
Fotografía de Gaby Oráa | RMTF
Me encontraba yo en España a fines del siglo pasado (suena tan lejos) haciendo mi doctorado y estaba muy pendiente de los libros que mes a mes se publicaban. Granada entonces tenía tres librerías con buenos fondos: la hoy desaparecida “Atlántida” al comienzo de la Gran Vía, “Babel” en la calle Gran Capitán y una cuyo nombre no puedo recordar, que quedaba al final de la calle Mesones, frente a la Plaza de la Trinidad. Obviamente había muchas más, pero recuerdo especialmente estas tres. Irme los sábados “de librerías”, así no fuera a comprar nada, era el esperado premio de toda una semana entre bibliotecas, hemerotecas y fotocopias.
Recuerdo que me llamaba la atención el hecho de que, por entonces, prácticamente no había un mes en que no se publicara una nueva novela acerca de la Guerra Civil. El asunto me interesaba porque en la insuperablemente bella ciudad en que tuve la fortuna de estudiar habían ocurrido episodios especialmente sangrientos de la guerra, empezando, nada menos, que por la muerte de Federico García Lorca. Por aquellos años, precisamente, se celebraba el centenario de su nacimiento. En Granada, además, había podido conocer a gente común, no solo académicos, cuyos padres o abuelos habían vivido el horror de la guerra, y cuyas terribles historias me habían contado.
Desde luego, toda una paraliteratura floreció por aquellos años alrededor de Lorca, vigorizando su mito un siglo después. Fueron los tiempos en que Ian Gibson publicó su clásica biografía, Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca (Plaza & Janes, 1998). Otros muchos estudios históricos fueron publicados, pero a mí lo que me interesaba era la ficción que se tejía alrededor de la guerra y su consecuencia inmediata, la dictadura franquista. Recuerdo especialmente títulos como El lápiz del carpintero de Antonio Muñoz Molina (Alfaguara, 1998) y Soldados de Salamina de Javier Cercas (Tusquets, 2001). Claro que el impacto que aquellos hechos habían tenido en la literatura se había hecho sentir desde mucho antes, nada menos que con autores como George Orwell (Homenaje a Cataluña, 1938) o el mismo Hemingway (Por quién doblan las campanas, 1940), pero se trataba de extranjeros. El modo como estos hechos habían marcado indeleblemente el imaginario y el discurso ficcional de un país como España era algo que me llamaba poderosamente la atención. Cómo el recuerdo de aquel horror se mantenía en la memoria de los viejos y, sobre todo, cómo lo había reproducido la literatura, la relación que habría entre ese recuerdo vivo de la gente común y su elaboración ficcional y literaria me suscitaban una curiosidad tremenda.
Tengo que confesarlo, para mí era inevitable percibir en estas nuevas novelas un regusto a narrativa histórica. Pese a haber sido escritas a menos de setenta años de haber ocurrido los hechos que narraban, lucía inocultable el trabajo del investigador y del documentarista, casi como si se tratara de una novela ambientada en la vieja Constantinopla o en la época de las Cruzadas. Comentando el asunto con los colegas de la universidad, habíamos llegado a la conclusión de que tuvieron que pasar muchos años, generaciones si es preciso, para que un hecho histórico tan sangrante como la Guerra Civil española hubiera podido ser recreado por la literatura. En otras palabras, que había que tener mucho estómago para que un escritor pudiera hacer ficción sobre asuntos tan dolorosos y cercanos.
Eran también los años en que la sombra de Hugo Chávez y su franquicia, el Socialismo del Siglo XXI, comenzaban a crecer en Latinoamérica y Europa con una fuerza histórica innegable, si bien aún éramos incapaces de imaginar lo que significaría veinte años después. Sin embargo, en aquel momento hice una analogía que me acompañó como una certeza: también tendrían que pasar muchos años, generaciones quizás, para que pudiera escribirse la gran narrativa del chavismo, esa que contara todo lo que estábamos destinados a vivir. Durante años lo pensé y lo sostuve: tendrían que pasar muchos años, generaciones quizás, para que un venezolano pudiera escribir sobre los tiempos del chavismo.
