Perspectivas

Ross Macdonald: La mirada del adiós

Retrato de Ross Macdonald tomada por Alfred A. Knopf.

09/05/2020

Ocurre a veces en el mundo del género policiaco o detectivesco, que aparece un autor que no solo lo amplia o lo desborda, sino que, con su genio creativo, su capacidad narrativa, o el poder envolvente de su prosa, lo eleva, lo trasciende. 

A veces, respetando sus claves. Digamos, por ejemplo, la de la figura esencial del género: el detective privado. Como es el caso de Dashiell Hammett con Sam Spade y el Agente de la Continental, o Raymond Chandler con Philip Marlowe. A veces, irrespetándolas, con resultados no menos extraordinarios, sustentados en la creación de ambientes mórbidos y personajes insólitos —o el rescate del argot criminal—, cual fue el caso de otros grandes autores como James M. Cain, David Goodis y Cornell Woolrich. 

O sencillamente dándoles una patada en el trasero, sustituyendo sus detectives con monomaníacas personalidades de atmósferas asfixiantes, como fue el caso de la novelista estadounidense de rasgos acusados, alcohólica, narcisista, Patricia Highsmith, obsesionada por su madre y en continua lucha con los demonios íntimos que le impedían afrontar su homosexualidad, capaz de atraparnos bajo el influjo de la oscura atracción de sus difíciles personajes.

Con Ross Macdonald, esa mutación se produce en su detective, Lew Archer, en la raíz misma de su accionar, su mente, en la que antecesores y descendientes de los protagonistas, son devorados por el lado oscuro familiar. 

Ese ámbito, resulta a veces simultáneamente amoroso y hostil, pantanoso o refulgente, de un sol negro y luminoso. Macdonald dijo aspirar a “escribir lo mejor posible sobre los problemas de la vida y la muerte en nuestra sociedad. Y el molde de Wilkie Collins y Graham Greene y Dashiell Hammett y Raymond Chandler, parecía ofrecerme toda la soga necesaria para mi cometido”. 

Y lo logró. Aunque para ello debió exorcizar todos sus demonios íntimos, como Highsmith: el abandono del padre a los cuatro años. Su desaparición sin más, de una familia ya escindida, y de por sí disfuncional, que lo deja al garete tan temprano. Tanto, que a los ocho años tiene experiencias sexuales —también en su momento homosexuales—, y a los doce es un curtido ladrón callejero.   

La sangre Millar

Nació como Kenneth Millar en Los Gatos, cerca de San Francisco, California, durante una fuerte tormenta a las tres de la mañana del 13 de diciembre de 1915. Su padre, John Macdonald “Jack” Millar era un canadiense trotamundos, bohemio, aventurero, de 42 años, que editó periódicos en los asentamientos de Columbia Británica y Alberta, desafiando obsesionado una falla ortográfica—el apellido se pronunciaba “Miller”—, y una piedra de toque para su hijo, que toda su vida la pasaría reflexionando sobre la autenticidad de la identidad y la verdad. 

Una “predisposición a las palabras”—como la llamaría luego— que se transmitía desde que el abuelo escocés, otro John Millar, emigró desde Edimburgo al sur de Ontario en 1856. Ciudadano duro, que serviría como alcalde y secretario del municipio, jefe de correos, magistrado de policía y juez de paz, después de enseñar en la escuela fundaría el Walkerton Herald, un periódico que se mantuvo al menos un siglo. 

Se decía que la primera impresora escocesa exitosa, alrededor de 1506, fue una Millar. Y que la tinta de la impresora estaba en la sangre de los Millar. Y ya con treinta y cuatro años por el pecho, John Macdonald Millar se casaría con Anna Moyer de treinta y tres, después de un cortejo a caballo leyéndole sus poemas al estilo de Robbie Burns, el poeta escocés más conocido, en Calgary, Alberta, Canadá. Y de inmediato el dromomaníaco Jack Millar, luego de ejercer, al igual que su padre, el cargo de editor del diario del abuelo, se larga en un recorrido duro con su mujer por las ciudades de minería, tala y embarque fronterizas. 

