Tito Rojas. Fotografía de luna715 | Flickr
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¿Dónde tuvo su origen esa rara, novedosa y heteropatriarcal manera de expresar los sentimientos que hizo sonar a la Salsa Erótica desde un lugar de enunciación masculino y vinculado con el sexo, el placer, el deseo?
En 1990, Tito Rojas grabó el álbum Sensual, un disco que lo emancipaba del peso de estar al frente de aquellas resemantizaciones de la salsa que fueron Pedro Conga y la Internacional o el Puerto Rican Power, por mencionar dos de los múltiples conjuntos que tuvieron a El Gallo en las voces.
Con Sensual, además de dejar atrás la posibilidad de ser la vanguardia de monstruos como su compadre Justo Betancourt, Tito Rojas se atrevía a adjetivar (desde lo erótico) una visión de encuentros narrados en metáforas poco elaboradas, pero con la valentía de quien reordena las cosas.
Hasta entonces, en nuestros referentes sólo podía ser «sensual» aquella imagen femenina del espectáculo y que, en el caso de la música, narraba sus amoríos y sus guayabos. María Conchita Alonso era sensual. Diveana era sensual. Las Chicas del Can eran sensuales.
Entonces, ¿por qué un hombre de bigotes estaba atreviéndose a definir un proyecto musical completo con esa palabra que la industria había reservado para las caderas, el lipstick rojo y el cabello hasta la cintura?
Asociar la muerte de un cantante como Tito Rojas con la gracia implícita que puede tener hablar desde el humor urbano sobre los clichés de la vida en las camioneticas, como si moverse por nuestras ciudades caribeñas en autobús o ver a un pasajero cantar en un carrito por puesto resultara un exotismo, puede ser una deriva fácil de tomar para hablar de este duelo.
El asunto es que para nosotros, a quienes aquello nos resultaba paisaje común, la salsa erótica no es soundtrack casi accidental, típico, pintoresco. Así que la muerte de Tito Rojas se conecta, más bien, con un intento de comprender cómo es que sus canciones fueron parte fundamental de la formación erótica y emocional de toda una generación. La del Metro hasta Chacaíto, la del número de teléfono fijo, la del «Déjeme por donde pueda» para evadir el bululú de la parada.
Sería sacudirse el interés antropológico creer que se trataba de un simple asunto de mercadeo. Nosotros no éramos un target, sino el último escalón antes de que otra generación empezara a fijar sus estereotipos del romance en los hermanos Primera, en una orquesta infantil o en una de adultos con nombre de adolescentes.
Nosotros éramos los receptores de aquella «nueva sensibilidad», por usar un término apurado, que entre sus síntomas más evidentes estaba que era cantada por tipos.
Tipos serios.
Tipos que lucían rudos sin ser violentos.
Tipos que sabían llevar adelante el patético pero eficaz ejercicio de lo cursi.
En 1990, Sensual de Tito Rojas se mezclaba en nuestros intereses pop con el Al Pacino de El Padrino III, el Sean Connery de La Caza del Octubre Rojo, el Robert De Niro de Goodfellas, el Tom Cruise de Días de Trueno. Así que quien quiera negarse a verlo como imprescindible para acercarse a una lectura de nuestros referentes, que suelte el prejuicio y se atreva a dar otra mirada, porque ahí estábamos construyendo el hombre que íbamos a ser.
Su compadre Justo Betancourt fue quien lo bautizó como «El Gallo».
Aunque no conozco las razones que hay detrás del mote, más allá de la inherente cualidad del canto mañanero de los corrales, me gusta creer que puede estar conectado con el pasado campesino del pequeño Julio César Rojas López.
El asunto es que antes de que Tito Rojas fuera Tito Rojas hay un Julio César Rojas López que iba cantandito por los caminos de tierra de Humacao, tocando su guitarra en los batayes del barrio Mariana 3, todavía sin las camisas de mangas cortas, sin los pantalones claros y sin el bigote.
Un muchacho que se interesó por el arte dramático en los grupos de cultura de la comunidad y para quien la música era asunto cotidiano, con abuelos que fabricaban instrumentos de cuerda, padres que cantaban y oídos afinados en las fiestas familiares, donde alguna vez siendo adolescente contó que cuando fuera grande iba a trabajar el estilismo o ser técnico de aire acondicionado o músico.
Y a esa edad, ¿quién sabe?
A esa edad apenas estamos afilando las herramientas que usaremos cuando toque crecer. A esa edad yo estaba bailando en los matinés de la Calle Panamericana, en la casa de Mauro, o yendo del liceo Cecilio Acosta a la casa de Cosoro con la bolsa de hielo salvadora que hacía falta, o discutiendo con mi noviecita en el patio del recreo, o coqueteando con la compañera de salón que tenía casa con platabanda donde ir a practicar algunas vueltas.
A esa edad son las primeras novias, los primeros tragos, las primeras veces.
En medio de ese paisaje sensible, oíamos gritar «¡Dale pa’bajo!» en una ruta Casalta II – Plaza Las Américas al mismo tipo que en 1983 había grabado aquel temazo titulado «El Campesino», entrando en la lista de los más vendidos de su país cantando los paisajes de cuando andaba por Huamaco a esta edad, nuestra edad.
Quien decida salirse de la anecdótica vibración de las camioneticas y del juicio estético a una movida musical de sábanas mojadas y habitaciones de hotel, entenderá que ese mismo campesino que suena en los crujientes altavoces del transporte colectivo también fue el primer cantante de salsa que soneó en Jerusalén.
Salsa en Tierra Santa.
Ni Richie Ray. Ni Bobby Cruz.
No es poca cosa.
Hasta allá llegó El Gallo, un lugar donde un hombre que era Dios iba resucitando a otros que, al rato, terminaría resucitándolo a él.
¡Tuvo tantas muertes El Gallo! No temía hablar de las crisis de drogadicción, de lo ganado y de lo perdido, de las cuestas superadas por la insistencia y el apoyo de su esposa, de las peligrosas encandiladas del espectáculo, del cáncer…
Cuando los rumores de un cáncer que habría podido matarlo llegaron a los programas de radio de El Tigre Rafael y de Juan Manuel Laguardia, todos aquellos que habíamos tenido algún capítulo de bildungsroman individual bailando una de Tito Rojas entendimos aquel campanazo como lo que era: nuestro propio «Memento mori».
Era verdad «Condéname a tu amor». Era verdad «Déjala». Era verdad «Me mata la soledad». Era verdad «Ella se hizo deseo». Era verdad «Tormenta de amor», «He chocado con la vida», «Lloro». Era verdad que «Nadie es eterno».
Tito Rojas, El Gallo, nos había recordado el cuerpo y nos había recordado el deseo, así que ahora nos venía a recordar la muerte.
Esa canción que, en la mixtura de nuestra sociedad, ha acompañado los funerales de padres de familia honestos en cementerios privados y de azotes de barrio en pompas fúnebres que ocupan todos los miedos y todos los canales de las autopistas, hoy deviene en lugar común.
Hay algo antiépico en que, llamándose Julio César, hubiera preferido ser Tito.
Más que antiépico, shakesperieano.
En especial cuando consideramos que su «Nadie es eterno» terminó convertida en una de las más eficaces maneras de hacerle el coro al «Memento mori» que heredamos de latín.
Y haremos el coro, el mío.
Ha muerto El Gallo. Viva El Gallo.
Dedicado a Leo Felipe Campos
Willy McKey
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