Literatura

Tres mínimos relatos

Fotografía de Farhad Sadykov | Flickr

09/01/2020

A Mónica Du Bois

Ruanda

El primer local con el que me topé fue el Bar Trole, sobre el passeig Lluis Companys, a pocos metros del parc de la Ciutadella. Tomé asiento en la barra y mi estómago se terminó de revolver cuando vi a un par de ancianos apurando unas cervezas. Eran menos de las siete de la mañana, pocos minutos antes había bajado del autocar. Ignoraba que los viajes por tierra me provocaban mareos y esa situación –del todo nueva para mí– me resultaba desconcertante. Obvié el bocadillo de fuet que alguien en Madrid me había recomendado. Sólo ordené una taza de café.

No podría precisar cómo ni por dónde apareció. De pronto lo tenía enfrente de mí y me preguntaba si tenía tabaco.

Saqué la cajetilla que siempre llevaba en el bolsillo de la camisa.

–¿Ducados? –me preguntó.

–No. Belmont. Cigarrillos venezolanos.

El hombre achinó sus ojos de entomólogo, como si un venezolano en aquel lugar fuera un bicho sorprendente. Pensé que podía tratarse de un tic. No sería raro que alguien como él estuviera lleno de tics.

–Yo laburé con un venezolano. Simón Gómez se llama. ¿Vos conocés a Simón?

La posibilidad de que mi respuesta fuera positiva era nula. Me pareció que había una ingenuidad difícil de aceptar en aquel hombre visiblemente maduro. Tal vez su acento del Río de la Plata fuera otro factor que me hizo desconfiar y ponerme en guardia. A través de la burda tela palpé mi cartera en el bolsillo de mi chaqueta.

–No lo conozco. Hay millones de venezolanos. Yo no soy venezolano. O sí, lo soy. Pero no nací en Venezuela, sino en Lima.

–¿Sos peruano? ¿Conocés a un peruano que se llama también Simón Gómez?

Quizá se trataba de un ser de otro mundo. Yo tenía veintiséis años, pero ya había conocido a varios seres de otro mundo.

–Tampoco.

–De Ruanda lo conozco.

Di un sorbo a mi café y le pregunté:

–¿A cuál?

–A Simón, el venezolano –me respondió–. Fotógrafo. Trabajó conmigo en Ruanda. Yo soy reportero.

Su aspecto, en efecto, podía ser el de un reportero de guerra: cabello y barba desordenados, chaleco con infinidad de bolsillos, tajo en la mejilla izquierda, ganas desenfadadas de comunicarse. Pensé que me estaba diciendo la verdad o que su historia era creíble. Me sentí más tranquilo. Intuí que nunca iba a enterarme de quién era Simón Gómez, el peruano.

–¿Es tu primera vez por acá?

–No –le mentí a medias–. Vengo a ver a mi chica.

La segunda parte de mi respuesta era verdad, por eso digo que le mentí a medias.

–¿Y dónde te quedás?

–En Sants –le mentí completamente.

El porteño no paraba de hablarme. Salimos del bar y nos internamos en calles nunca vistas. Atravesamos el barrio Gótico. Yo observaba la ciudad con curiosidad, mientras él, absorto tal vez en sus propias palabras, marchaba sin reparar en mi actitud de recién llegado. Me dio demasiada información para un trayecto tan corto, me sentía en trance y recuperado: nació en Caballito, fue alumno del Colegio Nacional y colaborador del Clarín, era divorciado y se ganaba la vida como reportero freelance. No dije gran cosa de mí, ni siquiera que había vivido casi tres años en Buenos Aires. Sin que venga a cuento, empezó a hablar de Ruanda:

–Los hutus tienen ahora el poder, y masacran a los tutsis. El país es un río de sangre, algo espeluznante; la seguridad para la gente de la prensa es inexistente. No sé de la suerte de muchos compañeros, tu compatriota Simón se perdió un día y nunca más apareció.

Quizá no dejaba de tener sentido que me preguntara por su colega venezolano. Recordé que conocía a más de un Simón.

