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[Entre el 28 y 30 de junio pasado se celebraron las V Jornadas de la Sesión Venezolana de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA, por sus siglas en inglés). En dos mesas redondas, denominadas «El relato escindido: narrativa venezolana actual», un grupo de narradores venezolanos disertó respecto de lo que significa hoy escribir en o sobre Venezuela. Presentamos el texto de Gustavo Valle.]
A principios de este siglo, cuando estudiaba en la Universidad Complutense, todos los días, después de clase, iba a la Sala de Informática para ver mi buzón de correo electrónico. Me sentaba frente a los mastodónticos monitores a leer extensos mails provenientes, en su mayoría, de Caracas, y a escribir largas respuestas donde, en mi condición de distanciado, no eran ajenas las descripciones de nuevas costumbres o relatos más o menos melancólicos de mi nueva condición migrante. Al término de mi trabajo epistolar, le pedía a la encargada de la sala que imprimiera los correos recibidos y enviados. Ella verificaba que los agujeritos de las formas continuas encajaran en ambos rodillos y procedía a imprimirlos. Me los llevaba a casa y los apilaba junto a otros formando una resma de sábanas verdiblancas en las que atesoraba el registro de mi extranjería en ciernes, asombros por lo nuevo y nostalgias por construir. Acumulé más de quinientas hojas con aquel material epistolar de emergencia.
Para Claudio Guillén hay dos exilios. (Utilizo la palabra “exilio” cuando los autores que menciono la emplean. Cuando hablo de mi experiencia personal, uso la palabra “distancia” o “distanciado”.) Uno es el de Plutarco, de raíz cínica y estoica, donde el autor de Vidas paralelas propone que quien está fuera de su lugar de nacimiento, viviendo lejos de su tierra, no es ni forastero, ni extranjero, pues adonde vaya brillará siempre el mismo sol, la misma luna y soplará el mismo viento. Es decir, el cambio de territorio no afecta a quien está en contacto con las fuerzas un
iversales que se derraman en cualquier parte del mundo. Para los estoicos el exilio es la ocasión de establecer vínculos con nuestra profunda subjetividad. Y para los cínicos la expulsión o la auto expulsión es un requisito para ejercer una libertad fuera del alcance de los sistemas sociales e institucionales.
Séneca pensará algo similar: «Lo más importante –dice en sus cartas a Lucilio– no es a dónde se va sino quién va». O en otra parte: «Yo no he nacido para un rincón, mi patria es todo el mundo».
En Tristia y Expistulae ex Ponto, Ovidio denuncian el exilio como pérdida y mutilación. El sujeto se fractura, es arrancado de su lugar de identidad y sometido a una irreparable melancolía en la que la nostalgia y el extrañamiento se apoderan de la subjetividad del individuo. En forma de elegía, en Tristia. A través de cartas en Epistulae ex Ponto. Las cartas –y los correos electrónicos– son paliativos contra la distancia.
Quienes estamos fuera de nuestro lugar de origen oscilamos entre Plutarco y Ovidio. Entre el cosmopolitismo y la saudade. Un cosmopolitismo que no existe, porque nadie pertenezca a ninguna parte o carece de rasgos de identidad. El cosmopolita, de existir, suele ser esnob.
Y el llanto por la mutilación de la patria perdida, la jeremiada por lo que quedó atrás, ese lloriqueo a causa de la amputación cultural es insoportable. Nada más pavoso que un emigrado que solo habla de su tierra, que solo come sus comidas, que solo vive en ese Edén apolillado que le arrancaron de las manos y de su corazón. Hay gente que hace de esto una profesión.
Para Joseph Brodsky el exilio es una condición metafísica: «el escritor exiliado –dice en uno de sus ensayos– es por lo general un ser retrospectivo y retroactivo». Retrospectivo: «Del lat. retrospectus, part. pas. de retrospicĕre “mirar hacia atrás”». Y retroactivo: «Que obra o tiene fuerza sobre lo pasado». Mirar hacia atrás y obrar sobre el pasado. Dos ejercicios cercanos a la escritura. «Pero este mecanismo –dice Brodsky– no es para conservar o asir el pasado, sino para retrasar la llegada del presente, para hacer que el tiempo pase un poco más lento». Y aquí el ruso apunta a una condición dramática: el tiempo para el exiliado pasa más deprisa. Se aceleran procesos que de otra forma tomarían más tiempo. Entonces inventa mecanismos de desaceleración. «El exilio –concluye Brodsky– hace más lenta la evolución estilística del escritor, lo hace ser más conservador».