La locura

A Annie le nacen dos niños muertos antes de que se muden a San Diego, esperando que el clima de California les diera un bebé saludable. Pero en San Diego entierran otro niño. Y Annie, que tenía una hermana conversa de la Ciencia Cristiana, le dice a Annie, criada metodista como ella, que se una, y tendrá un bebé sano. La atormentada Annie se convierte, y así los Millar se van a Los Gatos, donde nace Kenneth, sano. Pero Jack no puede meter freno. Y regresan a Canadá. Y luego de un leve derrame cerebral deja el trabajo periodístico. Y en Vancouver, con la Primera Guerra Mundial, se convierte en piloto de un barco, viven en las habitaciones del piso superior de un hotelito frente al mar. Es donde Kennie se da cuenta, por primera vez, del mundo que lo rodea.  

La madre le lee cuentos de hadas. Lo lleva a bañarse en English Bay donde un negro salvavidas vigila como Neptuno. Jack lleva a su hijo al estudio del pintor John Innes. Y con su pizarra y sus tizas de colores, lleno de curiosidad, pinta y aprende los números y las letras. Kenneth está en una burbuja. Protegido. Mientras, afuera, después de nueve años de diferencias, sus padres se pelean. Annie da gracias a la Cienciología por las cosas buenas de la vida. Jack, el ateo librepensador, confía en el teórico Henry George al que había conocido cuando joven, y sostenía, que solo poseemos lo que creamos. Y Annie se hartó de la inestabilidad en que vivía y de los infructuosos pasatiempos de su esposo.

En 1918 termina la Gran Guerra y Jack se va. Alrededor de aquellos días, lleva a su hijo a dar un paseo en bote por la costa de Vancouver. Pero la burbuja ha estallado. El mundo perfecto se ha hecho trizas. Y Kenneth, de cuatro años, mira por la reja del balcón del hotel abajo, en el callejón, el cuerpo de un hombre con las piernas abiertas que no está muerto, solo borracho. No obstante, la imagen permanecerá en su mente para siempre, y la separación tan repentina de sus padres tendrá una carga tan aterradora para él como la vista de aquel cuerpo. 

Y “como un niño en un cuento de hadas” —refiere Tom Nolan en su indispensable Ross Macdonald: una biografía —siempre se culpará a sí mismo de la ruptura. 

La figura del “desaparecido” o la “desvanecida” que —como afirma Rodrigo Fresán en su magnífico prólogo a El expediente Archer: Los cuentos completos de Lew Archer (Roja y negra), verdadera labour of love a cargo de Tom Nolan —deja atrás las ruinas humeantes de un hogar, que será una constante en los relatos y novelas del autor.

The Split Man, el hombre roto, era un título con el que Macdonald solía jugar. Escindido en fallas de gentilicio, culturales, intelectuales, profesionales y hasta sexuales. Toda su vida se sintió en el lado equivocado de cualquier frontera que hubiese cruzado recientemente.

Y según su propia opinión, escasamente escapó de ser un criminal. ¿Cómo lo hizo? Carecemos de la suficiente información para saberlo, pero lo cierto es, según Tom Nolan, que inesperadamente, antes de entrar a la universidad, se creó un código de conducta para él (y para otros) tan inflexible, como los credos religiosos que había repudiado antes. “Millar se metió en una caja de comportamiento como si su vida o su salud mental dependiera de ello, aunque su psique a menudo tensaba las paredes de la caja”.

Lo cierto es que entra a la University of Michigan, donde brilla y obtiene un PhD con una aguda tesis sobre Coleridge, coincidiendo con la venta de sus primeros relatos a revistas de pulp fiction. «El infierno se encuentra en el fondo del corazón humano, y lo encuentras expresando tu personalidad», escribiría más tarde. 

En 1938 se casa con Margaret Sturm.

El paraíso y el infierno: Maggie Millar

El otro trozo que faltaría para completar el expediente del entramado narrativo de Ross Macdonald es su tormentoso matrimonio. Según el escritor William Marling, en el momento de la graduación, Kenneth se reencontró con Margaret Sturm, una novia de la escuela secundaria que, como él, esperaba convertirse en escritora, tras una inestable y turbulenta juventud, en la que habría sufrido un episodio de esquizofrenia e intentado suicidarse. 

En pocas semanas eran amantes y en 1938 se casaron. Para que él siempre tuviera un trabajo —dice Marling— Millar insistió en obtener un certificado de enseñanza de la Universidad de Toronto. Cuando nació su hija Linda, él tomó un trabajo en la misma escuela secundaria de Kichener, en la que la pareja se había graduado. Y en ese mismo 1938, nace Linda, la única hija que tendrán. 

