Perspectivas

Tres siglos de venezolanos en Madrid

Fotografía de CHRISTOPHE SIMON | AFP

04/09/2019

Madrid ha sido, desde hace siglos, destino y meta de América, de los americanos que hemos nacido en ese Reino de Cervantes que es el español. Pero sobre todo a partir del siglo XVIII, la relación de los americanos con la ciudad del Manzanares ha sido especialmente estrecha, progresivamente íntima y decididamente amorosa. Quiero destacar la vida de varios venezolanos que dejaron huella en su país y que pasaron por Madrid y en ella vivieron y de ella aprendieron el sabor, el saber y buena parte de sus convicciones vitales. Tengo para mí que Madrid es una ciudad que siempre ha sido amable con los extranjeros; creo que Madrid está hecha básicamente de extranjeros porque al llegar a la ciudad esta condición desaparece; no es balde uno de los lemas con que se destaca es también el más hermoso canto a la fraternidad: “si estás en Madrid, eres de Madrid”. Y quiero asegurar, como venezolano que vive en Madrid, que esta frase no es una mera fórmula amable y resultona, no; es cierta de cabo a rabo: cuando saludas a alguien en Madrid, sea de donde sea, da la impresión de que lleva años viviendo en la ciudad, aunque esté bajándose del avión, del tren, del carro, o de la diligencia que lo ha llevado hasta allí. Madrid no es tan antigua como Sevilla, Salamanca, Cádiz, Cartagena o Tarragona; tal vez su casi condición de ciudad “entre dos destinos” al lado del mote que reciben los nacidos allí —los gatos— sea la clave para entender por qué es una urbe tan generosa con los que quieren ser sus hijos aunque hayan nacido lejos. Pero también la luz: el cielo azul casi siempre, la luminosidad que flota en el aire, las extensa calles y sus edificios de fachada recatadamente estrecha aunque por dentro posean enormes estancias, generan el clima apropiado para que se instale en nosotros la acogedora sensación de estar justo en el lugar que nos corresponde. Así que debí decir desde el principio no que voy a hablar de venezolanos en Madrid, sino que voy a hablar de madrileños que por casualidad nacieron en otra parte.

Un indiano asomado al universo

Cuando Francisco de Miranda (Caracas, 1750-Cádiz, 1816) llega a Madrid, un día antes de su vigésimo primer cumpleaños, el 27 de marzo de 1771, todavía es un muchacho pero ya posee la conciencia de que el cambio que se avecina es de tipo físico y espiritual. En el puerto de Cádiz se ha comprado ropa nueva para llegar a la capital del reino con una buena imagen, con la imagen adecuada para moverse por la ilustrada ciudad, cuyo símbolo urbano más moderno entonces era la Puerta de Alcalá. “El Madrid de Carlos III es un útil y primer mirador para que un joven indiano se asome a ver el Universo”, apunta Mariano Picón Salas, quizá el mejor biógrafo del precursor. Madrid lo fascina, y allí comienza el verdadero aprendizaje que culminará haciéndolo participar en las tres revoluciones más importantes de su tiempo –la independencia de Estados Unidos, la Revolución Francesa y el inicio de las independencias hispanoamericanas–, que lo convertirán en ese personaje universal cuyo nombre figura en el arco de triunfo de París, y es el único latinoamericano que detenta ese honor.

Uno de los primeros paseos de Miranda por Madrid revela a un tiempo la curiosidad del viajero y la modernidad de la ciudad: una mañana, recién llegado, se va a conocer el palacio Real. El paseo por el palacio fue lo más parecido a una moderna visita a un parque temático; allí Miranda tuvo oportunidad no sólo de ver monumentos, cuadros y libros, sino que se entretuvo examinando y utilizando los diferentes artilugios que los inventores ofrecían a los reyes por entonces. El palacio, que había sido recientemente construido (de hecho, cuando Miranda lo visita aún no se ha concluido), sustituyó al antiguo alcázar que sirvió de residencia a los Austrias hasta ser consumido por las llamas. Debió de ser una visita muy entretenida porque en su diario Miranda describe cada aparato que ve, cada artilugio que toca, cada invento que lo maravilla. Hasta una figura que simulaba tocar flauta llama su atención: es que él era flautista también.

