Perspectivas

Santos López: retazos

26/11/2022

Santos López. Fotografía de La Poeteca

 … estaba otro rétulo que decía …

(Don Quijote, cap IX).

1

Vislumbro en Santos López una permanente germinación de lo múltiple. Con estas notas solo intento acercarme a lo que, desde mi limitada percepción, aparece en su escritura, la sostiene como tal y, aunque surja de algunas facetas de su personalidad, se materializa en su poesía.

2

Nada mejor que la estrecha carretera entre Anaco y La Ceiba para atravesar y casi tocar los altos, rojizos farallones; fue hecha para comunicar campos petroleros y desemboca en las fascinantes llanuras que van hacia Maturín. En otro sentido, desde Cantaura, el horizonte es plano y esquivo. Nos conduce a El Tigrito, a San José de Guanipa, zona tradicional de la gente Kariña. En ambos casos, así se recorre parte de la vasta planicie de Guanipa.

Imposible no sentir el caprichoso efecto de lluvias y sequías milenarias sobre tierra y roca o querer definir los contornos de sus siluetas, contra el cielo. Según la hora, el rojo expande engañosos recodos de vino o azules hondos; elevaciones que contrastan con la llanura reseca. Aparte de las señales ruinosas de la actividad petrolera, el merey salvaje, con su resistencia, impulsa a quien conoció esos territorios hacia el sabor del maní.

En San José de Guanipa nació Santos López en 1955. Cuando lo conocí, junto a Eduardo Sifontes, era un adolescente. Rafael Rodríguez y Luis Arriojas habían creado en Cantaura la Casa de la Cultura, la revista En negro y establecido un premio literario, que acababa de ganar el precoz Sifontes, también pintor y músico.

Creo que ya también Santos escribía y por eso, años después, en la universidad, en Caracas, conocí su primer libro.

Es autor de una obra distintiva. En el prólogo a Mas doliendo ya (1984), expresó Alfredo Silva Estrada que las imágenes de Santos López escapan «siempre a toda semejanza». En Rasgos comunes. Antología de la poesía venezolana del siglo XX (Valencia, Pre-textos, 2019), consideran los autores de la selección –Antonio López Ortega, Miguel Gomes y Gina Saraceni– que «en la década de los noventa, a partir de El libro de la tribu (1992), su poesía evoluciona hasta abrazar referentes sagrados o míticos, en principio de la cultura kariña, a la que sus antepasados pertenecen, pero no con tono melancólico o de denuncia, sino celebratorio». Y añaden que su poesía es: «un ejemplo único, tanto entre los poetas de su generación como en toda la tradición de la poesía venezolana contemporánea».

Por su parte, Juan Liscano, en el prólogo a El libro de la tribu, distinguió en Santos López, desde sus comienzos, una actitud diferente de la asumida por los jóvenes de su generación. Mientras estos, apunta Liscano, trataron de reflejar lo banal, lo cotidiano, lo plural, López se inclinaría a perseguir en su poesía lo esencial, «una sobrerrealidad»; también indica la distancia de los procedimientos del joven poeta respecto del surrealismo. Y destaca en ella su autenticidad existencial que la hace inusitada.

Inusitada, entre otros motivos, seguramente, por las interrogantes que también concibe Liscano: «¿Cómo soportar la lectura de El libro de la tribu sin alterarse (…), sin sentirse arrastrado en un ritual de antropofagia, imágenes descolocadoras, expresiones de una violencia críptica desconocida?».

