El Coliseo en Roma, Italia, el 1 de mayo de 2020. Fotografía de Filippo Monteforte | AFP
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Roma es un lugar que me produce sentimientos encontrados. Fue la segunda ciudad europea que conocí en aquel primer viaje que hice a Europa, a los dieciséis años, con tres amigos en iguales condiciones inéditas. Desde entonces, su atmósfera de ciudad abigarrada, sin grandes explanadas, pletórica de recovecos, me produce la sensación de que me falta el aire, en un espacio donde se sobreponen un siglo tras otro, y el peso del imperio romano y la cristiandad, abruman. Encima, San Pedro, lejos de acercarme a la serenidad, me crispa, y casi diría que me molesta. No veo allí la huella de Cristo por ninguna parte, sino el poder real de una Iglesia Católica que durante la Edad Media fue distanciándose del cristianismo original y terminó siendo la cabeza de un imperio político y territorial ¿Comienzo a explicarme con lo de los sentimientos encontrados?
A lo largo de mi vida hemos transitado con varios papas y sus irradiaciones mediáticas, y debo confesar que la simpatía que sentía de niño por Juan XXIII y su sonrisa afable no la tuve por Paulo VI y su hieratismo. La fugacidad de Juan Pablo I dejó una incógnita en el aire, mientras el Papa polaco ninguna, con una de las realizaciones políticas más importantes de los últimos años: su decisiva contribución para pasar la página del socialismo real. Sabía de lo que hablaba, lo había padecido en Polonia, siendo Karol Wojtyla, antes de escoger su denominación papal: Juan Pablo II.
A Joseph Ratzinger lo admiro profundamente, es probablemente el Papa de mayor entidad intelectual en toda la historia de la iglesia católica, un verdadero pensador y un teólogo de gran calado. He leído sus libros con placer, disfrutando sus dotes argumentales. Por Bergoglio mi simpatía no es manifiesta, no puedo negarlo. Su campaña contra el liberalismo económico es anacrónica, por decir lo menos, así como su exaltación de la pobreza, como si esta fuese un bien y no la tragedia que representa; sí me parece importante su apertura hacia los feligreses homosexuales. Emito mis opiniones libremente: los Papas son figuras públicas y están sometidas a escrutinio, además de que son jefes de Estado, me adelanto a advertirle a mis amigos fundamentalistas.
El lugar que más me gusta de Roma es las Termas de Caracalla. Ese espacio coronado por los pinos típicos de la ciudad, que nos recuerda la sensualidad romana, su relación formidable con las delicias corporales, que contrasta con la negación del cuerpo que hallamos en otros ámbitos de la urbe donde imperan los ritos mortales (El Coliseo) o la dicotomía platónica entre cuerpo y espíritu, fuente de no pocas patologías y desatinos, desde que San Agustín introdujo a Platón en la doctrina de la iglesia católica. También, me gusta el templo más sabroso de la vida italiana: La Trattoría, el pequeño restaurante donde se come de maravillas y se respira un orgullo hermoso por la comida de la casa. En uno de ellos, repetimos por sus alcachofas y por la pasta, así como se me hace agua la boca con las burratas de varios comederos memorables. La gastronomía italiana reina. ¿Quién lo duda?
Alejados de toda manifestación del poder eclesiástico, perdidos en callecitas hermosas, la Roma que me gusta va tomando espacio y respira, por más que el ritmo del caos no cesa, y los frenazos, los gritos, la efusividad expansiva de la gente, no se detiene. Me gusta la Roma del cine, esa que está en los espacios interiores de los apartamentos, donde esplende el buen gusto y una refinada decadencia, hondamente seductora. La grande bellezza de Paolo Sorrentino es una película que he visto varias veces y no me cansa. Allí está lo que intento expresar, a través del personaje de Jep Gambardella.
Una de mis sobrinas se casó con un romano encantador (esto debe ser un pleonasmo) y fuimos al matrimonio en el Circeo. El cura estaba feliz porque ya casi nadie se casa, y mucho menos en la iglesia, de modo que su alegría tenía fundamento en aquel 2008. Mi sobrina y su marido llegaron a la capilla en Vespa, como si hubieran entrado en una escena de Fellini. Toda la concurrencia estaba impecablemente vestida, ambos son diseñadores de modas, y los que viajamos desde Venezuela al acontecimiento parecía que llevábamos en el rostro el sello de América. La fiesta ocurrió en una casa del Circeo y la mayoría de la concurrencia joven terminó en la piscina entre copas de prosecco y una gran alegría, como si hubiésemos entrado en la filmación de La fiesta inolvidable de Peter Sellers, sin darnos cuenta.
El Circeo queda como a dos horas de Roma y es un parque nacional protegido, con largas playas y el fervor veraniego de los romanos, frente al mar Tirreno. Allí van a dorar sus cuerpos, siempre pendientes del otro, como de cacería eterna, enamorados de la vida, como parecen estar o, al menos, eso es lo que a uno le tinca cuando camina la Vía Condotti, la Vía del Corso o se solaza en las caminatas de Plaza España. La alegría y el entusiasmo son valores evidentes de la sociedad italiana, imantada por una fuerza expansiva, discursiva y, con frecuencia, más sentenciante que dubitante. Al lado está la depresión, por supuesto: fiel compañera de los extremos festivos.
Para cualquier venezolano nacido en el siglo XX Italia ha sido determinante en nuestras vidas. Su presencia ha sido pan nuestro de cada día; quizás por ello, y porque los conocemos tanto, hablamos de Italia y los italianos con la licencia crítica que nos otorgan las cercanías familiares. Hablamos de los nuestros. Si bien los Lucca somos originarios de Génova, mi bisabuelo que llegó a Carúpano en 1840, Agustín Lucca Franceschi, hablaba francés y desconocía el italiano. Sus mayores tenían ya siglos en Córcega. En Italia siento que no he salido de casa, como en España. Me parece que estoy almorzando en algún restaurante de la avenida Solano López, de Bello Monte o de La Carlota, en mi entrañable Caracas, una de las capitales más pequeñas de América Latina.
Rafael Arráiz Lucca
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