Miranda vivió en Madrid varios años y allí comenzó su formación intelectual, allí entró en el mundo militar y allí comenzó su carrera desbocada de amantes, cientos de amantes que parecieron no saciarle nunca el ansia de conocer nuevas experiencias.

Un niño bien en la corte

También Simón Bolívar fue primero a Madrid antes de convertirse en esa figura titánica, parte humana, parte mito, parte embuste que preside el imaginario libertario y revolucionario de América Latina. Cuando llega a Madrid, en 1799, apenas es un muchacho que no ha cumplido los dieciséis años, tiene una pésima ortografía, es el heredero de una enorme fortuna y, en consecuencia, también es un excelente partido para cualquiera de las señoritas nobles que pululaban por la ciudad. En la capital recibió la protección de Gerónimo, segundo marqués de Uztáriz, que poseía una de las más apreciadas bibliotecas de la ciudad y era conocido como el caraqueño ilustrado: allí pudo leer el futuro libertador y modelarse intelectualmente bajo la poderosa influencia de la cultura clásica. Se dice, quizá no sin razón, que la influencia del marqués de Ustáriz en Bolívar es incluso superior a la que Simón Rodríguez, a quien tradicionalmente se le considera su maestro, ejerció sobre él en los años infantiles y caraqueños. Tal vez Rodríguez guió al adolescente, pero Uztáriz ayudó a que el hombre adulto se forjara. El marqués es un elemento central en el desarrollo de sus vivencias futuras, de su viaje a Bilbao, de su relación con María Teresa Rodríguez del Toro, su futura esposa, quien llegó a la vida de Simón a través de él. Tres años vivirá Bolívar en Madrid, en los cuales contraerá matrimonio. Muchos turistas creen que la iglesia donde se casó está al inicio de la Gran Vía madrileña; no es cierto, se casó en una pequeña capilla que entonces estaba en la calle Gravina, en el barrio que hoy se conoce como Chueca, aún epicentro de la movida LGTBI de la ciudad. Que Bolívar fue feliz en Madrid no puede dudarse; pero también que su consciencia intelectual, sus preocupaciones racionales comenzaron a forjarse y se solidificaron en esta ciudad. Aunque pocos meses después del matrimonio su esposa morirá en Venezuela, quizá picada por un mosquito, y la viudez lo deja en un estado tal que lo empuja a vivir una vida frívola y bohemia durante un tiempo, la semilla de lo aprendido en Madrid terminará germinando y dará paso al revolucionario que no descansó hasta que vio un continente liberado.

El primer académico hispanoamericano

Maracaibo es una ciudad ardiente, cuyo horizonte, si se pone atención, titila con fragor; es una de las ciudades más calientes de Venezuela –o más frías, según se mire: porque los aires acondicionados congelan (o congelaban) al que se descuide–. Allí nació el maracucho más famoso, Rafael María Baralt, gramático, poeta, historiador y el primer hispanoamericano en ocupar un sillón en la Real Academia Española. Su obra es extensa y profunda, pero quizá sus mejores contribuciones sean el Diccionario de galicismos, el Resumen de la historia de Venezuela y el Diccionario matriz de la lengua castellana, pero no hay que dejar de señalar que también es el autor de un poema –Adiós a la patria– cuyo comienzo es un canto al lugar que lo vio nacer: “Tierra del sol amada,/ donde, inundado de su luz fecunda,/ en hora malhadada,/ y con la faz airada,/ me vio el lago nacer que te circunda”. Baralt murió muy joven, sin cumplir los cincuenta años, abatido moralmente por un juicio que se le siguió, y a pesar de que fue absuelto, su ánimo no pudo soportar la humillación que significó aquel proceso.

