Literatura

Terror en la montaña

18/05/2019

Los hombres y mujeres de mar, como los de montaña, son los más paradójicos. Los pescadores se limitan a la faena en sus encuentros con la inmensidad marina; y los habitantes de las alturas se contentan con apreciar a distancia el imponente espectáculo de las cimas. Charles Ferdinand Ramuz (1878-1947), el autor de La grande peur dans la montagne (traducida en España como Cumbres de espanto), nació en la Suiza francófona y, aunque nunca fue un gran alpinista, conoció como pocos la geografía espiritual de su país.  Durante muchos escucho con avidez la tradición oral, todavía llena de vitalidad en su tiempo, y acudió a las memorias y recuentos de los que habían realizado la aventura de los picos. Esta novela, ampliamente leída en su tiempo, y celebrada por ingenios como Gide, Claudel o Zweig, es uno de los mejores monumentos literarios que la modernidad rindió a la cultura alpina. Ramuz, quien también escribió poesía, era la persona indicada para hacerse cargo de la empresa. Su sensibilidad por el “otro mundo”; ese que se despliega, de manera paralela, en el horizonte vertical; su talento como poeta y dramaturgo, y su oído para la lengua de la montaña, no son las más frecuentes en ninguna literatura. Thomas Mann lo hizo pero como visitante, y Max Frisch como recluta. Ramuz escribió sobre la montaña como Melville escribió sobre el mar, o José Hernández sobre la pampa, con devoción y miedo. Durante un tiempo, sin embargo, Ramuz fue más conocido por sus colaboraciones con Stravinsky durante los años suizos del compositor. Escribió el libreto para Historia del soldado y adaptó los materiales de la cantata Las bodas, cuatro escenas  de  Stravinsky que, con coreografía de Bronislava Nijinska y vestuarios de Natalia Goncharova, fue estrenada en Paris, en 1923, por Les ballets russes de Diaghilev.

El gran miedo en la montaña es una novela con una estructura rigurosamente clásica, con sus tres secciones bien definidas y su respeto por no pocas convenciones aristotélicas. La dicción, sin embargo, es la más modernista; con el uso del lenguaje demótico de los montañeses, una prosa entrecortada, con giros gramaticales inesperados y reiteradas expresiones que insisten en una extraña musicalidad como el aire enrarecido de las alturas. Una sintaxis que sería aprovechada por escritores de generaciones sucesivas en distintos países de Occidente. Uno piensa en Hemingway o Faulkner, William Carlos Williams y Juan Rulfo, quien se confesó gran lector del suizo. Y el fragmento que sigue no es el único que nos recuerda al gran cronista de Comala:

-Y Joseph?
-No se le volvió a ver.
-Y Clou?
-De él no se ha vuelto a hablar
-¿Y el jefe del refugio?
-Muerto. Recibió dos balazos.
-¿Su sobrino?
-Muerto
-¿Bartolomeo?
-Muerto.
-¿Y el de las mulas?
-Muerto… la gangrena.
-¿El pequeño Ernesto?
-También muerto.
-¿El alcalde?
-Muerto.
-¿Compondu?
-Muerto.

Ramuz no es Homero ni Suiza es la antigua Grecia, pero el excepcional talento del helvético le permitió transformar una historia parroquial en una tragedia de rasgos épicos. Lo que se cuenta es la experiencia de seis hombres y un niño en el “mauvais pays” (la región malvada), que es como los habitantes del Piamonte llaman a la montaña. Abajo, en el valle fértil, se desarrolla la vida con sus posibilidades; arriba es el infierno y la muerte. A las alturas han sido llevados estos pastores, con setenta reses, en busca de los pastos que se extienden en una meseta lejos del poblado. La situación económica se ha deteriorado y es necesario el ascenso, a pesar de las advertencias de los ancianos del pueblo que recuerdan la tragedia ocurrida hacía varias décadas en esas latitudes. Al final, la racionalidad se impone momentáneamente ante las supersticiones y leyendas. Lo que sigue es un desgraciado enfrentamiento entre logos y mito con consecuencias lamentables. Los jóvenes que animan la empresa olvidan que “la montaña tiene su manera de pensar y actuar”. El ascenso se lleva a cabo sin mayores percances y al día siguiente se encuentran a salvo en el chalet, mientras la vacada pasta con fruición. Un sobreviviente de la catástrofe de hace veinte años advierte, protegido por un relicario y una oración, que la última vez todo empezó así. La noche del mito, con todos sus terrores ha llegado y el frio del miedo los afecta a todos. A los pocos días, la desgracia se presenta en la forma de la fiebre aftosa que ira diezmando el rebano y condenado al grupo a una espantosa cuarentena. Los desprevenidos pastores terminan pareciendo más una banda de muertos en vida, dignos de Poe o Quiroga, que una asociación de pastores suizos. En lo sucesivo será el mito el que condicione las existencias de los condenados, que se sienten “suprimidos del mundo”, en una lamentable situación próxima a la fantasmagoria. Ramuz no pierde una línea, como buen poeta, para cantar y contar las dimensiones del espanto. Cualquier cosa puede suceder, y sucede. Las vacas van muriendo una a una mientras los hombres enloquecen. Entre ellos Joseph, de cuya amada ha sido separado y que decide, violando la cuarentena, bajar al poblado para intentar un furtivo encuentro. La descripción del viaje se transforma en un descenso órfico a los infiernos. A través de las ventanas de la casa de la chica, se enfrenta la visión inesperada, insoportable del velorio de la joven, muerta mientras intentaba, a su vez, un ascenso al refugio a encontrarse con Joseph. Son páginas de una tristeza tan trágica como las que narran la muerte que reserva Sófocles a su Antígona o Shakespeare a la pequeña Cordelia. Lo que viene después es la tragedia colectiva en su forma más violenta y desesperada. Que todos habían muerto es lo único que puede decir el testigo en el dialogo citado. La montaña, como el mar, tiene sus voces, y el que no las escucha se procura el trágico fin de los personajes de Melville o Ramuz.


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