Poesía

“Tengo planes para ir a Ostia”

Ostia, Italia. Fotografía de Riccardo Cuppini | Flickr

26/07/2023

TENGO PLANES PARA IR A OSTIA”

A Rafael Cordero, in memoriam

 

“Una vez tuve un amigo que también era venezolano”,

me dice Passolini mientras vamos en el carro de Sergio

Cetti a Cinecittà. “¿Te acuerdas, Sergio? Tú lo conociste.

Un muchacho más bien tímido, con anteojos de miope.

Era, o es, no sé, porque más nunca supe de él, médico.

Estaba en Roma estudiando psiquiatría. Además, era poeta,

escribía poesía.  Mi primer amigo venezolano fue un poeta;

el segundo, que eres tú, también. Entrambedue.  La próxima vez

te dejo unos poemas suyos que me dio para que los leyera.

Están en español y tú los puedes entender mejor.

Cuando vayamos a la entrevista con Pound te los dejo”.

Nadie como Cetti para manejar en la retorcida ruta

de la periferia romana. La conocía como Virgilio conocía

de memoria los vericuetos del Inferno. Passolini había

sido su Dante cuando llegó de Boloña. No hubo vericueto

del submundo romano que Cetti no revelara al ávido poeta.

Los cielos de Roma en un claro día de otoño como ese

son los más altos. Se elevan más allá de Saturno y sus anillos.

Sobre el cielo de Roma sólo está Dios, para los que gusten

de su compañía. Durante esos días decidí que Roma

era mi segunda ciudad natal, y aquí quería ser enterrado

con mis blancos huesos. Una decisión prefigurada por mi padre,

asiduo de la trattoria “Roma” de una lejana Valencia.

 

Al día siguiente de la visita a Cinecittà, recibí un sobre

de Manila con algunos poemas del compatriota amigo

de Passolini. Una muestra de estos textos:

 

Yo había nacido en los confines de un mar interior.

La vegetación era de parásitas contorsionadas que

diezmaban, sin piedad, la nobleza de un cielo milenario.

Mi padre nunca estuvo a la altura de su destino

de Guardabosques Supremo, y fue devorado por

una melancolía sin regreso. La luz desapareció de los

ojos perfumados de mi madre. La leche dulce de sus senos

de hortensias se hizo áspera y decadente. Yo sabía que,

tarde o temprano, el hacha de oro terminaría en la

mesa del bautismo para ser sostenida por mis

manos mongólicas. Mi futuro había sido premonitorio.

Mis hermanos me consolaban con sus flautas

de piel de serpiente. La música era estrábica y disidente…

 

 

El texto había sido escrito en un momento en el cual

todos los poetas venezolanos querían escribir como Ramos

Sucre. Y el amigo de Passolini no era la excepción. Me tocó

conocerlo cuando, rotos mis sueños de convertirme en

ciudadano romano, lo encontré en un Encuentro patrocinado

por la Escuela de Letras de la Universidad Central. Un hombre

amable y de envidiable cultura y modestia. Cuando le hablé

de los poemas, me dijo: “!Qué mala suerte!” En ese entonces,

Pier Paolo era muy desordenado con sus papeles, y tuvo

que conservar precisamente estos. No quisiera volver a verlos, si puedes

destruirlos te lo agradeceré siempre.

 

Antes de regresar a Venezuela todavía pude ver varias veces

a Passolini. La última fue el 1º  de noviembre de 1975. Poco antes

de mediodía, yo estaba en via Condotti, frente al Café Greco, esperándolo

para la entrevista con Pound. El cielo de Roma, ahora de plomo

impenetrable había descendido hasta las negras cejas de sus habitantes.

Después del encuentro con el maestro norteamericano,

le recordé a Passolini la invitación de mi esposa para cenar en la casa

día siguiente. Lo siento, dale las gracias, tal vez la semana que viene.

Con todo lo que me gustan sus “arrepas”, tengo planes de

ir mañana a Ostia. Y caminaré rápido,/ hacia adelante,/escogiendo

para siempre/la vida, la juventud.


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