¿Es cierto esto? ¿La distancia del emigrado hace más conservadora su escritura? ¿Nuestro fraseo tiende a conservar lo que traemos como herencia? ¿Dejamos de inventar, de explorar, al menos en términos estilísticos, por el hecho de abandonar nuestra tierra? Es una pregunta capciosa.
Brodsky crea una imagen muy propia del imaginario ruso. Para él, el exiliado es una especie de Yuri Gagarin: un astronauta arrojado al cosmos en el interior de una cápsula espacial. Esa cápsula es su lengua. «El exilio –dice Brodsky– nos deja solos con nosotros mismos y con nuestra lengua, sin nada ni nadie entre ambos». Quizás por esa condición extrema, una de las mayores enseñanzas del exilio es la humildad: «Si algo tiene de bueno el exilio –dice Brodsky– es que nos puede enseñar humildad. Me atrevería a decir que el exilio proporciona la lección definitiva sobre tal virtud». Sí, humildad, y yo agregaría amabilidad excesiva, gentileza sobreactuada. “Disculpe”, “Tenga la bondad”, para todo pedimos permiso, andamos por la vida con miedo a no ser aceptados.
La otra noche tuve un sueño: veía el Salto Ángel, imponente, majestuoso. Pero a lo largo de su macizo peñasco no caía agua. En vez de una catarata había una autopista en construcción y numerosos obreros trabajando. Podían verse tractores, vigas, camiones, todo el arsenal de la ingeniería. Era un Salto Ángel sin ángel, sin gracia, intervenido y desnaturalizado. Un sueño ecológico contra la voracidad del hombre. Pero al despertar, mientras me lavaba los dientes, se impuso otra interpretación: era también un sueño de la distancia. Es decir, la construcción onírica de una imagen del paisaje de la identidad, pero monstruosa, convertida en un Frankenstein, un engendro que desvirtuaba la versión que registraba mi memoria. Y en ella quedaba expresada, asimismo, la contaminación y la mezcla de alguien que abandona su lugar de origen y transforma, incluso desvirtúa, la identidad. Así, el Salto Ángel, al margen del riesgo al que puede ser sometido a manos de un Estado depredador y perverso (Arco Minero, etc.), estaba siendo subordinado, como tantas otras imágenes de nuestra educación sentimental, a un proceso de cambio y revisión. La distancia puede modificar el Salto Ángel. En nuestra operación retrospectiva y retroactiva, el Salto Ángel puede desaparecer.
«Perder cosas tiene que ver con la desaparición de lo conocido –dice la gran Rebecca Solnit– pero perderse tiene que ver con la aparición de lo desconocido». Las cosas que perdemos siguen allí en nuestra memoria y en nuestros sueños. Al perderlas, al separarlas de nosotros, inician una nueva vida en nuestro imaginario quizás todavía más profunda y urgente que si continuaran a nuestro lado. La ausencia les otorga una dimensión pujante en nuestra psiquis y comienzan a operar como un silencioso torrente con sus paisajes fantasmas y sus presencias inmateriales. Como aquella inmensidad íntima de la que hablaba Gaston Bachelard en su Poética del espacio, «la inmensidad está en nosotros», inunda nuestra imaginación y el ensueño «fuera del mundo próximo», lejos del lugar que alguna vez admiramos. Los lugares dejan de estar afuera y comienzan a crecer dentro de nosotros. Este proceso de proliferación íntima de la ausencia es uno de los productos más poderosos de la vida en la distancia. Y el nuevo lugar que acoge al distanciado, en el que se siente completamente perdido, es un universo de asombros abiertos a su perplejidad. Para Rebecca Solnit perderse es un arte y una oportunidad de aprendizaje. El extravío como estrategia asistemática de conocimiento. Cuando estamos perdidos y desorientados, cuando alguna mano estruja nuestro mapa y la brújula se ha irremediablemente magnetizado, solo podemos encontrar algo: a nosotros mismos.
En uno de sus Poemas del exilio, Nabokov relata un sueño. «Algunas noches, cuando me quedo dormido/ mi cama se desliza hacia Rusia». En el sueño lo llevan a un barranco para fusilarlo. Ante sus ojos tiene un cañón que lo apunta. Con sus manos cubre su pecho y su cuello, mientras disparan contra él. Y continúa: «Se paraliza el tic-tac del reloj/ de mi aturdida conciencia/ pero nuevamente vuelvo a sentir/ el amparo del afortunado exilio». Sin embargo, ya despierto, confiesa: «cómo hubieras deseado/ que todo hubiera ocurrido de verdad:/ Rusia, estrellas, noche de fusilamiento/ y el barranco lleno de flores de aliso». Un barranco con su cadáver, como el de tantos otros rusos perseguidos y asesinados, lleno de flores violetas. El exiliado, para Nabokov, es un ser en duplicado. A través del sueño accede a un espacio en el que es posible continuar en el lugar que abandonó a la fuerza y vivir la tragedia de la que tuvo la suerte de escapar. Por pequeña que esta sea, el que se va siempre acarrea una culpa.
