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“América ha sido una creación intelectual de Europa”.
Arturo Uslar Pietri
Los monstruos son criaturas, engendros, que encarnan exactamente lo contrario de lo que queremos o creemos ser. Son la personificación de la maldad y la fealdad, esto es, los antivalores universales (otra cosa es, claro está, lo que cada quien entienda por malo o feo). Y como, lo saben los estructuralistas, las cosas se definen por sus opuestos, toda historia que incluya seres monstruosos incluirá también y necesariamente un héroe. Y es que, admitámoslo, un monstruo sin un héroe resultaría extremadamente aburrido, y viceversa. El héroe es por tanto todo lo contrario del monstruo: representa el ideal, el paradigma, aquel a quien algún día nos gustaría llegar a parecernos, o más o menos. La quintaesencia de esta contraposición no es otra que la eterna lucha entre el bien y el mal. Seguramente es por eso que el imaginario de todas las culturas está poblado de seres monstruosos y sus prodigios. Y su mitología reproduce, mutatis mutandis, la épica de esta lucha esencial entre el bien y el mal que se remonta a todo origen.
La etimología del término castellano es latina, no griega. Algunos insisten en que monstrum remite al verbo monere, “avisar”, porque se pensaba que un monstruo era un aviso de los dioses, o de la naturaleza, que viene a ser lo mismo. Así lo dice Covarrubias en el siglo XVII, en su Tesoro de la lengua castellana o española. Pero parece obvio que también tiene que ver con el verbo monstrare, pues ¿cómo no señalar a una criatura signada por la extrema fealdad y repugnancia?, ¿cómo, si precisamente una de las funciones principales del monstruo es la de llamar la atención sobre su aspecto grotesco y desagradable? ¿Se imaginan un monstruo que pase desapercibido? Dejaría de ser un monstruo. El monstruo tiene que revelarse, manifestarse como tal. Y en ese sentido, su carácter repugnante se complementa con su condición exótica, su ubicación apartada, como para recordar el hecho de que lo monstruoso opera mejor en las regiones crepusculares, allí donde la luz de la razón apenas ilumina, en la penumbra donde apenas se distinguen sus fronteras con la equidad y la mesura, en la duermevela de nuestras pesadillas. El lugar del monstruo y su desmesura es la opacidad, lo más lejos posible de la civilización, en regiones exóticas y remotas, en los bordes mismos de la ecúmene.
Junto con sus poemas y sus leyendas, el imaginario de los griegos fue colonizando a los romanos. Y con él sus monstruos, sus asquerosos monstruos y sus esforzados héroes, que algunas veces llegaron a tomar nombres romanos o fueron asociados a otras historias de héroes y monstruos autóctonos romanos. El Can Cerbero, el temible perro que guardaba la entrada a los infiernos, con sus tres cabezas y sus dientes afiladísimos, al que solo Heracles pudo vencer. “La de nombre maldito”, como le llama Homero, la Quimera, con su cuerpo de cabra, cola de serpiente y cabeza de león por la que vomitaba fuego, que sembrando el terror por Licia en el Asia Menor fue vencida por Belerofonte, según dice el libro sexto de la Ilíada. Caribdis y Escila, los monstruos que guardaban el Estrecho de Mesina y engullían a los marinos que pretendían atravesarlo, a las que debió enfrentarse el sufrido Odiseo. La Gorgona Medusa, con su cabello de serpientes, que petrificaba a quien la mirara y fue muerta por Perseo, la que vivía junto a sus hermanas “al otro lado del ilustre Océano, en el confín del mundo hacia la noche”, según cuenta Hesíodo en la Teogonía. El Minotauro, mitad toro, mitad hombre, que devoraba a la flor de la juventud ateniense en su laberinto de Creta. Todo en ellos es caótica, extrema y espantosa mezcolanza. Todo irracional confusión, tránsito indefinido entre la bestia y el hombre que se comporta según un código terrible, el comportamiento monstruoso, un ethos de lo monstruoso. Mortal violencia y repulsiva fealdad, mezcla que no tiene más que un objeto: suscitar el terror.