En el cuadro, siempre un venezolano

En la iconografía intelectual madrileña hay dos cuadros que son emblemáticos para conocer a las figuras de relevancia en la literatura. Ambos están en el Museo del Prado. Se trata de Los poetas contemporáneos, óleo que Antonio María Esquivel pintó en 1846 y en el que representa una escena imaginaria en la que aparecen los más destacados escritores y poetas de su época; y La tertulia del café Pombo, pintado por José Gutiérrez Solana en 1920, que representa la tertulia que en ese café llevó durante varios años Ramón Gómez de la Serna. Aparecen algunos de los asistentes habituales rodeando a Gómez de la Serna, que está de pie. La característica que me interesa destacar ahora de esos dos cuadros es que en ambos aparecen venezolanos. En el de Esquivel asoma la figura del caraqueño Antonio Ros de Olano, poeta y militar que descolló en la España del siglo XIX, donde desarrolló su carrera, y quien sea mejor conocido por ser el inventor del ros, un gorro militar que estuvo tan de moda que hasta adaptaron una versión femenina de la prenda. En el cuadro de la tertulia del Pombo aparece Pedro Emilio Coll, escritor célebre por su texto El castillo de Elsinor pero sobre todo recordado hoy en día por un breve relato, El diente roto, que cuenta en un solo folio la vida de un individuo que casi llega a presidente de la república y cuyo único mérito en su existencia fue tocarse con la lengua el diente que se le rompiera granujeando de niño —sin pensar jamás. A la sazón era diplomático venezolano en Madrid y amigo de los escritores de la ciudad, apreciado miembro de la cofradía intelectual.

Blanco Fombona, ese bárbaro ilustrado

A Rufino Blanco Fombona se le debe la idea de que nuestro verdadero reino, el que nos une a todos es el reino de Cervantes. Muchas cosas se pueden decir de él: que fundó la Editorial América, repositorio de lo mejor de la literatura hispanoamericana en Madrid a principios del siglo XX, pero también la semilla inspiradora de lo que, muchos años después, se llamaría Biblioteca Ayacucho: fue de su editorial de donde Ángel Rama sacó la idea de fundar ese tesoro de la lengua que es la editorial de los libros negros. Hay que darle siempre su crédito a Blanco Fombona, porque a nada que se enfade nos retaría a duelo, en lo que era muy famoso. Este antigomecista furibundo no tenía un carácter fácil; lo supo Tito Salas, que temblaba al verlo; lo supo Andrés Mata, de quien se burla por cornudo; lo supieron los periodistas franceses que osaban meterse con Venezuela; y lo supieron sus amigos madrileños que, sin embargo, le guardaron gran afecto: Ramón del Valle-Inclán, con quien visita Santiago de Compostela o Rafael Cansinos Assens el primero, pues le dedica no pocas páginas en su ya legendaria Novela de un literato. La consustanciación de Blanco Fombona con Madrid y con España fue de tal naturaleza que durante la república fue nombrado gobernador, primero en Almería y luego en Navarra. Pero su corazón siempre estuvo en Madrid… hasta el día en que murió Gómez, en que salió corriendo para Venezuela sin siquiera despedirse de sus amigos queridos.

Rafael Bolívar Coronado, el maestro de los embustes

Quizá su nombre les suene a pocos, pero sin duda la letra de su poema más famoso no: «Yo nací en una ribera del Arauca vibrador…». Rafael Bolívar Coronado, autor del Alma llanera, canción que detestaba singularmente, es el gran farsante de la literatura en español: ocupó seiscientos nombres de otros o inventados, con los que publicó todo tipo de textos. Murió joven, en Barcelona, pobre y de gripe española tal vez; no logró convertirse en el gran escritor que hubiera querido ser, pero tras de sí dejó esta estela de embustes que son su mejor obra: ser Baralt, o cincuenta poetas bolivianos no es una tarea fácil, sobre todo si has nacido en la calurosa Villa de Cura. Pero su mejor hazaña fue, probablemente, engañar a Blanco Fombona: este lo contrató para que le buscara manuscritos y crónicas para la Editorial América, y a Bolívar Coronado, en vez de ir a la Biblioteca Nacional a investigar, le pareció que sería más fácil si esas crónicas las escribía él. Y eso fue lo que hizo. No fue sino muchos años después que se descubrió la trampa, pero a mí me parece que Blanco Fombona no tardó en darse cuenta y tal vez por eso el autor de nuestro segundo himno nacional terminó sus días en la frígida Barcelona, huyendo de la ira del autor de El hombre de hierro.

Andrés Eloy Blanco comiendo uvas

Fue a Madrid en 1923, y estuvo poco tiempo, pero el suficiente para escribir uno de los poemas más influyentes de la literatura venezolana: La uvas del tiempo; y digo influyente porque con este poema se introdujo en el fin de año venezolano la costumbre de comer uvas a las doce de la noche del 31 de diciembre. Porque nada como escuchar, “madre, esta moche se nos muere un año” para evocar esos días nostálgicos y felices que son los últimos de cada año. A Andrés Eloy Blanco el fin de año de 1923 lo agarró en Madrid, solo, y no pudo hacer otra cosa sino irse a la Puerta del Sol a ver cómo los madrileños cumplían con el rito de las uvas, hacían fiesta y contaban las doce campanadas del reloj de la antigua Real Casa de Correos de la ciudad madrileña.