Ciertamente, la escritura de Santos López ha estado y está recorrida por imágenes de materia común: cuerpos, tierra, vegetación, agua; solo que en ella todo acaba de brotar, de corromperse o de transitar por intermedios. Nada extraño para quien, como López, nació frente a lo natural y sus exigentes, cambiantes grados de aparición. Una aldea, las familias, los parajes del verano y del invierno. El gusano devora los restos pútridos de algún animal. Mariposas, sí; pero también sus momentos de formación. La muerte de cualquier persona puede ocupar el mismo cuerpo que duerme en la habitación del hogar. Una gallina, un morrocoy, la iguana: sombra y tornasol que serán desangrados para comer. La «palabra enterrada» –pajonal, tigre– vibra en el gagueo y en la frase certera. Un niño cree ser jaguar o gavilán, culebra: vuelo y hundimiento. El mundo es su violencia pura, vivida a diario como costumbre que nutre y eleva. En ocasiones, los pueblos desnudan; las ciudades disfrazan.

Liscano pudo presentir con razón, en muchos sentidos, diríamos hoy, que la pictura poética de Santos López se acercaba a fragmentos terribles en cuadros concebidos por Juan de Valdés Leal (1622-1690).

En 1999, me ha dicho, inicia sus numerosos viajes a África: «Por instrucciones de mi maestro sufí Albanashar Al-wali, decidí viajar a África Occidental, específicamente Benín y Nigeria, con el propósito de vincularme espiritualmente a un centro tradicional espiritual. Desde esa fecha hasta el 2013, realicé hasta tres viajes por año». Entre el 2000 y el 2013 pasó un mes, durante los veranos, en Viena. También cuentan sus viajes a Atenas y Creta, a Shanghái, a Nueva Delhi, a Milán, a París, Venecia, a Lieja y Lisboa, a Stuttgart, Munich, Bucarest, Madrid, Nueva York, Miami, San Francisco, Oakland, Boston, Filadelfia, Washington, Estambul; y a Guatemala, a Yucatán y Ciudad de México, a Guadalajara, a Santiago de Chile, a Ecuador, Costa Rica, Nicaragua, Panamá, Cuba, Colombia, Trinidad, República Dominicana y Argentina. Muchos de estos viajes son cumplidos como actividades literarias.

Poemas suyos han sido traducidos al inglés, al alemán, francés, chino, coreano e italiano. Es director y fundador de la Casa de la Poesía «Pérez Bonalde», institución en la cual realizó doce ediciones de la Semana Internacional de la Poesía de Caracas y también es director y creador de del Festival Internacional de Tradiciones Afroamericanas.

Un proceso de años conducirá al López de los noventa en dos direcciones: a la asunción de una oscura búsqueda (o fe), asomada en sus primeros libros, que circula en La barata (2013) y en Canto de la luz negra (2018). Lo terrible acude matizado. Muchos originales de este último volumen, redactados en el Amazonas por un amigo ‒Solórzano‒ de Gilberto Antolínez, al parecer fueron entregados a López por éste en 1993. Y, según confiesa el poeta en la presentación, trabajó esos textos hasta lograr la versión que publica. En verdad, el conjunto posee el sello propio de López. Y dentro de él, las once estancias de «Canto a las víctimas» constituye un momento estremecedor de escritura en que país, submundo y violencia alcanzan un grado extraordinario. Creo que este «poema» a cuatro manos, con su ácido desfile de dolor, cárceles, mujeres destrozadas, malandros, carece de rival entre nosotros. Y estoy seguro de que el padre Alejandro Moreno ‒testigo y partícipe del barrio, de los jóvenes asesinos y de su nicho móvil, la cárcel‒ lo habría reconocido en su naturalidad.

La barata, de acuerdo con la presentación de la edición, «es un lugar donde se venden objetos diversos a poco precio», pero también La barata «se convierte en la personificación de la sabiduría, de lo trascendente y de lo impalpable: la Muerte».

Ha dicho sobre este libro Octavio Armand, relacionando el ayanmó con el destino:

En estos poemas el ayanmó se revela en cuatro elementos; o, más bien, para ser precisos, en dos, pareados y contrapuestos: piedra y agua, hueso y sangre. Lo líquido y lo sólido. Lo que pasa, lo que circula, y lo que insiste, lo que queda, en su correspondencia, entrañan el acuerdo ‒profundo, sagrado‒ entre la naturaleza y el cuerpo, entre la vida y la muerte.