Margaret tarda semanas en salir del hospital, acusando los peores dolores de cabeza. Cuando por fin regresa a casa, el confundido Kenneth intenta distraerla llevándole novelas policiales que sacaba de una biblioteca pública. Se sabe que Maggie, insatisfecha, en 1941 escribe y publica su primer título, El gusano invisible, cuyo protagonista es un siquiatra, el doctor Paul Prye, al que siguen en corto tiempo, El murciélago corto de vista y El diablo que ama, que le dan visibilidad editorial y la deciden a continuar lo que había iniciado como un juego.

Maggie había comenzado a tocar el piano a los cuatro años y cuando adolescente ya actuaba en radio como pianista, y parecía encaminada a una carrera musical. Se matricula con una beca en los estudios de Filología clásica en la Universidad de Toronto. No llega a licenciarse, y es entonces cuando se casa con Kenneth Millar, a quien conocía desde joven y quien, como director del anuario del instituto de Kitchener, le había publicado en 1931 su primer relato. 

Quizás sintiéndose desafiado, por sugerencia de Anthony Boucher, quien era entonces crítico de The New York Times, Millar participa en un concurso de cuentos organizado por Ellery Queen’s Mystery Magazine con el relato Find the Woman. La historia que se desarrolla en parte en Hollywood, está evidentemente influenciada por el Agente de la Continental de Dashiell Hammett. Sin embargo, en lugar del cazador de hombres de mediana edad de Cosecha Roja, el detective privado Joe Rogers es más joven y más duro. Y Millar, que no estaba seguro de los méritos de su historia (“Desearía que fuera mejor», le escribió a Maggie) obtiene el cuarto lugar y 300 dólares como premio. 

Para Kenneth el descubrimiento del autor de El halcón Maltés fue decisivo. Mas tarde describiría el efecto electrizante que la novela de Hammett tuvo sobre él en la biblioteca de alquiler de la tienda de tabaco: “Como limaduras de hierro magnetizadas por el libro en mis manos, los significados secretos de la ciudad comenzaron a organizarse a mi alrededor y por primera vez experimenté conscientemente en mi propia sensibilidad la reunión directa del arte y la actualidad contemporánea». Este era el tipo de ficción que Ken Millar algún día esperaba escribir.

Tenía entonces 30 años y no sabía que esa competencia ayudaría a establecer el curso de su vida. Pronto completaría su novela de detectives inaugural, El Blanco Movil, bajo el seudónimo de Ross Macdonald, para entregar 17 novelas más con Lew Archer, el humano, decidido y compasivo detective de Los Ángeles, sucesor de Joe Rogers. Con un éxito tan extraordinario que lo convertiría en poco tiempo en el sucesor de Hammett y de Chandler. 

Y de esos hilos saldrían oscuras trenzas.

Maggie Miller —también en aquel momento una extraordinaria y maravillosa novelista de misterio—, está molesta. Sobre todo cuando los periodistas que vienen a entrevistar a Kenneth, desconocen su carrera propia, o cuando por teléfono la gente le pregunta si ella es “Mrs. Macdonald”.  

Cuenta la escritora estadounidense Kathleen Sharp que una vez, durante una de las tantas discusiones, Margaret le arrojó un huevo crudo a Ken. Cuando este se agachó, el huevo estalló y salpicó la pared. «Durante días, cada uno obstinadamente ignoró la herida amarilla en la habitación hasta que, finalmente, alguien (¿él o ella?) la limpió». A Macdonald le gustó decir que compartían un espíritu competitivo “amigable y saludable”. 

Preguntada al respecto en una entrevista, Margaret Millar respondería: “De hecho, nuestro principal problema es mantenernos alejados el uno del otro. Tenemos habitaciones en diferentes extremos de la casa; y suelo trabajar por la mañana, y Ken suele trabajar por la tarde”. Sin embargo, estuvieron casados hasta la muerte de Macdonald en 1983 (ella lo sobrevivirá dieciséis años).

Linda Millar

“Un hombre gentil —dice Tom Nolan—con un temperamento aterrador. Una persona de gran orgullo y humildad sorprendente”. Que unas dos veces estuvo a punto de partirse, si no lo hizo, bajo el peso de sus complejidades íntimas. E increíble, un curtido sufridor que al igual que Edipo—el recurrente arquetipo en sus ficciones y en su psique—, parecía provocar las tragedias que intentaba evitar, y es más: encarecidamente decidido a ser el magnífico padre que no tuvo, con Linda, su única hija, Kenneth no puede impedir que la tragedia se repita. En dos capítulos.

