Vista de Miami desde Key Biscayne. Fotografía de Rob Olivera | Flickr
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La primera vez que salí con mis padres en un barco a navegar por el Caribe recalamos en Miami. En 1968 la ciudad playera estaba muy lejos de ser la inmensidad en que se ha convertido ahora, cuando casi toda la superficie de la península de La Florida está urbanizada. De aquel primer viaje, siendo un niño, conservo dos recuerdos: el Seaquarium y el tono blanco de sus calles encementadas. El asfalto todavía no era unánime.
Después he vuelto muchas veces en distintas etapas, pero la única vez que estuve allí durante tres meses fue en 2010. Indagaba por ofertas laborales y experimentaba el tema de las distancias: ir a comprar algo en cualquier sitio era trajinar una ristra de kilómetros interminables, en una planicie sin montañas, desconcertante para un caraqueño.
Me propuse comprender el origen de aquella trama urbana que en buena medida había crecido secando los pantanos para poder construir millones de casas seriadas que son imposibles de distinguir una de otra, salvo por su número. A los asentamientos prehispánicos (tequesta, mayaimi, seminoles) los españoles vinieron a discutirle el territorio. La Florida fue avistada por Juan Ponce de León y los hermanos Yáñez Pinzón cuando recorrían el golfo de México hacia 1498. Desde entonces estuvo en manos del imperio español hasta que pasó a ser posesión estadounidense en 1821.
Antes, en 1817, el escocés Gregor MacGregor (un personaje superior a la imaginación del novelista más delirante), que integraba el ejército libertador de Simón Bolívar, por instrucciones de este tomó la isla Amelia (enfrente de Jacksonville) y constituyó un Estado denominado República de Florida, independizándose del mando español asentado en La Habana. Este hecho estimuló al presidente James Monroe a ordenar una incursión militar que se adueñara del territorio liberado. Y así ocurrió en 1818. Ya en 1821 las fuerzas liberales del general Rafael de Riego, que en España controlaban a Fernando VII invocando la Constitución de Cádiz de 1812, decidieron entregarla a Estados Unidos, y luego pasó a ser el Estado 27, en 1845.
Los orígenes de Miami se tejen entre tres personajes particulares: William Brickell, Julia Sturtevant de Tuttle y Henry Morrison Flagler. La confluencia de los tres trajo como consecuencia la fundación de la ciudad en 1896. Brickell poseía grandes extensiones de tierra, colindantes con las de Julia, y esta convenció a Flagler de extender su línea de ferrocarril desde el norte de la Florida hasta el recodo caliente del sur. Flagler debía su inmensa fortuna al hecho de ser socio de John D. Rockefeller en la Standard Oil; buscando un clima benigno llegó a la Florida norte (San Agustín) y comenzó a extender el tendido de sus ferrocarriles. El más célebre fue el que construyó por los cayos hasta Key West, donde los carros montados en los trenes pasaban a un ferry y seguían hacia la meca tropical de Cuba, después de comerse un Key Lime Pie y tomarse una gaseosa.
Ya el sur de La Florida con tren, y con las tierras cedidas por Julia, se inició el trazado de la ciudad; apenas comenzaban los problemas anuales con nombre de huracán. Pero lo decisivo para el desarrollo de la urbe ha debido ser uno de los grandes inventos de la modernidad: el aire acondicionado. Willis Haviland Carrier comenzó a comercializar los aparatos en 1914; se fueron sustituyendo paulatinamente el sonido de las aspas de los ventiladores por el ronquido arrullante de los aparatos. A partir de aquí, el crecimiento de Miami era cuestión de tiempo y de desarrollo del turismo. Así fue.
Aquellos tres meses los pasé en tres sitios distintos: Coral Gables, Doral y Key Biscayne. Me habían prestado una Van familiar en desuso y me movía por aquella red interminable de autopistas, en una ciudad que ha ido trocando su vocación turística por otra de orden empresarial, además de ser una suerte de melting pot latinoamericano, en el que todos los acentos del español se mezclan en una farmacia o una cafetería.
En aquel lejano 2010 usábamos BlackBerry, no WhatsApp, y por allí me escribían los lectores comentando algunas líneas mías. Entre ellos, una señora amiga que me recomendó un libro de forma gratamente impositiva: “Alguien me dice al oído que busque este libro. Hágalo.” Se trataba de Autobiografía de un yogui de Paramahansa Yogananda. Como yo creo en los mensajes de la psique, salí de inmediato a buscarlo en las poquísimas librerías que hay en Miami, una región mayoritariamente ágrafa, y lo hallé en la primera. Un solo ejemplar que estaba allí, esperándome.
Es un libro que he leído varias veces. Huelga señalar la importancia que tiene para mí. Solo transcribo un párrafo:
El misterio de la vida y de la muerte, cuya solución constituye el único propósito de la existencia humana en la tierra, está íntimamente ligado a la respiración. Conquistar la respiración significa conquistar la muerte. Comprendiendo esta verdad, los antiguos rishis de la India enfocaron sus esfuerzos en descifrar esta única clave, la de la respiración, desarrollando así una ciencia racional y precisa para alcanzar el estado de suspensión del aliento. Si la India no dispusiese de obsequio alguno que ofrecer al mundo, a excepción de Kriya Yoga, esta constituiría, por sí sola, un presente digno de reyes. Como lo demuestran ciertos pasajes bíblicos, también los profetas hebreos sabían que fue designio divino el que el aliento sirviese como vínculo sutil entre el cuerpo y el alma.
¿Por qué Miami y sus alrededores son un imán para los latinoamericanos?
Creo que hallan allí lo que es escaso en nuestros países: orden, seguridad jurídica y física, respeto a la ley, créditos para comprar casas, electrodomésticos, automóviles. Un futuro prometedor. Por otra parte, llevan una vida poco gregaria. En sus casas, que son las cabañas electrónicas soñadas, con interacciones muchísimo menos frecuentes que las que llevaban a diario en sus países de origen. Muchos, nostálgicos del mundo original, pero satisfechos de haber pasado la página y haberse entregado al sueño americano. Y han escogido un lugar sin pasado, un lugar nuevo en el que nadie tiene más de una generación. Es una tierra de nadie que puede ser de todos.
No puedo dar cuenta de los centros comerciales de Miami porque ir de compras es de las actividades más aburridas que me pueden tocar. Lo hago por solidaridad, pero busco un banco donde sentarme y me llevo un libro. Es evidente que estos sitios son la plaza pública, el mercado de las ciudades europeas y asiáticas. Basta ver caminar a aquel catálogo variado, en cholas, en pantalones cortos y franelas, muchos obesos, para comprender que la elegancia siempre ha sido un bien escaso.
Las que sí son prodigiosas son las playas de La Florida. Coralinas, con olas, en una lengua de arena de decenas de kilómetros que forman, probablemente, la línea playera más larga del mundo. Sin cocoteros, los huracanes los limitan mucho, no son playas con sombra natural, pero a cambio ofrecen la vastedad. Siempre que he estado allí me ha sorprendido la velocidad con que puede cambiar el cielo. En minutos puede desatarse un temporal ronco y húmedo, y media hora después vuelve a reinar la bendita incandescencia del sol y el calor más reconfortante.
Un pariente muy querido y socio de uno de los pocos clubes de golf con solera, El Riviera, me comentó que los gringos que juegan golf allí han dicho: “Los norteamericanos en el club ya somos menos del 10 %. ¿Qué van a hacer con nosotros?”. Lo mismo ocurre en todos los ámbitos. Miami es una de las capitales de América Latina.
Rafael Arráiz Lucca
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