Imago Mundi

Tres años en Bogotá

Fotografía de Makalu | PIxabay

20/03/2021

Colombia son seis países en uno, y Bogotá es muchas ciudades en el conjunto de sus nueve millones de habitantes. Son varias las imágenes que tengo de aquella inmensidad de la sabana de Bogotá, que tanto impresionaba a Bolívar por su flagrante belleza, hoy tapizada por una trama urbana que parece no tener fin.

Veo las urbanizaciones del norte de la ciudad con sus calles arboladas y sus edificios de ladrillos rojos, y sus tiendas y restaurantes donde se respira la prosperidad; pero también veo la avenida Caracas con edificios en escombros donde sobreviven centenares de personas abandonadas por una ínfima suerte en la vida.

Veo las callejuelas de casas viejas donde se respira un aire de pueblo grande y polvoriento, y también advierto los edificios de vidrio en El Dorado que anuncian un paisaje europeo contemporáneo. Y todo lo veo imantado por una lluvia pertinaz que, según Gabriel García Márquez, comenzó con la fundación de la ciudad por Gonzalo Jiménez de Quesada en 1538, y no ha cesado nunca.

En aquella ciudad que anidó en mis afectos para siempre, el tráfico automotor es una calamidad de proporciones apocalípticas. Ni siquiera el transporte urbano en autobuses de canal exclusivo, el Transmilenio, logra movilizar eficientemente a aquel mar de gente que se desplaza en busca del destino. El “pico y placa”, que deja a los dueños de vehículos particulares dos días fuera de combate, es un paliativo a la crisis del transporte. Bogotá puede ser la única ciudad de casi diez millones de habitantes en el mundo que no tiene un Metro. Desde hace años anuncian su construcción. Si antes les referí imágenes, ahora les enumero voces, muchas oídas en el tumulto de los autobuses y los taxis.

Una clásica expresión que le escuché a mis colegas profesores en la Universidad del Rosario: “El encierro bogotano”. ¿Y eso qué es? Pregunté. Me dijeron: “Muchos llegan a su casa el viernes en la noche, se ponen el pijama y vuelven a vestirse el lunes por la mañana.” Nada ni nadie los saca del nido tibio de su apartamento. Leen, ven televisión, piden todo por delivery: un servicio que tiene décadas alimentado por muchos factores y es de puntual eficacia. Lo probamos: pides una aspirina a las tres de la mañana a la farmacia de turno y te la traen en cinco minutos. Y todo esto en apartamentos sin calefacción, lo que hace frecuente que sobre el pijama del encierro vaya un abrigo de calle, o una bata forrada.

Fotografía de Christian Córdoba | Flickr

Otra voz: “Aprenda a hablar porque si algún día va a darle una patada a la pobreza será porque habla bien.” Eso les dicen a los hijos. Y me explicó Enrique Serrano que la institución de la “corrección lingüística” es sagrada en Colombia, y la detenta la madre. Nada es gratuito: muchos de los políticos del siglo XIX eran gramáticos y lingüistas, y la fascinación por el lenguaje está allí; hasta los sicarios de Pablo Escobar Gaviria hablaban bonito. Recuerden a “Popeye”, recientemente fallecido, que hablaba como si fuera un profesor de castellano y literatura para confesar que había asesinado cerca de tres mil personas por instrucciones de su jefe. Tranquilazo.

Otra voz: “Esa señora es de estrato 6”. El sistema de la ciudad para el pago de servicios depende del estrato en que se viva. Desde el estrato 1, donde se paga poquísimo o nada, hasta el 6, donde se paga la tarifa más alta. Claves: gente que busca vivir en los linderos entre un estrato y otro. Tienes las ventajas del 4 o el 5 o el 6, pero pagas con base en el anterior. Pero los estratos no son fáciles de advertir en las personas porque la “corrección lingüística” extendida dificulta, para un extranjero, la ubicación de los personajes en el teatro de la ciudad.

Antes dije teatro, y la verdad es que la urbanidad bogotana, repleta de “Me muero de la pena”, “Me regala una firma”, “Me colabora”, “Qué pena con usted”, nos introduce en un mundo de modales gratos, de amabilidades y sonrisas, que no siempre guarda relación con la eficiencia, pero que igual se agradece. Basta ser recibido por un portero en un edificio (muchos los tienen, como en Madrid) para darse cuenta de que uno ha llegado a un ámbito un tanto isabelino. De hecho, la metrópolis cultural bogotana ha sido más Londres que París o Nueva York, y ello se advierte en su arquitectura. Hay urbanizaciones completas en las que te parece haber entrado en un suburbio de Birmingham, pero con pobladores que ofrecen el “cantaíto” cachaco característico. Claro, muy distinto al paisa. Eso ya es harina de otro costal.