Los romanos recibieron y reelaboraron estos mitos griegos, asumiéndolos como parte de su propia cultura. Creando y recreando un imaginario que se impuso a lo largo del imperio, y después, con el tiempo, por todo lo que se conoció como la romanidad, prácticamente toda Europa y el Mediterráneo. El mito de Cerbero fue reescrito por Séneca, que cuenta su captura en la tragedia Hércules furioso, y lo menciona también Lucrecio en el De rerum natura. Al de Quimera lo alude de nuevo Lucrecio en su poema, así como Eliano en La personalidad de los animales y Cicerón en De la naturaleza de los dioses. Al de Caribdis y Escila otra vez Séneca en una de sus Cartas a Lucilio, también Heráclito el Gramático en sus Comentarios a Homero y lo alude Cicerón en su segunda Verrina. La historia de la Górgona Medusa se cuenta en el libro quinto de las Metamorfosis de Ovidio y en el octavo de la Tebaida de Estacio. La historia del Minotauro la cuenta Apuleyo en el libro décimo de sus Metamorfosis, y así tantos más. En el libro sexto de la Eneida es el mismo Virgilio quien nos presenta todo junto el macabro elenco de las deformidades. Eneas desciende a los infiernos y el poeta nos cuenta lo que el héroe halla en sus umbrales, el Aqueronte mismo:
Muchos monstruos de extraños animales
a sus puertas se encontraban, los Centauros y las Escilas biformes,
y Briareo de cien brazos y la Hidra de Lerna,
de horrendos silbidos, y la Quimera armada de llamas,
y las Górgonas y las Harpías y Gerión de tres cuerpos.
(Aen. VI 285-289)
Sin embargo será una obra monumental, la Historia Natural de Plinio el Viejo, la que recopile todas estas historias de seres monstruosos y las transmita a la Edad Media, que las recibe en forma de bestiarios y mirabilia, colecciones de hechos y seres maravillosos. Por Plinio nos enteramos de la existencia de toda una fauna humana: atlantes, sátiros, trogloditas, cíclopes, amazonas, pigmeos, acéfalos, cinocéfalos e hipópodos que llenaron la imaginación de todo el Medioevo. La Historia Natural, verdadero compendio de todo el saber científico de la antigüedad en treinta y ocho tomos, será una de las obras, seguramente con las Metamorfosis de Ovidio, que más profundamente influya en el imaginario medieval, con sus monstruos y sus prodigios.
En la Era de los Descubrimientos las fronteras del mundo conocido se dilatan y mudan, y con ellas las moradas de aquellos viejos monstruos. Es así como la antiguas criaturas viajan al Nuevo Mundo en la mente de los primeros conquistadores, que las ven por todas partes. Las tragavenados y las anacondas se convierten en dragones y quimeras, y los quetzales con su colorido plumaje son el Ave Fénix. Fray Pedro de Aguado, en su Recopilación Historial, afirma haber visto en los llanos de Venezuela una inmensa serpiente con muchas cabezas, semejante a la Hidra de Lerna, que emite un insoportable chillido y que los exploradores de Nicolás de Federmann también afirman haber visto. Juan de Velazco, en fechas tan tardías como el ilustrado siglo XVIII, describe a unos indios que habitan en la selva tropical, cuyos cabellos se convierten en serpientes como la Medusa. Pero también aparecen monstruos de los que nunca antes se había tenido noticia, como un extraño reptil acuático que puede atontar a hombres y caballos con sus descargas eléctricas, o un degenerado engendro de carnero con camello asiático que habita en la alta sierra peruana.
Poco a poco se fue construyendo un discurso de la maravilla y de la desmesura, de lo exótico y de lo monstruoso, del Nuevo Mundo como espacio crepuscular entre la razón y la fuerza bruta, regido por unas caóticas normas que nadie termina de entender, pero siempre en desafío a todo equilibrio y proporción. La imagen del conquistador surge como el héroe de la nueva épica. Cortés, Pizarro, Lope de Aguirre, caudillos cuya fuerza superior y providencial misión están por encima de toda ley y todo límite, hacen parte del elenco de este relato fundador que nosotros también nos hemos creído, para nuestra fortuna y para nuestra desgracia.
Mariano Nava Contreras
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