El primero es retratado en Los Angeles Review of Books por el mismo Nolan con toda la magnitud de este episodio doloroso: “Linda creció preocupada. Sus compañeros de clase de la escuela pública la consideraban extraña, por lo que sus padres la enviaron a una escuela privada. Pero los niños ricos la rechazaron. A los 15 años, Linda estaba bebiendo con niños mayores; cuando tenía 16 años, papá le regaló un auto nuevo. La palabra adolescente acababa de ser acuñada (…) Mientras pienso en Maggie y Ken durante este tiempo, me pregunto: ¿cómo podrían observadores tan entusiastas de la naturaleza humana no darse cuenta de lo que le estaban haciendo a su hija?”.

En 1956, sus problemas se habían vuelto desgarradoramente claros. “Linda se escapa de la casa una noche lluviosa y compra dos botellas de oporto a prueba de 20. Bebe las botellas sola en un estado suicida. Llovía. Linda encendió su automóvil y aceleró por las calles resbaladizas hasta que atropelló a tres peatones. El impacto fue tan fuerte que lanzó a dos de los jóvenes 70 pies en el aire. Linda continuó y se estrelló contra un Buick inactivo, golpeando a su conductor a 60 pies de distancia. Cuando su automóvil se detuvo, la niña ebria había matado a un niño de 13 años y había herido gravemente a otras dos personas”.  

La arrestan. 

Los tabloides se lanzan sobre ella. Linda es tratada con Thorazine, diagnosticada como «esquizoide», y encerrada hasta poder ser juzgada por homicidio involuntario. El juicio se alarga y se prolonga. Maggie se sentó en la sala todos los días, afligida. Finalmente, se leyó un veredicto. «Linda Millar culpable”. 

Pero en un giro sorpresa que ni siquiera Kenneth o Maggie podían haber escrito, Linda recibe libertad condicional en lugar de ser enviada a prisión. Eso provoca que se hable de favoritismo. Y los Millar abandonan la ciudad.

Y entonces ocurre el otro capítulo decisivo. Con toda la familia en terapia con estrés severo, Kenneth Millar sabe que necesita ayuda. Y siente que es hora de abordar aquel dolor reprimido en su mente durante décadas. Cuando Linda había estado en peligro y bajo atención médica, había redactado un lacerante informe autobiográfico destinado a los médicos de Linda, con la esperanza de que pudiera ayudarlos en el tratamiento y su defensa. Están encima.

Sin embargo, la convivencia en pareja es una verdadera montaña rusa de altibajos constantes, con fuertes peleas y la presencia del alcohol, que genera problemas en ambos. Mucho más en Linda, que a los 20 años huye de un internado sin dejar rastros. Macdonald debió convertirse poco menos que en detective de la vida real para encontrarla, dado que no contó con la suficiente colaboración de parte de la policía, hasta que al fin la encuentra conviviendo con un jugador, mayor que ella y casado. La rescatan. La traen a la casa. Pero siempre es motivo de preocupación. Es medicada. Luego se casa y tiene un niño. Pero ya es tarde, y la pierden a los treinta y un años a causa de un accidente cerebral.

Los niños perdidos

Antonio Muñoz Molina dice que “es posible que el historiador, como el novelista, necesite una médula de implicación personal en los materiales que trabaja”. En el caso de Ross MacDonald, esa médula de implicación personal alcanzaría una cuota tal que terminaría apoderándose casi por completo de su sustancia. Desde sus primeros libros, hijos legítimos de Hammett (comenzando por el apellido de su detective Lew Archer que coincide con el del socio de Sam Spade asesinado en El Halcón Maltés), pero sobre todo de Chandler (Philip Marlowe respira en Archer), Macdonald marca su impronta. Con otra voz. Otro ámbito. El de su propia tragedia familiar, que exorciza en sus libros y lo desmarca de la tradición delictiva de los Thompson, Goodies o Cain, los gánsters y la mafia. De ese universo del delito urbano, que es obliterado por el phatos consanguíneo que lleva a Archer a hurgar. Se muestra en la mente analítica, que cultiva la psique diseccionando las cosas. 