La otra dirección desemboca, desde un punto de vista escénico, en el tono narrativo que sostiene la estructura de Yo soy uds. y que nos remite a «El médico de los muertos» (1927, aproximadamente), de Julio Garmendia, o a Mientras agonizo (1930), de William Faulkner; también a la pieza teatral de Elena Garro Un hogar sólido (1957) y a la novela breve de María Luisa Bombal La amortajada (1938). Obras cuyo paralelo, en nuestro idioma, es el Pedro Páramo (1955) de Rulfo. Este exceso de asociaciones ficticias con un libro como Yo soy uds., corresponde al calibre narrativo ‒siempre practicado por López‒ deliberadamente administrado en las acciones de sus voces y escenas. Desde luego, los descensos cumplidos por los grandes poetas hasta hoy, con figuraciones como Orfeo o Ulises y Gilgamesh, rondan con sus disímiles atmósferas el mundo de López.

En Yo soy uds. el tramado pictórico, por su tono y por sus recursos visuales, nos coloca ante las sugerencias zoológicas y celestiales del Beatus de Liébana o en las secuencias más felices de Platón, con El banquete.

3

Habría que encontrar el lugar, porque puede surgir de un hueso, de arterias o de los enlaces nerviosos; de un solo pie, de la zona cerebral que nunca antes había funcionado, del sonido con que la visión envuelve; pero también, y de manera elemental, del cuerpo entero. Porque ese lugar es una movilidad incesante, ilocalizable aunque utilice lengua y garganta o ritmos de luz y sombra, trazos. Un lugar adentro equivocado. Que acierta.

Desde luego que lo reconocemos en el sonido de las palabras o en su huella escrita; y entonces adquiere su rango primordial: el de estar siempre en presente, transitorio. Ocurre ante nosotros y en nosotros, como antes había estado (nunca volverá a ser lo mismo dentro de él) en el poeta. Estamos hablando, desde luego, del lugar en que se fragua y surge la poesía; lugar cuya dimensión no es espacial –excepto en la escritura, en la placenta que une a madre y feto– sino crónico, de insondables raíces remotas o de síntesis para varios momentos: una cualidad del tiempo amalgamado, simultáneo, como únicamente el lírico o el matemático pueden intuir.

El autor, durante la creación, cree decirse: «Y me desparramo/ y lo inundo todo (… soy) un hombre/ que está suspendido», porque cada movimiento en su trazar corresponde a saber que, al completarlo, ese gesto –y él mismo– moriría; de la misma manera que el tema o el afecto abordado está muriendo también. Hasta que el lector, desde cualquier instante, lo recorra y entonces ambos comprenden que «Tengo todas las edades conmigo». La obra es siempre en el presente, porque reúne el pasado familiar y social del poeta, la dinámica secreta entre personalidad y entorno, el efecto mutuo de ambos en todo ello; del verso o la prosa en el lector y de estos en el tiempo impredecible del texto.

Será entonces el hallazgo del lugar, para la obra de un autor, lo determinante de la misma, aunque, en ocasiones, este dedique su vida a encontrarlo, a no reconocerlo o a ignorar esa búsqueda. En un delirante –pero sereno– converger, la actualidad de quien escriba impondrá sus rasgos a la innúmera corriente que lo precede. De tal unidad, de tal oposición deriva lo que puede ser considerado –por él, por los otros– propio, original, personal en un creador.

«Cualquier palabra, las palabras no guardan ningún efecto»: ante la muerte, en su eco: pero, si son ocultadas o retenidas en el silencio, constituyen un lugar: ese lado de la vida que hace posible presenciar la muerte, concebirla como frontera y traspasarla imaginariamente. Lugar desde el cual el poeta ha escrito este libro, cuyas páginas son retazos: su «manto apedazado o cadenas de vocales, puras vocales, lo ausente».

