Ostia, Italia. Fotografía de Riccardo Cuppini | Flickr
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“TENGO PLANES PARA IR A OSTIA”
A Rafael Cordero, in memoriam
“Una vez tuve un amigo que también era venezolano”,
me dice Passolini mientras vamos en el carro de Sergio
Cetti a Cinecittà. “¿Te acuerdas, Sergio? Tú lo conociste.
Un muchacho más bien tímido, con anteojos de miope.
Era, o es, no sé, porque más nunca supe de él, médico.
Estaba en Roma estudiando psiquiatría. Además, era poeta,
escribía poesía. Mi primer amigo venezolano fue un poeta;
el segundo, que eres tú, también. Entrambedue. La próxima vez
te dejo unos poemas suyos que me dio para que los leyera.
Están en español y tú los puedes entender mejor.
Cuando vayamos a la entrevista con Pound te los dejo”.
Nadie como Cetti para manejar en la retorcida ruta
de la periferia romana. La conocía como Virgilio conocía
de memoria los vericuetos del Inferno. Passolini había
sido su Dante cuando llegó de Boloña. No hubo vericueto
del submundo romano que Cetti no revelara al ávido poeta.
Los cielos de Roma en un claro día de otoño como ese
son los más altos. Se elevan más allá de Saturno y sus anillos.
Sobre el cielo de Roma sólo está Dios, para los que gusten
de su compañía. Durante esos días decidí que Roma
era mi segunda ciudad natal, y aquí quería ser enterrado
con mis blancos huesos. Una decisión prefigurada por mi padre,
asiduo de la trattoria “Roma” de una lejana Valencia.
Al día siguiente de la visita a Cinecittà, recibí un sobre
de Manila con algunos poemas del compatriota amigo
de Passolini. Una muestra de estos textos:
Yo había nacido en los confines de un mar interior.
La vegetación era de parásitas contorsionadas que
diezmaban, sin piedad, la nobleza de un cielo milenario.
Mi padre nunca estuvo a la altura de su destino
de Guardabosques Supremo, y fue devorado por
una melancolía sin regreso. La luz desapareció de los
ojos perfumados de mi madre. La leche dulce de sus senos
de hortensias se hizo áspera y decadente. Yo sabía que,
tarde o temprano, el hacha de oro terminaría en la
mesa del bautismo para ser sostenida por mis
manos mongólicas. Mi futuro había sido premonitorio.
Mis hermanos me consolaban con sus flautas
de piel de serpiente. La música era estrábica y disidente…
El texto había sido escrito en un momento en el cual
todos los poetas venezolanos querían escribir como Ramos
Sucre. Y el amigo de Passolini no era la excepción. Me tocó
conocerlo cuando, rotos mis sueños de convertirme en
ciudadano romano, lo encontré en un Encuentro patrocinado
por la Escuela de Letras de la Universidad Central. Un hombre
amable y de envidiable cultura y modestia. Cuando le hablé
de los poemas, me dijo: “!Qué mala suerte!” En ese entonces,
Pier Paolo era muy desordenado con sus papeles, y tuvo
que conservar precisamente estos. No quisiera volver a verlos, si puedes
destruirlos te lo agradeceré siempre.
Antes de regresar a Venezuela todavía pude ver varias veces
a Passolini. La última fue el 1º de noviembre de 1975. Poco antes
de mediodía, yo estaba en via Condotti, frente al Café Greco, esperándolo
para la entrevista con Pound. El cielo de Roma, ahora de plomo
impenetrable había descendido hasta las negras cejas de sus habitantes.
Después del encuentro con el maestro norteamericano,
le recordé a Passolini la invitación de mi esposa para cenar en la casa
día siguiente. Lo siento, dale las gracias, tal vez la semana que viene.
Con todo lo que me gustan sus “arrepas”, tengo planes de
ir mañana a Ostia. Y caminaré rápido,/ hacia adelante,/escogiendo
para siempre/la vida, la juventud.
Alejandro Oliveros
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