Me contó la historia de un hutu que administraba un hotel y salvó las vidas de cientos de tutsis. Me aseguró que él había pasado una temporada en aquel hotel y que había entrevistado al hutu para una revista italiana. Relató alguna historia más cuya veracidad me resultaba dudosa. Creía haber olvidado todas estas cosas hasta que años después reaparecieron en mi memoria al ver en el cine la película Hotel Rwanda, protagonizada por un afroamericano de nombre Don Cheadle.

Reconocí la Rambla de inmediato, había visto muchas imágenes de ella en libros y en televisión. Cuando divisé la Boquería supe que unas cuadras más abajo me encontraría con el Liceu, mi punto de referencia para llegar hasta el edificio de la Xunta de Comerç donde mi novia compartía piso con un par de amigas.

–Hasta aquí llego yo –le anuncié.

–Llamame –me ordenó al entregarme su tarjeta de presentación–. Llamame por teléfono, por favor –dijo como queriendo corregir el tono.

El hombre desapareció por una calle lateral. Recién entonces vi las palabras impresas en su tarjeta de presentación: Simón Gómez. Periodista freelance.

***

Las primeras cervezas

Mi madre atesoraba una oxidada fotografía del padre de su madre, y esa fue la única imagen que yo llegué a conocer de él. Recuerdo también que en la mesa de noche de mi abuelo paterno un portarretratos con la foto de su padre lucía solitario y expectante, como la estatuilla de un santo sobre una hornacina. Esos dos bisabuelos míos son seres remotos respecto de los cuales tengo consciencia de su relevancia al igual que de lo intrascendente que habría sido para ellos la idea de que yo iba a existir. Ambos tuvieron muchos hijos (dieciséis uno, veinte el otro) que les dieron un número mayor de nietos, que a su vez engendraron un número acaso incalculable de bisnietos. En la mediana distancia los lazos familiares se diluyen y, en el mejor de los casos, si se conserva el registro de una imagen vaga, sólo quedará algo parecido a una leyenda. Pienso en estas cosas inútiles ahora que camino por el Morro Solar con resignación, acompañando a mi padre. Durante años él planeó un funeral simbólico para su hermano Efraín, y hoy por fin puede llevarlo a cabo. Cuando recuerdo al tío Efraín lo primero que viene a mi mente son dos imágenes: la de una tarde en que fuimos juntos al Drugstore del Centro Comercial Chacaíto y yo, con catorce años, me bebí una cerveza por primera vez en mi vida; y la de su retrato en uniforme de la Marina de Guerra del Perú, publicado meses después en el diario que anunciaba su desaparición junto a varios miembros de su regimiento en Huanta. Su cadáver nunca iba a aparecer. Durante sus últimas vacaciones en Caracas mi padre le había propuesto repetidas veces que esta vez se quedara, pero el tío Efraín siempre rehusó la invitación argumentando que no iba a echar su carrera por la borda. Era un hombre vivaz y discreto que, a diferencia de sus dos hermanos, nunca destacó por su ingenio ni por su altura intelectual. Cuando aseguraba no tenerle miedo a la muerte se veía aún más militar, si eso era posible. Mi padre detiene su marcha y hace que yo, siendo el acompañante que soy, detenga la mía. Toma una bocanada de aire, dirige su mirada hacia el horizonte gris y me asegura una vez más que su hermano murió como un héroe. Me digo, sin decírselo a él, que ser un héroe no reconocido es peor que ser un villano. El pragmatismo se ha vuelto el norte de mi existencia y eso hace que a veces actúe como un cínico. Cuando eran niños mi padre y sus hermanos solían recorrer este mismo camino con su abuelo Nicolás, el de la fotografía sobre la mesa de noche. Desconozco si la idea de hacer esta parodia de lanzar las cenizas al mar provenga de ese recuerdo, pero supongo que es así. No sería raro. Le cuento a mi padre que la primera cerveza de mi vida me la bebí con el tío Efraín, y le pregunto si se acuerda del Drugstore del Centro Comercial Chacaíto, el local donde se podía comer unos ensoñadores perros calientes de un metro de largo. Mi padre sonríe, le hace gracia la revelación. Una mujer bajita y rechoncha se ve incómoda luego de habernos escuchado y abraza a los dos niños que van con ella. Recuerdo que las clases populares también manejan unos prejuicios agotadores, y le pregunto a mi padre si no le apetecería tomarse un whisky en la Bottega Dasso antes de volver a casa. Me responde que podría ser, lo que equivale a una respuesta afirmativa, sobre todo al ver que se da media vuelta como para emprender el regreso. La perspectiva de un Old Parr en las rocas me agrada sobremanera. Mi padre entonces se me acerca de un modo impensado –desconfío de su familiaridad, pero lo disimulo– y me confiesa al oído que la primera vez que el tío Efraín y él se tomaron una cerveza fue con el bisabuelo Nicolás, en el Bar Cordano del centro de Lima.