Destacando en sus libros, además del uso del lenguaje, de su integridad, su oficio y el entramado magistral, la completa fusión de los personajes y la vida, algo más profundo y fascinante, más oscuro, para quien los leía deslumbrado. Su riguroso conocimiento del alma.

Con lo que la atmósfera asfixiante de temor, violencia e injusticia, la corrupción del poder político reflejo la crisis de la Gran Depresión de 1929, aquí se convierte en cáscara. En la envoltura que un Archer estudioso del alma se impone penetrar, para encontrar el verdadero origen de los crímenes. Es la misma California noir de Philip Marlowe, pero es otra. Más invisible. Más oscura. Donde los crímenes cometidos no se revuelven a puñetazos y disparos, sino a través de una indagación más intuitiva, más compleja. 

Como si El largo adiós de Raymond Chandler diera una vuelta de campana, en las novelas de Macdonald, cuando a Lew Archer lo contratan para que destape las cañerías del presente, sale a flote toda la miasma de ayer, y las familias implosionan revelándose que son los pecados de los padres el carburante que impulsa los delitos de sus hijos. 

Porque como Lew Archer dice en La mirada del adiós, “las palizas morales que te dan tus hijos son las más duras de soportar y las más difíciles de olvidar”. 

Con 22 años, estudiando en Michigan University, Kenneth Millar roba tiempo para escribir su primera novela, The Dark Tunnel, un thriller publicado en 1944, cuya copia en buen estado tenía un precio de US $ 8,500 en enero de 2020. Seguida en 1946 por Trouble Follows Me, otro thriller de espías sin mayor éxito, y The Three Roads en 1958, que si recibe buenas críticas. 

Aunque será con un manuscrito en el que toma de Hammett y de Chandler la trama, el tono, la caracterización, y en el que jugaba con un detective que se llamaría Lew Archer, The Snatch, con el que llegaría el éxito. 

No sin que antes el editor Alfred Knopt lo rechazara por el lenguaje y descripción del hermoso balneario de Santa Barbara —en la novela, Santa Teresa— como un sitio en el que los ricos explotaban sin piedad a los pobres, particularmente a los mejicanos. Por lo que Millar se disculpa, propone cambios y acepta un nuevo título, El blanco móvil, con el que la novela aparecerá en 1949 junto a su foto promocional, de gabardina, fumando un cigarrillo, con el seudónimo de John Macdonald, como su padre, John Macdonald Millar. Que en La piscina de los ahogados de 1950 cambiará a John “Ross” Macdonald, para evitar la confusión con el autor de crimen y suspenso John D. MacDonald (quien más tarde inventaría al detective de Florida, Travis McGee). 

De regreso a Santa Bárbara, Millar había comenzado a estudiar con la perspicacia de un entomólogo a los ricos del vecino Montecito. Un hervidero de alcoholismo, intercambio de esposas y escándalos. Incluso se une al club donde aprende a bucear y a estudiarlos. 

Para cuando defiende su disertación sobre Coleridge, tan oscuro como él, había publicado ocho libros. De 1950 a 1956 publica La forma en que algunos muerenLa mueca de marfilEn busca de una víctima y Costa Bárbara, donde cambia a Ross Macdonald. 

En 1958 termina Los malignos, desarrollando su trabajo dentro un mundo que se desmorona. Y en 1959 aparece El caso Galton. Para muchos su novela más exitosa. Que además de su fascinante unidad creativa, también es un cuento de hadas en el que un niño sin padre es transportado hasta el castillo. Con ecos tanto de Edipo como de la vida de Macdonald.

Y abrirá la secuencia profunda y compleja de sus novelas posteriores. Con una visión más introspectiva. 

Es para él “como si faltando una pieza, la estructura entera se hubiese aflojado y amenazara derrumbarse”. Nadie es responsable. Y se hace evidente que en sus libros los protagonistas necesitan un lugar, “no simplemente un lugar donde vivir, sino un lugar en el sistema, en el esquema de las cosas. Están tratando de convencerse de que la aventura de sus padres tenía algún profundo significado, por lo que desean hallarlos y obtener una explicación. 

Una filiación que desde su primera novela El blanco móvil de 1949 se endurece y fructifica en La piscina de los ahogadosCon el agua al cuelloLa forma en que algunos muerenLa sonrisa de marfilEncontrar una víctimaCosta BárbaraLos maléficos. Una década en la que Macdonald no encontraba el origen de esa médula literaria, poética si se quiere, de implicación personal, hasta El caso Galton.