Teresa de la Parra, esa dulce mamá de todos

Enferma ya, en 1936 Teresa de la Parra se traslada al famoso sanatorio de tuberculosos de Fuenfría, pero muere en Madrid acompañada de su madre, de su hermana y de la poeta Lydia Cabrera un muy significativo 23 de abril, casi tres meses antes de que comenzara la infausta Guerra Civil. Fue poco el tiempo que pasó la novelista en sus últimos días en la capital, pero sus restos reposaron hasta 1947 en el cementerio de La Almudena, de donde fueron trasladados al panteón familiar para, finalmente, ser llevados como se lo merecía al Panteón Nacional de Caracas, en 1991.

Adriano González León, un inventor con sombreros

Conocí a Adriano González León en el antiguo bar Lista, en la calle homónima, a finales del invierno de 1998. Allí me citó una tarde para conversar conmigo, joven y recién llegado a España. Entonces yo vivía en Salamanca, y había hecho el viaje hasta Madrid expresamente para conocerlo en persona, pues desde la adolescencia lo había leído: en Valera tuvimos la suerte de que su País portátil fuera lectura obligatoria en mi colegio. Recuerdo que lo leí en una edición de Seix Barral, que subrayé profusamente. Me mayor alegría entonces fue descubrir que la literatura, la gran literatura, se podía escribir en valerano.

Esa tarde, al entrar al bar Lista, Adriano me esperaba en la barra. Y de inmediato me interpeló.

-Ese es míster Smith, que ha venido a buscar a Jennifer, su prometida. Lo acompaña Tom, su cochero y mayordomo.

Al principio no entendí lo que me decía Adriano pero de inmediato me di cuenta de que estaba creando una historia sirviéndose de una colección de sombreros antiguos de todo tipo que adornaba una de las paredes del bar. Serían como treinta o cincuenta sombreros y con cada uno de ellos Adriano creó una historia apasionante que ya no recuerdo pero sí recuerdo que nos matamos de risa y brindamos por Valera, por la señora Mila Serpellini, que había sido su compañera de estudios en bachillerato y es la madre de uno de mis mejores amigos de la vida, Miguel Contessi; y brindamos por País portátil, del que me regaló un ejemplar de la edición de bolsillo que acababa de aparecer, en la que estampó una hermosa dedicatoria –que me niego a compartir todavía–. Cuando terminó la dedicatoria, me aseguró que todavía le debía una novela a Valera que nunca llegamos a conocer, que yo sepa. Una pena, porque la imaginación de Adriano es de las más frondosas que haya habido en el mundo. Eso, y su risa generosa.

Los venezolanos de Madrid en el siglo XXI —y un paisano mío

Hace poco Miguel Gomes habló de las nuevas provincias de la literatura venezolana, diseminadas por el mundo. Madrid sin duda es una de ellas, pues entre los cientos de miles de venezolanos que viven ahora en Madrid hay no pocos venezolanos. Hace veinte años, cuando vine a ver a Adriano y sus personajes-sombreros, había más escritores venezolanos en Salamanca que en Madrid; ahora es lo contrario: muchos hacemos vida literaria aquí, en la que ya es nuestra casa (pero la verdadera casa de un escritor es su lengua, eso hay que recordarlo siempre).

Pero, a decir, verdad, el venezolano que yo más aprecio en Madrid, y seguramente en toda España, lo conocí en 2005 y no es de nuestra especie. Se trata del oso frontino que vive en el zoológico de Madrid, y con quien me topé en una visita al lugar: ha sido una de mis mayores alegrías encontrarme con un paisano de las montañas trujillanas a tantos kilómetros de distancia. El oso me miró de frente y de inmediato lo supo: era un venezolano más en Madrid –y, encima, de Valera–. “Nadie es perfecto”, habrá pensado el plantígrado mientras me veía sonreír.

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[Intervención del autor en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, el 1 de diciembre de 2017. Hasta su publicación acá en Prodavinci, el texto se había mantenido inédito.]


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