4

Catorce nombres evidentes encabezan o responden por otros tantos momentos de Yo soy uds. Ellos son Thomas Spink, Erik, Laura Campos, Nadiel, Oskar Tedev, Francisca M, el Murciano, el Niño Viejo, D. Luis chamán, Francisco L. M., Minos, Luis V. Escuchamos las palabras con que describen su situación, sus gestos y movimientos; también algunas interrelaciones entre ellos.

Aunque el lector puede recorrer cada página con espontaneidad y reconocer cómo el poeta confiesa: «Respiro profundo por los talones,/ recojo algunos granos de la noche,/ los muelo,/ y saco un fino polvo de palabras/ que ahora inhalo/ sin nada escrito»; y mantenerse en esa actitud absorbente, en verdad el libro posee una compleja composición –quizá nunca antes intentada por López– que lo acerca a esas piezas gestálticas, de inquietante ensamblaje, en las que habría un desafío constructivo.

Todo comienza con el epígrafe de Béla Hamvas:

la ocupación preferida de los hombres,
una vez en el más allá,
consiste en contarse historias de sus vidas unos a otros,

que propone un doble tema: las narraciones hechas por tantas voces y la posibilidad de que ellas vengan desde otra realidad. Lo primero es indudable, lo otro queda a juicio del lector y del poeta. Ya sabemos que, para este, la poesía es un manto de retazos (los que constituyen el volumen); y aunque su decir sea propio «canta y canta un montón de frases repetidas y repetidas» y, sobre todo, intuye que alguien puede interrogarse, «¿a quién llama?», con su canto. Dicho de otro modo:

… el día y la noche son simultáneos, pero no hay palabra en castellano para invocar su simultaneidad. Si se me revelara esa palabra, no sabría, en efecto, lo que estoy mentando; no sabrías escucharme, amigo. Es tan evidente lo que te digo.

Aunque en la topografía imaginística del volumen se junten divinidades griegas, africanas y otras sin identidad especificada, la voz está siempre en una «encrucijada» y siente las ganas «de darle de comer al corazón», pecho donde viven «siete rapsodas» instalados en la palmera, el abedul, el roble, el fresno, la acacia, la ceiba y el laurel.

Ese hablar –¿solo del poeta?– parece llegarnos directamente, pero resuena tamizado por tres velos: las traducciones, los comentarios y el acto de «darse cuenta» de sí mismo.

Santos López utiliza y distribuye la página (es parte básica de su instrumento sonoro o pictórico) como un mapa: en ocasiones atenderemos a lo que puede ser efecto de traducciones; en otras, los cuatro comentarios reorientarán el texto y, finalmente, la conciencia de lo expuesto a la vez que debe ser responsabilidad del autor también contiene una exigencia del papel (o de la pantalla en que se lee).

Los traductores son: el mastranto, el arenal, la brisa, el sol, el grillo, el camino y la ceniza. Estos y los demás componentes estructurales son móviles –es el lector quien decidirá sus pertenencias y asociaciones, aunque el autor proponga un tablero–, como hubiese gustado a Valéry, a Huidobro, a Pound, a Gorostiza, a Cortázar, a Laurence Sterne. La zona más explícita y filosófica reside en las siete partes del «Darse cuenta». Y su efecto es tan imprescindible para la totalidad del libro, para sus partes y para el eco que vibra en el lector, que apenas podemos extraer algunas de sus proposiciones.

Ya antes he recogido aquí algunos de los «comentarios», por lo que citaré brevemente tres detalles que captan el «darse cuenta»:

Uno pequeño se adentra en este altar, pero llega con la apariencia de dos personas, tres… (…) Los sueños son anillos en nuestros párpados. (…) Las cosas se dividen, se parten, se fragmentan, se agitan… porque somos una multitud.

*

(…) El lunes es blanco; el martes, rojo; el miércoles, violeta; el jueves, azul; el viernes, verde; el sábado, negro –por Saturno–; y el domingo, amarillo; pero nos falta un día, nos sigue faltando un día, el día cuando sentimos la mordedura del hierro.