Su novela “bisagra” según algunos. Una obra ciertamente freudiana —producto de su psicoterapia— que abrirá nuevos caminos al género. Un antes y un después que Macdonald sitúa más bien en Los maléficos

El caso es que en ambos Lew Archer se decanta en un personaje más reflexivo, o en palabras propias un personaje que más que dar golpes y matar, indaga, inquiere y sondea en las mentes como ningún detective antes, situándonos en otra perspectiva. Menos en el presente del conflicto, que en el pasado que lo ocasiona. Y Millar, quien tenía un Ph.D. en literatura, admitió que dejó “el mundo académico para escribir ficción noir con la esperanza de volver por túneles subterráneos y caminos tortuosos a la luz, nuevamente goteando en la oscuridad”. 

De aquí en adelante, en La Wychery, y sobre todo en El coche fúnebre pitado a rayas, El escalofríoEl otro lado del dólar, Dinero negroLa mirada del adiós, El hombre enterradoLa bella durmiente y El martillo azul, sus mejores libros, alcanza cuotas increíbles. 

Es cierto: responden a bosquejos semejantes. Jóvenes que descubren secretos que no terminan de ser expuestos, relaciones un tanto edípicas, personas ávidas de dinero que cometen crímenes para mantener sus privilegios. Pero como dijo ese otro monstruo de la novela negra Robert Parker: “No se conformó con enseñarnos a escribir; hizo algo más: nos enseñó a leer, a pensar sobre nuestras existencias y tal vez, a vivir. Con su oficio y su integridad, Macdonald hizo de la ficción detectivesca el vehículo para llegar a lo más profundo y trascendente. Y no es que otros no lo hayan intentado, es que él lo consiguió”. 

“Todavía recuerdo —escribe Michael Connelly— lo que sentí al leer las primeras páginas de El martillo azul. El modo en que Macdonald describía cómo un cuerpo de mujer se había mantenido firme con los años gracias al tenis y al odio. Leí eso y supe que había encontrado algo importante. Supe que había llegado a casa”.

El complot de The New York Times y Eudora Welty

En 1969, cuenta Nolan, cuando la mayoría de los lectores consideraba las historias de detectives por debajo de cualquier fundamento y la ficción de misterio rara vez aparecía en las listas de best sellers, un grupo de periodistas de Nueva York conspiró para empujar a un autor californiano de novelas de crímenes, Ross Macdonald, a la primera fila de los mejores escritores estadounidenses.  

Y este novelista de misterios “que no trascendió tanto el género como lo elevó, mostró de nuevo (como Hammett, Faulkner, Collins, Dickens, Greene y muchos desde Poe) cómo puede la historia del crimen en cualquier momento convertirse en arte”. Y las celebraciones en primera plana en The New York Times Book Review y un artículo de portada en Newsweek convirtieron los libros de Lew Archer en best sellers nacionales, se hicieron películas y series, y se vendieron millones de ejemplares de sus libros. Conquistó la admiración de sus colegas y el respeto de buenos escritores de todo el mundo como Iris Murdoch, Reynold Price y Elizabeth Bowen, Oswaldo Soriano y Thomas Berger, Joyce Carol Oates y Donald Barthelme, Ray Bradbury y Haruki Murakami… 

Y Eudora Welty.

Con mayúsculas.

Se conocieron en 1971, cerca del ascensor en el vestíbulo del Algonquin Hotel de Nueva York. Después de estarse escribiendo el año anterior, compitiendo por superar al otro en admiración mutua. Justo en febrero, The New York Times Book Review había presentado los elogios de Welty a El hombre enterrado, el último libro de Macdonald. En esta crítica ahora famosa, Eudora argumentó que el escritor noir de Santa Bárbara, debería ser considerado como un serio novelista.

Ese día, en el Algonquin, según cuenta Michael Dirda en The Washington Post, las dos eminencias literarias, ella de unos 60 años, él de unos 50 años, comenzaron una conversación que duró hasta bien entrada la noche. Pasearon juntos por Manhattan. “Rápidamente descubrieron que eran, en muchos sentidos, almas gemelas. ¿Se convirtieron, entonces o más tarde, en amantes, como algunos han especulado?”. Por la evidencia de Mientras tanto hay letras —que recoge todas las cartas que se escribieron— la respuesta parecería ser no. Se encontrarían cara a cara solo media docena de veces, generalmente en conferencias. Sin embargo, la afinidad que sentían, incluso siendo fundamentalmente epistolar, fue profunda y apasionada. Y será a la autora de Boda en el Delta a quien debamos la lectura más limpia y exhaustiva de Macdonald, en su citada crítica de El hombre enterrado. Para quien escribe, la mejor novela del autor.

