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“Falta una semana, faltan cinco días, faltan tres días. El 5 de mayo, despedí a mi hijo en Maiquetía. Alegría y tristeza, pero más alegría que tristeza. Gracias a Dios, dije.
Yo he visto cómo se llevan a los jóvenes. Los arrastran. Los torturan. Los matan. Me ponía en el lugar de esas madres, y pensaba lo destrozadas que debían estar. Rezaba por ellas. Sentí temor por él y esperé ese día. A mí no me daba miedo que se lo llevaran de una protesta, porque no lo dejaba ir solo, pero es joven, tiene tatuajes, túneles. Es cineasta y eso es suficiente para que lo detengan. Un poco más de un mes después me mataron al perro dentro de casa. Si él hubiera estado aquí, se lo habrían llevado. Tuve razón. Fue un presentimiento de madre. De haber estado ese día en la casa, esto habría terminado con otro muerto, porque no iba a dejar que se lo llevaran.
Martes 13 de junio, 6:00 pm
Yasmín, mi cuñada, estaba en la torre de al lado, en casa de una vecina cuidándola porque está delicada con una flebitis. Las cacerolas de los vecinos que vigilan desde sus apartamentos, anunciaron que estaban entrando y eso activó a otros vecinos que colocaron las sirenas que tienen grabadas en sus equipos de sonido. Nuestro protocolo de seguridad funcionó.
Veinte minutos después cortaron la luz en todos los edificios. Estaban adentro.
Yasmín tuvo que abrirle la puerta a funcionarios no identificados, en medio de la oscuridad y con linternas:
–¿Cuántas personas hay en este apartamento?
–Cuatro personas y una está enferma.
–¿Nombre?
–Yasmín.
–Ahh, tú eres la vieja sinvergüenza que guarda terroristas y cosas en su casa.
–Yo hago labor comunitaria, soy junta de condominio.
–¿Cédula?
–Tenemos que ir a mi casa. Yo no tengo la cédula acá.
–Entonces te estás escondiendo aquí.
–Hermano, te acabo de decir lo que estoy haciendo acá. Estoy cuidado a una señora convaleciente.
–Vámonos.
Le tomaron fotos con el celular y ella cooperó haciendo lo que le pedían: ver a la cámara. Fueron por las escaleras de una torre a la otra porque ya habían estropeado los ascensores. Les advirtió que había mascotas en el apartamento y que por favor le permitieran avisarme para que las recogiera. Yasmín estaba preocupada porque sabía cómo era Cross.
–Soy yo, Mariana, vengo con unos funcionarios. Agarra los perros.
Al abrir y luego de que algunos funcionarios entraron, Cross se salió y fue a buscarle juego a los que quedaron afuera. Uno de ellos lo apartó. Yasmín trató de acercarse para agarrarlo pero en ese momento el funcionario le disparó en la cabeza. Fue un ruido ensordecedor. Cross se desplomó.
Yasmín no es mi cuñada, es mi hermana. Me divorcié de su hermano y gané una familia. Vivimos juntas desde hace casi 10 años. Después de que se fueron mis hijos, nos quedamos solas con dos gatos y cuatro perros, ahora tres. Cross era de la familia.
Ella lo cargó y lo metió en el cuarto de mi hijo. Cuando abrí la puerta, se salió y se metió en el mío. Lo cargué y me descontrolé.
–Me mataste a mi perro, ¿por qué tenías que dispararle?
–Te advertí que lo agarraras.
–Te advertí que no te iba a hacer nada. Que no te iba a morder, que no te iba a atacar.
Nos insultaron y se fueron. Cross no lloraba pero le costaba respirar. Jadeaba. Le desprendieron parte de la cara. El ojo quedó en el pasillo. Sangraba mucho.
Conmigo se tranquilizaba. A los demás les gruñía. Estaba sufriendo.
Cortaron las guayas de doce ascensores. Cayeron hasta el fondo, destrozados. Dañaron las bombas de agua. Rompieron las carteleras. Se llevaron las llaves que estaban en los condominios y en las conserjerías. Los controles remotos de los estacionamientos. Antes de que llegaran a nuestro apartamento pude escuchar que gritaban:
–¡Están por el sótano!
Y alguien respondía
–¡Cállate, pajúo! ¡Eres un pajúo!
Hubo vecinos que entregaron a muchachos que son amigos de sus hijos, muchachos que hemos visto crecer desde niños.
Yo dejo todo en manos de Dios.
A mis hijos, ambos en Nueva York, no quería decirles lo que íbamos a hacer con Cross. No quería causarles ese dolor. Que lo iban a operar y que había esperanzas fue mi último mensaje. Al día siguiente se enteraron por las redes sociales.
–¡Mamá, ¿por qué no me dijiste la verdad? Yo puse en Twitter que lo iban a operar y que teníamos esperanzas, mamá.
No había posibilidad de que Cross se salvara, y para evitar la agonía y el sufrimiento, decidimos dar término a su vida. Nos despedimos de él. Lo sedaron y luego lo pusieron a dormir.
En las redes nos agredieron por haber creado falsas expectativas. Tuve que explicar las razones por las que no les había dicho la verdad a mis hijos, exigir respeto por el dolor ajeno, que no se metieran con ellos. Aproveché y bloqueé a los que nos atacaron. No perdí tiempo discutiendo.
Necesito alejarme un tiempo. Dormir, descansar. No estoy bien. Llevo semanas brincando a las dos de la mañana porque se activan las alarmas y hay que correr a la azotea del edificio. En dos días he dormido solo una hora. Mi cuerpo y mi mente necesitan paz, tranquilidad, apartarse de todo, irme de Caracas.
Desde el 19 de abril, acá no hay vida. Todas las noches pasa algo. Cierro los ojos y escucho las sirenas, las cacerolas, los disparos, las tanquetas, la reja que tumban, la gente gritando. El 24 de abril nos tumbaron la reja, ese fue el primer aviso de que querían entrar. No es fácil recuperarse. En mi edificio está todo destruido. Mi cuñada está amenazada, los perros de Los Verdes están amenazados. Todos estamos amenazados”.
***
Mariana Hernáiz, 52, auxiliar de preescolar.
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Este texto fue publicado originalmente en Prodavinci el 19 de junio de 2017.
Roberto Mata
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