Antoine de Saint Exupéry vivió en Buenos Aires entre 1929 y 1931, trabajando como piloto y director de tráfico aéreo para la empresa Aeroposta Argentina, dedicada al transporte de correo y de pasajeros, filial de la Compagnie Générale Aéropostale de Francia y que en 1933 pasaría a ser Aeropostal, línea aérea venezolana. Hoy en día, Aeropostal es una empresa más del omnívoro Estado, y antes fue propiedad de Walid Makled. Pero esa es otra historia. En Buenos Aires, Saint Exupéry alquiló un apartamento en la galería Güemes y allí vivió, y también odió la ciudad. No pudo ni quiso adaptarse. Al menos eso se desprende de la lectura de las cartas a su madre. Solo tuvo por compañía (antes de conocer a su futura esposa Consuelo) a un cachorro de foca que había traído de sus primeros viajes al sur y que estaba en la bañera de su apartamento. Tenía otras dos mascotas en el aeródromo de General Pacheco: un jabalí y un pingüino. También tuvo un hurón y un cachorro de puma. En uno de los pasajes más famosos del El principito, el zorro le pide al pequeño príncipe que lo domestique.
–Y qué significa «domesticar» –pregunta el Príncipe.
–«Significa –dice el zorro– crear lazos… Si me domesticas tendremos necesidad uno del otro. Tú serás para mi único en el mundo». Y concluye: «eres responsable para siempre de lo que has domesticado».
El inmigrante es como el zorro. Su adaptación es un proceso de domesticación. Se entrega a la deconstrucción de sus códigos culturales y lingüísticos, para aceptar y practicar otros distintos a los suyos, para formar parte de algo, ahora que no forma parte de nada. Este proceso de domesticación impacta en su psiquis y en su escritura. El inmigrante vive entre esa domesticación, que es una feroz disciplina, y la rebelión ante esa disciplina.
Quizás ahí se establece el lugar de enunciación de nosotros, los que estamos afuera y escribimos (¿afuera de qué?, habría que preguntarnos siempre, todos los días), una oscilación entre la obediencia que requiere la adaptación a un nuevo lugar (y en muchos casos un nuevo idioma u otro uso del mismo) y la indocilidad o resistencia a eso, la insubordinación, la rebeldía.
No nos queda otra opción que conjugar estos dos destinos y hacer de ese cruce una identidad móvil, una marca portátil. Y desde esa marca escribir.
Es famosa la cita de Deleuze de Osip Mandelstam: «Aprendimos no a hablar sino a balbucear y solo prestando el oído al ruido creciente del siglo y una vez blanqueados por la espuma de su cresta, pudimos adquirir una lengua». Mandelstam se refiere a la infancia. ¿No es la inmigración un estado de infancia? Ambas comparten el proceso de apropiación de una lengua, un mecanismo lingüístico que nos permita decir y decirnos.
Más allá de los temas o argumentos que exploremos, más allá de los paisajes o atmósferas que nos acompañen no sabemos de qué manera la distancia moldeará o está moldeando nuestro léxico y sintaxis. En definitiva, uno escribe lo que puede. Desde afuera, desde adentro, desde el margen. Es bueno escribir desde el margen.
Quizás deberíamos abandonarnos a la pérdida, asumir la disolución de nuestro pasado, quemar las naves de una buena vez y cortar de un hachazo el cordón umbilical. O quizás habría que profundizar ese vínculo, expandirlo en la dimensión de nuestra intimidad y darle un lugar en el que pueda continuar su propagación y desarrollo.
Vuelvo a la indispensable guía de Rebecca Solnit para extraer de allí una cita de Simone Weil. La pensadora y mística francesa le escribe una carta a un amigo que está lejos, en otro continente, y le dice: «Amemos esta distancia, toda ella tejida de amistad, pues los que no se aman no pueden ser separados». Veinte años después me doy cuenta de que aquellos correos electrónicos que imprimí compulsivamente en la sala de informática de la Universidad Complutense tenían el desesperado propósito de hacer tangible lo dicho por Simone Weil: solo los que se aman pueden separarse.
Amemos esta distancia.
Gustavo Valle
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