar sano y salvo (más del 30 % de los viajes a Europa terminaban en naufragios o malogrados por la piratería). Al día siguiente se reunió con el prelado de la orden de los neristas y, juntos, estipularon que la sede de la Academia sería la Iglesia que está en la hoy llamada esquina de Cipreses, justo donde mucho después sería construido el Teatro Nacional por orden de Cipriano Castro. Cronistas menos enterados han sostenido la idea de que la sede original de la Academia estaba en la Iglesia que estuvo en el lugar de la Basílica de Santa Teresa (o Santa Ana), que Guzmán Blanco mandó a construir cien años más tarde, con el fin de evitar las represalias personales de su esposa, Ana Teresa.

Aunque en los anales conste el año de 1771 como el de la fundación de la Academia, en realidad se trató del inicio del proceso burocrático y financiero que pudo cristalizarse en 1784. El padre Sojo quiso entregar la responsabilidad de la enseñanza y la dirección de la Escuela al discípulo más aventajado del compositor don Ambrosio Carreño: Juan Manuel Olivares. Este se encargaría de la pedagogía y la formación, y Sojo de la organización general y del financiamiento. Pero ambos trabajaron conjuntamente y, en múltiples ocasiones, intercambiaron roles. También contaron con la ayuda irrestricta del músico José Antonio Caro. Esta dinámica fue efectiva y logró rápidamente dar espléndidos resultados. Muchos caraqueños blancos criollos y pardos pudieron formarse cabalmente en el arte musical y constituyeron un notable grupo de músicos que daba conciertos excelsos tocando música de Scarlatti y de Haydn en las haciendas de la Floresta, Chacao (la molienda de los Sojo) y en el oratorio del centro de Caracas. En esos tres lugares se abrieron escuelas. Pero particularmente brillante fue la de Chacao, que alcanzó renombre suficiente para llegar a los ilustres oídos de Ustáriz, del Cardenal Portico, del papa Clemente XIV y del mismísimo Carlos III (a pesar de todo, el obispo Mariano Martí se mostró reticente). Entre los alumnos formados se contaron a José Ángel Lamas, Cayetano Carreño y Lino Gallardo. Caracas poseía la Escuela musical más prestigiosa del continente y los neristas volvían al centro de la escena pontificia por ser los más efectivos en la enseñanza, no sólo del dogma católico, sino de su hábil propagación a través del arte y, sobre todo, de la música.

Caracas tuvo los quince años de prestigio cultural y señorío más espléndidos de toda su historia. Los virreinatos empezaron a mirar con envidia y por encima del hombro este prodigioso fenómeno. ¿Venezuela había dado definitivamente con el arte que mejor la expresaba? ¿La música encontraría en estas tierras una atmósfera especialmente propicia?

Olivares tenía el don de la pedagogía. No se trataba de un virtuoso simplemente, sino que podía transmitir con claridad, placidez y sapiencia todo su conocimiento técnico, pero además podía transmitir también su pasión por la música de una forma prodigiosa. Sojo lo consideraba imprescindible en todo el entramado de su proyecto y empezó a comprender que esa era su verdadera obra maestra, nunca mejor dicho. Supuso que Olivares era tan magnífico docente que podría generar, a su vez, muchos otros Olivares. Y lo que empezaba a destacar como una de las más refinadas instituciones culturales que nunca dio Venezuela, pudo llegar a convertirse en algo aún más asombroso y abarcador. La clerecía y el estamento pseudo-nobiliario caraqueño se deleitaron con los célebres conciertos de la Escuela de Chacao. La casa solariega de la hacienda de los Sojo en Caracas se asentaba como auténtica sucursal celestial y no podía haber nada más parecido al paraíso terrenal que ese paisaje pastoril crepuscular de clima plácido, de cacaotales, chaguaramos, cafetales y el cerro Ávila bordeándolo todo, mientras sonaba el alma española contenida en las nuevas composiciones de Scarlatti.

