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Las ediciones de Los trabajos de Persiles y Sigismunda demuestran el éxito de la novela en el siglo XVII. Cada libro cuenta con sus lectores; por eso intento vislumbrar aquí tres factores materiales en este, que determinan mi tránsito.
Leído hoy puede interesar y confundir a causa de una de las grandes virtudes de su autor: la inagotable capacidad para atraer y desarrollar historias. El teatral comienzo de un joven vestido de mujer y de una chica como hombre -los protagonistas- despierta inmediata curiosidad; sobre todo si están en una isla extraña, sometidos por bárbaros y asistidos por un príncipe, bajo peligro de muerte y viajando lejos de su origen.
No tardarán ellos en ser presentados al lector como Periandro y Auristela, aparentes hermanos de alta cuna, ricos, provenientes de cortes nórdicas, en ruta hacia Roma debido a un extraño voto. Y en sumárseles con cada episodio otros viajeros, cada uno de los cuales cuenta su historia. Ante ese conjunto anécdotico, los hermosos Auristela y Periandro palidecen como personajes, especialmente el joven, quien solo sobresale por su castidad (también cumplida por ella) y por su incesante tributo a la casi divina belleza de Auristela.
No poca experiencia como narrador guardaba Cervantes: novelista, poeta, dramaturgo. En el Persiles, el espectro anedóctico desplegará criminales, ladrones, bárbaros, nobles; pobres embarcaciones y naves imponentes; incendios, nieve, tormentas, hechicerías. Y sobre todo un amplio elenco de personajes, cada uno de los cuales irá tomando la palabra para contar y traducir su vida en el ágil español de su creador.
Mucho se ha especulado acerca de las fechas en que fue iniciada y escrita la obra. Basándose en los textos del autor, en su correspondencia con otras obras publicadas en aquel período y a alusiones históricas dentro de ella se han aducido fechas como 1599, 1605, 1612, 1615. Y se imprime a fines de 1616, con fecha de 1617. Al parecer, el subtítulo de «historia setentrional» fue decidido por algún editor, ante el éxito de Leucipe y Clitofonte, historia griega, de Aquiles Tacio, y de la Historia etiópica, de Heliodoro (conocida, citada y tal vez imitada por Cervantes). Para estas notas estoy siguiendo las ediciones de Juan Bautista Avalle-Arce (1969) y la de la Real Academia Española (MMXVII)
Con cada narración que escriba, en un escritor surge y se establece un ignorado autor; nadie tiene que notar o conocer esto, pero él quizá sí advierta casi anatómicamente que la nueva narración formula un tono único en su escritura. Tal pudiera ser una de las razones para que esta novela de Cervantes se desarrolle entre islas, en el cambiante mar (que conoció bien) y en el mundo septentrional, como ocurre en las dos primeras partes ―o libros.
El eje central -peregrinaje a Roma- aunque va vertebrando con rigidez los sucesos, no concluye en alguna escena culminante; más bien se riega como polvo de estrellas. Son sus numerosos personajes, al comienzo contando sus peripecias y luego hablando entre ellos, los que hacen ascender y disminuir la intensidad anecdótica. En esa variedad de los hechos reside la fascinación con que el lector elegirá sus predilectos. Aquí, como en toda la obra de Cervantes, se guarda el tesoro de lo que Harold Bloom considerará en Shakespeare la «invención de lo humano».
Vamos a elegir algunas de esas situaciones, cuyo magnetismo nos detiene. Sin olvidar que cada secuencia está insertada para destacar el largo y peligroso peregrinar hacia Roma. Entre las más de catorce historias que ocupan los primeros dos libros es imposible no mencionar las de Periandro y Auristela (Persiles y Sigismunda), la de Arnaldo y su padre Policarpo, la de Cloelia y Bradamino; las de Antonio, Ricla, Manuel de Sosa, Transila, Taurisa, Clodio. La de Mauricio y la astrología judiciaria. Rosamunda adelanta con su sinceridad erótica a otras protagonistas, aunque en principio solo parece contrastar con la virginal Auristela.