El tiempo se encargó de desmentirme, y de qué manera. La literatura del chavismo-madurismo, llamémosla así, no solo surgió antes de que éste se extinguiera como realidad y como vivencia, sino que lo hizo de una manera lúcida y vigorosa. Sorprende sin embargo cómo pueden trazarse algunos -algunos, insisto- paralelismos entre la literatura de los tiempos del chavismo-madurismo y la de la Guerra Civil española. En un principio, el asunto mereció la atención y el análisis de los historiadores. En Venezuela, era inevitable que la coyuntura histórica nos hiciera volver la mirada a nuestro mito fundador, Bolívar. En ese sentido, fueron esclarecedores los estudios publicados por Germán Carrera Damas (El culto a Bolívar, 1970, reed. Alfa, 2008) y Elías Pino Iturrieta (El divino Bolívar, Alfa, 2003). Sin embargo, también agudos ensayistas como Teodoro Petkoff (El chavismo como problema, Libros Marcados, 2010), Ana Teresa Torres (La herencia de la tribu, Alfa, 2009) o Elisa Lerner (Así que pasen cien años, Madera Fina, 2016) supieron diseccionar nuestro complejo presente. En este sentido, tampoco puede obviarse el auge de la crónica como fenómeno literario. Quizás el título más notable sea el de Héctor Torres, Caracas muerde (Puntocero, 2012), cuyo protagonista no es otro que la violencia y el caos de la ciudad capital.
Es en este contexto, cuyo recuento ni puede ni pretende ser exhaustivo, en el que debe enmarcarse el surgimiento de una narrativa que cuenta lo vivido en Venezuela durante los años del colapso del modelo chavista-madurista. Escoger siempre conlleva riesgos, más si la escogencia es también un intento de pronóstico. Pienso que entre los títulos que deberían componer un canon de la narrativa de estos años postremos, cabe decir, del postchavismo, debería estar integrado, entre otros, por las novelas de Alberto Barrera Tyszka, Patria o muerte (Tusquets, 2015) y Mujeres que matan (Random House, 2018); La hija de la española, de Karina Sainz Borgo (Lumen, 2019) y The Night, de Rodrigo Blanco Calderón (Alfaguara, 2016; ed. venezolana de Madera Fina, 2016). Concedo que la apuesta es apresurada y tengo claro que el tiempo y la crítica se encargarán de corroborarme o corregirme. Ya he dicho que me he equivocado antes.
No dudo, pues, de que algunas otras novelas serán añadidas a esta mínima lista, o quizás el futuro desestime algunos de los títulos que he mencionado, puede ser, influido por la publicidad de las editoriales y por la curiosidad que el caso venezolano ha suscitado en el exterior. El tiempo lo limpia todo. Lo importante es que la literatura venezolana parece haber cumplido con los complejos tiempos que nos ha tocado vivir. ¿Qué tienen estas novelas en común? Las cuatro comparten una visión apocalíptica en que la violencia, el caos y la sinrazón componen el paisaje de unas postales oscuras y sangrientas. Así como en las viejas tragedias de Eurípides la tormentosa decadencia de Atenas se convierte en telón de fondo para escudriñar en los más oscuros rincones del alma humana, estas novelas cuentan una ciudad en que imperan las más siniestras pulsiones y donde la muerte ha dejado de ser nuestro más temido tabú para devaluarse y convertirse en anécdota cotidiana. Y por encima de todo, las cuatro comparten la existencia de un poder omnímodo tras el aparente caos, que de ninguna manera se llega a nombrar, que se adivina pero rara vez se nombra.
The Night, ya tendrán tiempo de decirlo de mejor manera los críticos, es una novela de estructura compleja. No es casual que la narración comience en una noche de apagón del año 2010, cuando la ciudad mostraba una oscuridad incontestable. Los nombres de calles y plazas nos remiten indudablemente a Caracas, pero podría tratarse de cualquier otra ciudad de Venezuela. A partir de ahí el autor nos va introduciendo en las laberínticas –a veces muy retorcidas- historias de sus personajes, historias que narran también en cierta forma la historia cercana de un país que parece haber enloquecido repentinamente. El trasfondo de muchas de estas historias es fácilmente reconocible por los venezolanos, creando una simbiosis lúdica entre ficción y realidad en un espléndido ensamblaje. Sin embargo, no nos confundamos, el hilo narrativo nos termina revelando a una cuidada gramática en la que cada personaje, cada anécdota, cada asesinato, cada diálogo están cuidadosamente dispuestos, tienen un lugar preciso. Todo pareciera confluir en una psicología del caos en la que la noche y la oscuridad terminan pareciéndonos mucho más que la metáfora de un país.
The Night me recuerda a un brevísimo diálogo que hace muchos años tuve la suerte de sostener con Augusto Monterroso. Estaba yo en Madrid y había conseguido apuntarme a un taller de narrativa que dictaba el maestro en Casa de las Américas. Al finalizar una de las sesiones, conseguí el valor para acercarme y decirle: “maestro, mi problema es que me angustia mucho no poder encontrar una buena anécdota para un cuento”. A lo que Monterroso me respondió: “pues convierta toda esa angustia en literatura”. Es lo que parece haber logrado Rodrigo Blanco Calderón con The Night.
Mariano Nava Contreras
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