Juan Germán Roscio, Juan Vicente Bolívar, Tomás Lander, Antonio Muñoz, entre muchos, se daban cita allí para entablar amistad con las damas más insignes de Caracas entre las que se hallaban María de la Concepción Palacios, Paula María Nieves, Isabel Tébar, entre muchas otras. Pero allí había mucho más que la pequeña corte criolla de los grandes cacaos caraqueños; había una predilección por la sublimación del propio terruño que, sin que nadie lo sospechase, fue germinando en esos espíritus aristocráticos que empezaban a moldear, inconscientemente, las estrategias de una emancipación que cada día ganaba más adeptos y había dejado de ser la aventura suicida de los revolucionarios más radicales para convertirse en algo parecido a un sentimiento ¿patriótico? Aquella sensación encontró un polvorín con la llegada lenta y esporádica de las noticias de la independencia norteamericana, la revolución francesa y los textos de la ilustración. Además, el romanticismo (tan rico en el arte y tan nefasto en política) echó a rodar su andadura por Occidente y arribó a las costas venezolanas.

Sojo tuvo pequeñas discrepancias con Olivares y con un alumno suyo llamado Juan José Landaeta. Estos sostenían que una independencia del reino español sería conveniente y deseada. Sojo mostraba su escepticismo. El maestro estaba preocupado, sobre todo, por el costo inmaterial (¿psíquico, espiritual?) que eso tendría para siempre en la gente y en esta tierra. Solía decirles cosas como: “Yo he venido al mundo a construir. Sólo puedo hacer. Y sólo quiero que lo hecho se perpetúe para el bien colectivo. Quiero un lugar tranquilo, justo y propicio para la creación. Sé que el mundo no es perfecto y necesario es hacer cambios, pero también sé que en nombre de los cambios y la justicia, se cometen atrocidades aún peores y se termina destruyendo lo que tanto esfuerzo cuesta levantar. Mi mundo es el de la fe y de la música. Ahora he comprendido que la fe está al servicio de la música, y no al revés, porque el arte cuando es elevado pertenece al ámbito sagrado”. Olivares comprendía a su maestro, pero Landaeta menos. Sojo estaba obsesionado por expandir su proyecto y hacer de la provincia entera una especie de reino musical sagrado. Su relación con Olivares fue un auténtico idilio en nombre de la pedagogía musical, pero como la vida es así, el sueño se truncó.

En 1797 Olivares murió a los 37 años de edad de forma abrupta, según dicen por causa de la fiebre amarilla. Es indescriptible la devastación del ya anciano Padre Sojo. No halló consuelo ni en el repertorio que dejó su pupilo, del que sólo se conservaría más tarde el Dúo de violines como única muestra de su obra. Sebastiana Velásquez, viuda del joven Olivares (el padre Sojo los había casado), pasó por la Hacienda de Chacao a recoger sus cosas. El duelo invadió el recinto. Sojo la abrazó llorando y diciendo que todo había terminado. Que disponía cada vez de menos tiempo y menos recursos para proseguir con el esfuerzo desmesurado de continuar adelante con la Escuela. Sentía que su único apoyo verdaderamente incondicional e indispensable había muerto. “En Venezuela todo es tan efímero, tan pasajero, y por eso mismo tan doloroso, nada se arraiga. Ahora vendrán las revoluciones, las guerras, los arrebatos, la insensata gesta que no beneficiará a nadie y la Escuela será un vago recuerdo nebuloso de una fugaz edad dorada. Pero seguiré luchando” cerró diciéndole a Sebastiana, aunque en realidad hablaba mentalmente con Olivares y consigo mismo.

Dos años más tarde, cuando ya era evidente el languidecimiento de la Escuela, Sojo escribió a Ustáriz solicitándole ayuda, recursos y promoción para llevar a sus músicos a la corte en Madrid y demostrar el alcance de su iniciativa y sus maravillosos resultados. A los pocos meses llegó una respuesta bastante displicente de Ustáriz, en la que le decía que esta vez no podía contar con su apoyo, pues estaba enemistado con parte importante de la corte real y además ya no estaba interesado en proyectos artísticos sino en proyectos políticos. Terminó la carta diciendo: “Por cierto, en mi casa se aloja un sobrino nieto suyo, muy vivaz, inteligente y desbocado. Necesita moldearse un poco. Voy a encargarme de ello. Se llama Simón Bolívar. Le envía un afectuoso saludo y dice que pronto le escribirá. Vendrán tiempos interesantes”. Sojo arrugó la carta y cerró los ojos, mientras invadieron su mente unas sublimes notas para un par de estrofas de un posible réquiem.


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