Ya me he referido al posible desconcierto con que el lector (en mi caso) afronta los primeros capítulos. Historias y personajes lo envuelven. Y tanto como los protagonistas, también los otros guardan vidas singulares. Creo, sin embargo, que, igual que el trasfondo de ellos, el inquietante escenario en que se mueven será responsable de tan dinámico, elusivo ocurrir; es más, la impresión de que el oleaje anecdótico arropa y escapa para revelar detalles que cambiarán (o anudarán) enseguida desenlaces, destinos, puede derivar de esta ambientación.
¿Es consciente Cervantes de ello? Me inclino a creer que sí: así como la peregrinación sostiene en sus vacilaciones el hilo de la narración, la enérgica cualidad del fondo escénico la permite, enmarca ese itinerario, lo trasciende e invade al lector: es una corriente tan poderosa como la trama. El viento, el mar, las tempestades, la penumbra y las islas lo colocan en un punto de vista o en un territorio inestable, cambiante e imprevisible, que multiplica el efecto de los sucesos en ese lector. Tan azotados por las olas son los personajes como los lectores. En sus dos primeros libros, la novela se balancea sobre superficies (verbales) cuyas imágenes cinéticas contribuyen a que el acumulamiento y entrecruzarse de las anécdotas sean tan lábiles que su abundancia sobresalta al lector.
No es extraña la percepción de que por momentos los dos protagonistas pierdan su carácter de centro; también en los otros personajes puede disminuir la intensidad con que los ilumina por un lapso su biografía: la zigzagueante sangre del fondo marítimo los hace suyos, adquiere inesperados matices psicológicos y geográficos y domina la excitada sensibilidad del lector.
Quizá todo esto determine la velocidad de los acontecimientos. Las anécdotas surgen como sorpresas y de cada una -olas- adviene la nueva. Si a esto añadimos otro procedimiento en la construcción ficticia, el ritmo líquido de la novela se enriquece. Me refiero a que cuando una trama ha quedado física e imaginariamente establecida, como un hecho concreto, Cervantes despliega por lo menos cuatro nuevas acciones que contribuirán a marcar su movilidad: la presencia de sueños o anticipaciones, de rememoraciones, de resúmenes -que recuerdan al lector quiénes actúan en ese momento, pero que también alejan sus participaciones previas- y de recorridos críticos sobre lo escrito. Asuntos estos de gran interés, de los cuales tal vez solo algún rasgo entreveremos de manera ocasional.
Hasta aquí lo relacionado con el efecto de perplejidad que alcanzo, ante el escenario, de la avasallante dispersión anecdótica en las dos primeras partes.
En el libro tercero asistiremos a algunas de las creaciones o reescrituras memorables de la narrativa cervantina. Por ejemplo, el nocturno episodio de la doncella dentro de la encina, de alta factura pictórica y su inmediato desarrollo auditivo con el enigmático canto a boca chiusa de Feliciana la de la Voz (no me refiero a los versos). Tanto ella como la mujer que vuela o la que se muerde, desafían convenciones al elegir a sus hombres. No menos ardorosa es la secuencia de Ruperta, quien, frente a la calavera de su esposo, toma a Croranio, el bello hijo del asesino, como compañero. Y la de Guiomar, quien salva deliberadamente al matador de su hijo.
El segundo elemento que quisiera considerar, aparte de ser tan subjetivo como el anterior, trata de hurgar más en el narrador, en el diverso autor o en el propio Miguel de Cervantes.
Según es de todos conocidos, las otras dos partes de la novela ocurren en caminos, bosques, casas, palacios, ciudades. Sabida es también la inclinación de Cervantes hacia la música, el comercio, la geografía, la astrología, la historia y sus asomos a la filosofía; conocida su experiencia militar; su actividad como dramaturgo y poeta. Un universo destacable aunque él haya sido tildado de poseer poca cultura. Y hasta a ser considerado como inferior a su propio Quijote. Pero donde mayor agudeza muestra es en su capacidad para convertir en imágenes el sentido de su escritura. Nadie que lo haya leído puede olvidar al caballero en lucha con los molinos; nadie puede ignorar la riqueza cromática del Persiles o pasar por alto rostros, gestos, habitaciones y paisajes en sus narraciones. Si tuvo afición por ver cuadros, también dirigió su curiosidad a estampas o biografías de pintores.