*

Para darme cuenta de que me doy cuenta tengo que darme cuenta… (…) por eso tomamos una frase como embarcación para que nos lleve a nuestro centro. Adentro no hay mandatos, no hay versos, es sencillamente silencio.

Hemos sugerido la tensa, calculada disposición gráfica del poema (de los poemas) y la de sus acordes conceptuales. También los indecisos bordes de sus alcances y la múltiple germinación que quizá no cesa en el espíritu de Santos López. De allí la importancia que adquiere ese ambiguo texto (¿corresponde a un «darse cuenta» o es un poema en prosa?), dicho por la mujer Francisca M:

Mujer Francisca ha llegado Carlos, tu amor.
(…) Has venido porque tres días pueden ser 300 años.Ç
(…) Me invitaron a una cena para beber
y fumar y celebrar

O la expresión del Chamán Don Luis L:

Tengo que alimentar mi corazón
para estar en este cielo,
en este vecindario,
con mis amigos.

Porque ellos integran el preludio para el tema que anuda todo el libro. No es que aparezcan como una introducción (lo memorioso salta de un lugar a otro), sino que están diciendo el futuro del texto.

Este realiza durante su transcurso fugas y contrapuntos, porque su naturaleza reside en lo que cada nombre o personaje va diciendo/se/haciendo. Santos López no tiene por qué saber que inclina su exploración hacia los ámbitos labrados por el joven Dylan Thomas (Bajo el bosque de leche), por Djuna Barnes (El bosque de la noche) o por Las olas, de Virginia Woolf; pero el fuerte cuerpo de su libro los imanta y así podemos prepararnos para la escueta y gran escena final de Yo soy uds.

Escuchemos –por dentro y por fuera– cómo con la materia verbal del poema atravesamos sus tiempos y las experiencias de sus seres: el poema –los retazos– puede estar circulando solo ante nosotros, lectores, o desprenderse de alguna dimensión imprevista o seguir ocultándose. Humor, melancolía, raptos de elevación, metamorfosis: todo puede ocurrir: por ejemplo: «y mientras pagaba, decía:/ “El dinero es como murmurar”./ (…) Pero hay una diferencia/ entre el dinero/ y la murmuración»; o, por ejemplo: «La importancia de ser uno un animal/ a veces no está bien entendida./ Y soy yo una cabra,/ yo Erik»; o, por ejemplo: «y ya no interesa el movimiento del pensar/ sino el nacimiento del pensar. (Spink)»; o, finalmente, estas dos participaciones, para presenciar la celebración: «(Todo habla de un no sé qué/ Que queda balbuceando –San Juan de la Cruz dixit–) (Luis V.); La palabra día/ no me alcanza/ para decir toda su belleza».

Ahora arribamos al escalón que detendrá y dará continuidad al tránsito de los poemas y del lector. El flexible YO habla (canta) desde sí mismo y nos incluye en ese «amigo» indicado varias veces.

Este último texto del conjunto viene en prosa: acentúa lo visual, el olor y lo gustativo; su lugar y el momento carecen de fronteras, pero el llamado es al ágape, a la fiesta, al esplendor de la amistad y el afecto. El yo –y el de los otros– está en un tiempo superior del «darse cuenta». La gran mesa equivale al cielo de todos y el vino y la comida son abundantes.

Estamos en el lugar más particular del poeta, a donde llegan sus amistades para celebrar y celebrarse. Saturno ha sido excluido. El baile (los movimientos de tantos invitados; el sentido de la escritura) los atrae. «¿Es de noche? Igual es de día». La duración se suspende: para sentir la eternidad basta con la alegría. Por siempre.

Sin embargo, en el centro de la exaltación, el oferente rememora algo punzante: «–Pienso en el voto que un niño hiciera en vano de nunca abandonar el valle que sus padres llamaron su casa, dijiste».

Y aquí, como ha ocurrido en otras áreas del libro, una frase –la anterior– estremece los bordes de la irrealidad.


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