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A Félix Allueva y Santiago Acosta
Cuando Santiago Acosta volvió a la redacción de El Nacional, después de haber entrevistado a Jorge Spiteri, tenía la cara de un niño de siete años que acababa de recibir su regalo del Niño Jesús: acababa de aprender a tocar “Strolling Down the Highway”, de Bert Jansch, en la guitarra Gibson Firebird de su entrevistado.
Hace trece años, dentro de la redacción de El Nacional había una pequeña tribu de jóvenes que tenía como responsabilidad armar aquella mítica edición anual que se hacía para celebrar el aniversario del periódico. Virginia Riquelme. Diajanida Hernández. Luisa Pescoso. Santiago Acosta. Yo. No había muchos comunicadores sociales en esa media docena de firmas, más allá de Albinson Linares y algunos cómplices del cuerpo de Cultura.
Nelson Rivera, el responsable de aquella trasgresión vocacional, estaba decidido a darle un tono más literario que reporteril a las conversaciones con fanáticos que iban a componer la edición aniversario de ese año. “Van a tener que hablar con muchos locos y ya estos periodistas tienen suficiente con lo que les toca. Así que no quiero reportajes, sino conversaciones. Y ustedes son buenos conversadores”, nos dijo con sorna desde su ronquera.
La edición de 2007 consistía en hablar con obsesivos, fanáticos que se declaraban unilateralmente como máximos exponentes del amor por un tema en específico. Volvíamos de cada pauta diciendo “Es que la gente está muy loca” o “¿Me tenía que tocar a mí esta entrevista?”, y luego nos íbamos a transformar en normalidad aquella experiencia, a punta de redacción y reserva de datos.
Así que nos quedamos boquiabiertos cuando escuchamos decir a Santiago: “Si al menos la mitad, sólo la mitad, de las vainas que me contó Spiteri son verdad, ese tipo es mucho más de pinga de lo que nos han contado”.
Hoy, con el luto tibio, Jorge Spiteri sigue siendo, como tantos otros nombres, un prócer sonoro con épica pendiente. Aun así, en todo backstage donde estuviera Spiteri, escucharlo era un ritual con normas claras: se hacía silencio y punto. Nadie tenía una carta mejor que la suya, así que cada tanto permitía alguna pregunta que él mismo sabía solicitar. Y nada era injusto. Se trataba del hombre que alguna vez estuvo en el cuarto de John Lennon en Tittenhurst Park.
Siempre parecían demasiadas historias para una sola biografía, porque sus anécdotas iban desde un jamming con Mitch Mitchell hasta haber aprendido del carupanero más sabio en los setenta cómo escoger con tino un aguacate. El asunto es que también contaba con buenos avales. Una vez, precisamente delante de una carga de aguacates carupaneros en esas mañanas de sábado del mercadito de Los Palos Grandes, cometí el exceso de una mueca de incredulidad que fue percibida por Félix Allueva. Vainas de muchacho. Félix me llamó aparte, con el cariño y la paciencia que me ha sabido tener siempre, y me dijo: “A ese tipo al que no le crees le afinaba la guitarra Adib Casta cuando era un carajito que vivía en Chacao. Aquí la única lógica que aplica es la lógica del rocanrol. Y ni tú ni yo sabemos cómo fue aquello. Escúchalo y créele, porque en unos años vas a necesitar ser joven alguna que otra vez y que alguien te oiga y se lo vacile. Piénsalo: dime si alguien va a creer que estas vainas que estamos viviendo pasaron de verdad”.
Así llega la muerte de Spiteri, durante una epidemia sorda a la que no le importa quién fue cada quien, sino las edades de riesgo y una historia médica de los bronquios. Y mientras Santiago Acosta está en Nueva York, rodeado de una cifra de fallecimientos desoladora, hoy la única de tantas muertes que le ocupan la cabeza es la de un tipo que le contó su vida. Así que voy a permitirme citar una de las escenas biográficas más tiernas de cualquier rocker que haya leído en mi vida: la vez que Jorge Spiteri le contó a Santiago Acosta cómo escuchó The Beatles por primera vez:
“Me da taquicardia cuando recuerdo ese cuento. Mi hermano Charlie, que falleció hace poco, fue mi inspiración. Cuando vivíamos en Chacao, él y yo íbamos y regresábamos del colegio en autobús. En la librería Nueva Chacao vendían discos y siempre los tenían sonando durísimo. A veces ponían Elvis y cosas así, pero la mayoría del tiempo era música criolla. Ese día nos estábamos bajando del autobús y, justo al pisar el suelo, arrancó a sonar a todo volumen “It won’t be long, yeh, yeh, yeh…”. Nos asustamos tanto que nos agarramos de la mano, caminamos hasta la vitrina y vimos un disco que tenía en la portada una foto de cuatro tipos con pollina larga y media cara negra y dijimos: “¡Ése es el disco!”. Sin tener manera de saberlo, lo supimos. ¿Cómo adivinamos que ésos eran los que estaban cantando? Ni idea, Los Beatles eran unos magos”
Un planeta en cuarentena es un lugar muy aburrido para los viejos roqueros. Me gusta creer que los novenarios a Spiteri estarán llenos de muchachos descubriendo que aquella pieza que tanto les gustaba no es de Los Amigos Invisibles, sino de un tipo que acaba de morir y dicen que estuvo en la casa de John Lennon y en La Caverna y en la historia del rocanrol. Habrá Jack Daniel’s del que Spiteri no bebía y vinilos de amigos que sabían creerle cada recuerdo. Quizás este viernes de aislamiento a la fiesta en el Instagram de Cheo le vengan bien la ayuda de Julio César Venegas III y el abrazo de todos los miembros de una cofradía que sabe que en ningún Hard Rock Café hay una pieza de colección similar a haberse comido un aguacate escogido por el sabio tino del hombre que supo decir que el amor está en la sangre, es solo una forma de vida, es todo, es algo que no puedes ocultar, es la forma en que miramos a los ojos y esas cosas que nos toman por sorpresa.
Willy McKey
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