***

El visitante inesperado

Una noche húmeda de diciembre Ana María y las niñas se distraían jugando una partida de Scrabble cuando, inesperadamente, alguien tocó el timbre de nuestra casa. Como era lógico, me tocó a mí abrir la puerta. Era además bastante tarde. Pensé en buscar el revólver, pero no lo hice.

–Buenas noches, Henry José. Soy Stalin, tu papá –me anunció el visitante inesperado con una voz que no recordaba haber oído antes. Encontré natural que se identificara como lo hizo. Que se expresara de forma directa y escueta se condecía con la imagen que de él me había hecho a lo largo de mi vida. Yo era un niño muy pequeño cuando, una tarde cualquiera, le anunció a mamá que saldría a comprar cerveza. Hacía más de treinta años de eso.

Era la primera vez que lo tenía enfrente de mí, y nuestro parecido físico me resultaba incuestionable. Quizá porque durante años me habían dicho que era la viva imagen de mi padre fugitivo. Luego crecí, o los que me lo repetían se fueron alejando o muriendo. Sentí que estaba viendo mi imagen en un espejo futuro: el mismo rostro ovalado, la nariz ancha, los ojos marrones y con un ligero estrabismo. Pero también una ausencia repentina de cabello, una piel marchita, unas manos ennegrecidas e invadidas de arrugas.

–¿Quién es? –preguntó Ana María desde el comedor.

–Nadie –respondí como el autómata programado en la discreción y el disimulo que soy. El ascenso social genera estos códigos, y a mí no me ha ido nada mal en la vida. Nunca necesité tener un padre. Sabía, sin embargo, que ante mi familia estaba quedando como un idiota con esa respuesta evasiva. Como en tiempos no tan lejanos.

Me di cuenta de que el visitante inesperado llevaba una chaqueta tricolor. Se mantenía en silencio.

–¡¿Cómo que nadie?!

Quien buscaba interpelarme con esa pregunta era Sandrita, nuestra hija más pequeña. Debido a la influencia de sus hermanas mayores, actuaba de forma mucho más adulta que ellas a su edad. Ana María y yo la tuvimos luego de nuestro segundo matrimonio.

–Sí, ¿cómo que nadie?

Ahora Paula, la mayor de las tres, repetía la pregunta. Tenía catorce años y era consciente del divorcio y los casi dos años que habíamos vivido separados, aunque yo las visitara a diario. A las niñas y a la madre. Ana María y yo éramos muy inmaduros, nos habíamos casado siendo aún un par de chiquillos.

Las preguntas y las manifestaciones de ansiedad me eran del todo comprensibles. Vivimos en una urbanización privada, al sureste de una ciudad peligrosa. El silencio de la noche no había sido interrumpido por el ruido de ningún vehículo, y era improbable que alguien se animara a llegar hasta nuestra casa caminando. Habría tenido, en todo caso, que identificarse y sortear dos controles de vigilancia. Pero, además, era consciente de que había razones para la aprehensión que mis cuatro mujeres sentían por mí. Tuve una absurda etapa de playboy, en la que me comporté como un cretino y las hice sufrir.

No se me ocurrió mejor cosa que tirarle la puerta en la cara al visitante inesperado.

–¿Quién era? –me preguntó Laurita, nuestra segunda hija, siempre vivaz y con ojos enormes, al verme regresar a la sala de estar. Es una actriz, una imitadora nata. Sabía que intentaba intimidarme con su fingida seriedad.

–Nadie –volví a responder.

–¡¿Cómo que nadie?! –insistió entonces Ana María, ya un poco fuera de sí– ¿Acaso nos vas a decir que era un fantasma?

Pensé en contestarle que sí, pero intuía que iba a ser un error.

–Quise decir que nadie fuera de lo común –les expliqué por fin–. Era mi papá, regresando de la licorería.


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