Como dice Welty, el papel de Archer en el cuento es claro para él: “desde el momento en que alimentó a los arrendajos azules con el niño, nunca tuvo otra opción. Hay que entrar en el laberinto del pasado, llevar a los inocentes a un lugar seguro, porque en el laberinto vive un monstruo que se llama asesinato”.

Y como en todas las novelas de Macdonald las personas a las que cuestiona cambian de postura, mienten lo más rápido que pueden, se escapan demasiado rápido del alcance humano. Sus edades son engañosas, se ponen disfraces o incluso se transforman, mientras Archer se mueve a gran velocidad, y conecta a un personaje con el siguiente para descubrir la siniestra afinidad entre ellos. Para descubrir al final que las personas de sus novelas viven y sufren en prisiones del espíritu. Y las sinuosas escaleras de esa reclusión que “aparecen y desaparecen bajos los apresurados pies de Archer en el curso de la persecución, son como los repetidos cuestionamientos que inducen con mayor frecuencia a un infierno privado”. Welty dixit.

Todas estas observaciones de gran sensibilidad y perspicacia, denotan una lectura entrañable de la obra de Ross Macdonald. No olvidemos que Welty, ganadora de un premio Pulitzer, amén de una ávida lectora de ficción criminal, era una escritora de notable claridad de visión e integridad artística. Y creo que su descripción del estilo del autor de La mirada del adiós es canónica:

“Es un estilo de delicadeza y tensión, ajustado como un resorte. No permite una oración estática o una sin pertinencia. Y su narrativa libre y controlada, construida para la acción y la velocidad, también transmite el mundo a través del cual la acción se mueve y le da significado, en una serie casi ininterrumpida de imágenes brillantes”.

Cuando publicó Las batallas perdidas, su última novela despertó en Macdonald tanta admiración que, usando su nombre real, le escribió una breve nota de agradecimiento: “Esta es mi primera carta de admirador. Si escribes otro libro como Losing Batties, no será la última”. Y no lo fue.

Se calcula que intercambiaron unas 345 cartas, e intercambiaron libros, tarjetas y pastel de Navidad, estableciendo una amistad epistolar que duró hasta la muerte de Macdonald. Aunque cautelosos en todo momento, hacen referencia frecuente a la esposa de Millar “como si se recordaran a sí mismos—escribe Margaret Eby— que no se dejaran llevar demasiado”. 

Se compadecieron de las malas críticas: “Simplemente deje que este hombre se vaya al infierno y olvídese de él”, le aconsejó Welty. Hasta el final, cuando en 1976 Macdonald se repetía letra tras letra, lidiando en sus “túneles subterráneos y caminos tortuosos” a causa de los fallos de memoria provocados por el Alzheimer, el cual se le diagnosticaría en 1980. Cuando la oscuridad era casi completa, continuaría escribiéndole. 

Incluso a Margaret Millar. Quien le relata la penosa experiencia de llevar a su esposo a casa después de vagar por el tráfico. “Me preguntó si tenía una habitación para él, no sabía quién era ni su nombre. Nunca había hecho algo así. Y, por supuesto, no lo recuerda. Ojalá pudiera olvidarlo tan fácilmente”.

Relata Luis Bayard en The New York Times que, en 1982, cuando ya no podía comunicarse con el mundo y solo un año antes de morir, Welty todavía le escribía, confesándole cada vez más abiertamente sus sentimientos: «Querido Ken, tengo todas tus cartas para hacerme compañía. Todos los días de mi vida pienso en ti con amor. Tuya siempre, Eudora”.

Para terminar, podríamos resumir como un epitafio lo que un escritor fascinante como John Connolly acuñó: “El escalofrío es una de las más perfectamente armadas novelas en todo el canon policiaco. El tipo de libro que te deja con la boca abierta cuando alcanzas las últimas páginas. Macdonald siempre ha padecido un poco (o mucho) la idea de que trabajó a la sombra de Chandler. Pero la verdad, y a riesgo de sonar herético y blasfemo, pienso que Macdonald fue un novelista muy superior a Chandler”.

 


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