Fotografía de Pedro Szekely | FLickr

Hay costumbres que atraviesan todos los estratos. Señalo una sola: los hombres van en masa a las manicuristas o estas van a sus casas. Todos llevan las uñas arregladas, y muchísimos pulidas o pintadas con brillo. Por más que indagué, nadie supo explicarme de dónde venía esta costumbre tan generalizada. Otro fenómeno que advertí en la barbería fue la transmisión de los oficios y la dignidad en su ejercicio. Mi barbero era hijo y nieto de barberos; lo que revela un amor por el oficio, pero también la escasa movilidad social de un país sin petróleo.

Viví allá entre 2010 y 2013 y los venezolanos no éramos una invasión difícil de metabolizar. Di clases los tres años en la Universidad del Rosario en un ambiente académico de primer orden, con colegas excepcionales y alumnos dedicados que pagaban una matrícula muy alta, con base en los esfuerzos de sus padres. El claustro queda al lado del Museo del Oro, lo que me hizo un habitante del centro de Bogotá. Recorrí todos los recovecos que pude y almorcé en cuanto “comedero” se les ocurra, y me conozco las librerías del centro como si yo fuese el dependiente. De tal modo que no es la Bogotá del norte la única que conozco; también la otra, la vieja, la del Jockey Club y la plaza Santander, y la casa del florero, el Instituto Caro y Cuervo, la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, y el Centro Cultural Gabriel García Márquez, diseñado por el notable arquitecto Rogelio Salmona.

Pero Bogotá es también sus alrededores. Paipa, con su hálito bolivariano vinculado con las batallas de pantano de Vargas y Boyacá. La joya que es Villa de Leiva: una ciudad colonial intacta, hermosa, conmovedora, donde vivió Juan de Castellanos. La helada Tunja, donde nació mi amigo Plinio Apuleyo Mendoza, un periodista como pocos ha habido en Colombia. Sogamoso, al borde del camino hacia los llanos. Anapoima, donde bajas de los 2.600 metros de la sabana de Bogotá a los 800 metros caraqueños. La Calera, donde subes de los 2.600 hasta los 3.200, y el aire ya comienza a escasear, el paisaje se hace más verde todavía y las fincas esplenden en su fragor de humedad eterna; como también ocurre en Subachoque. Y también fuimos más lejos: hasta Bucaramanga por el cañón del Chicamocha, con paisajes que le quitan el aliento a cualquiera. Colombia es un país bellísimo. Esa es la verdad.

Fotografía de Pedro Szekely | Flickr

En aquellos tres años leí tanto de historia nacional que me hice un conocedor. Tanto que desde que regresé a Caracas doy clases de historia contemporánea de Colombia en el doctorado de Historia de la UCAB. También he mantenido el vínculo con el Rosario y he ido a dar cursos compactos, y ahora en tiempos pandémicos los doy por esa maravilla que es el Zoom. A Colombia la conozco casi completa. Me faltan Cali, Pasto y Popayán, pero en cuanto se pueda me acerco o cumplo un viejo sueño: irnos de Caracas a Buenos Aires en carro, como lo hicieron mi hermana, mi cuñado y sus seis hijos, hace ya muchos años. Ahora sería más fácil: la violencia es menor.

Bogotá es una ciudad de interiores. El clima cambia tanto en un día, que puedes estar en medio de una tormenta, un sol radiante o una garúa tenaz, en el transcurso de una hora. Quizás por eso la gente sale a la calle siempre con paraguas. Nunca se sabe cuándo las nubes se precipitan con su estruendo de portazos. Todo ayuda a que el hablar sea pausado, con un tinto de por medio, guarecidos en alguna cafetería del parque de la 93 o en la Librería Lerner de la 92, donde lo consienten a uno con una aromática en medio del océano de libros formidables. No obstante lo anterior, añoro el parque del Virrey con sus verdes serpenteantes alrededor del arroyito.

Dije arroyito y me vinieron a la memoria Fonseca, Vives, Juanes y Shakira, pléyade de músicos populares que me acompañaron en mis años bogotanos junto al vallenato, que aprendí a disfrutar, con las empanadas de pipián, las arepas de huevo y el ajiaco santafereño. Así como Elisa Lerner tituló un libro de crónicas suyo: Yo amo a Columbo o la pasión dispersa, digo lo mismo: Yo amo a Colombia o la pasión dispersa. Nos vemos en la Séptima un domingo a las diez de la mañana. Caminamos.


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