Así, de manera simple, en el primer capítulo del libro tercero, ya en Lisboa, Periandro acude ante un famoso pintor y le ordena que «en un lienzo grande le pintase todos los más principales casos de su historia». El artista refleja allí cada detalle de lo que ha sido contado en la novela, hasta el momento del desembarco en Portugal y, como seguiremos leyendo, el lienzo posee también una proyección futura, aunque haya sido encargado como «recopilación que les excusaba de contar su historia por menudo», debido a las interrogantes que los viajeros recibían, especialmente de quienes quedaban deslumbrados por la belleza de Auristela.
Con calculada ambigüedad, en el capítulo noveno, al comentar aquel lienzo, quienes lo ven acuerdan que pudiera ser borrado: «todos fueron de parecer que no solamente se añadiese sino que que aun lo pintado se borrase» porque lo mostrado no anduviera «en lienzos débiles, sino en láminas de bronce escritas y en las memorias de la gentes grabadas». El capítulo seis del libro cuarto nos da noticia del museo «más extraordinario que había en el mundo», porque tenía «tablas preparadas para pintarse en ellas los personajes ilustres que estaban por venir». Se destaca que en esas tablas pintadas estarán «los que habían de ser en los venideros siglos poetas famosos».
El recurso del viviente y cambiante lienzo ofrece importantes matices sobre Auristela y notables incidentes en numerosos personajes. Aquí solo quiero observarlo como punto (improbable) de reacciones ocurridas dentro del propio Cervantes.
Que lo pintado se borrase: en la novela esta parte de la frase es clarísima. Pero estoy seguro de que Cervantes no escribía por impulso simple, menos en una narración de cruces y hechos tan intrincados. ¿En que momento de la redacción fue concebida? ¿Cual de los autores ignorados por sí mismo está escribiéndola? ¿Su significación arropa solo a los «lienzos débiles»? ¿Cuándo emerge a la mente del escritor la idea de comparar su ficción con un cuadro, qué la produjo? El autor está a mitad de la tercera parte; ¿se refiere en efecto solo a la pintura? ¿Hay allí un índice de sospecha acerca de la naturaleza de lo que está creando? ¿Un filo de duda? ¿Abarca ese «borrar» a este momento de la narración o, como sugeriría la continuidad implacable del cuadro, a sus copias, al retrato absoluto de Sigismunda? ¿A la novela entera? ¿A la obra pasada y presente de Cervantes que, al parecer, había de ser vista en los venideros siglos? ¿Borrar una obra no implica también excluir o eliminar a sus espectadores? ¿A quienes la contemplan desde dentro de la narración, a sus lectores externos?
En el siglo XVIII el genial fraile venezolano Juan Antonio Navarrete escribió sobre su vasta obra manuscrita: «Quémese todo después de mi muerte, que es así mi voluntad en este asunto: no el hacerme autor y escritor para otros». Y en el XX, también sin éxito, Kafka pidió a un amigo que toda su obra fuese borrada, destruida.
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La difusión de esta novela en el siglo XVII fue notable. Después la han rodeado críticos y lectores de ambigua percepción. Al parecer desde las últimas décadas del siglo XX resurge el interés por ella.
El tercer componente de mi lectura advierte que el despliegue de historias y personajes, en el Persiles, no está dirigido al efecto social, colectivo que domina en el Quijote; busca hacia adentro. Sancho y el caballero emergen desde profundidades psíquicas y sociales para resonar como grados de conciencia.
En el Persiles se revelan facetas del ser, de lo hondo o no previsible: buscan lo que no necesariamente es trasmisible a otros. No en vano media narración ocurre sobre parajes inestables; y al intuirlo así, alguien ha pensado en borrarlos. Tampoco fue escuchado.
José Balza
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