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Todos tenemos una memoria del miedo.
Tiene lugar dentro de nuestras cabezas, entre el hipocampo y la amígdala cerebral.
El hipocampo es una pequeña región de materia gris donde se forman, según explican los científicos, los nuevos recuerdos. Ahí se almacenan todas las pistas del mundo que nos permiten identificar los sitios, los hechos y los incentivos que nos demuestran que hay algo nuevo en nuestra vida. Y una de las funciones de la amígdala cerebral es almacenar los recuerdos vinculados con los sucesos de nuestra vida conectados por la emoción, que además nos permiten imaginar.
Ahí, donde la memoria y las emociones se conectan, acontece el miedo.
Y cuando vivimos el miedo, o al menos este miedo cerebral, recordamos lo que le ha pasado a otros o pensamos en lo que nos puede pasar.
Eso que nos aterra es lo posible, lo ajeno, lo que podría pasar.
Roland Carreño, periodista y militante del partido Voluntad Popular, se conectó a su WhatsApp por última vez a las cinco y media de la tarde del lunes. Apenas pasó una hora, sus compañeros encendieron las alarmas. Nada. Estuvo incomunicado durante más de veinticuatro horas, eso que en los países de nuestro continente nos enseñan a llamar “desaparición forzada”. La ley sostiene que todo detenido tiene derecho a asistencia de sus abogados desde la detención. Con él no pasó. Sus abogados dicen que no les permitieron acompañarlo durante el interrogatorio, de modo que no pueden saber si hubo coacción. No significa que la hubiera, sino que no pueden saber si la hubo. Y aunque en las dimensiones comunicacionales se habló de flagrancias, horas después de que se supo que estaba en manos del Servicio Bolivariano de Inteligencia, se hicieron públicos otros cargos.
Durante aquellos minutos, un elemento permite intuir que las conexiones entre el hipocampo y la amígdala cerebral de Roland Carreño abrieron el caudal del miedo. Ya no por la amenaza del presente, sino por aquello que ya sabemos que termina conjurando el miedo: la memoria y las emociones.
Cada palabra de los agentes, incluyendo las amables.
Cada avance, incluyendo los voluntarios.
Cada paso, incluyendo los nuevos.
Cada uno de los hechos del lunes transformados en estímulos capaces de afectar la amígdala y agitar las memorias hipocámpicas, hasta que cada nombre y cada preso y cada muerto se vuelven un recuerdo atravesados por las emociones.
Y así es como está hecho ese miedo, este miedo: el miedo que se piensa.
Todos los miedos aprendidos que pudo haber vivido Roland Carreño también están cargados en la memoria de cada uno de nosotros, en la memoria del resto, en la memoria compartida.
Es el miedo de quien sabe lo que nos puede pasar cuando aparece la mentira.
No a él: a cualquiera.
Esa memoria del miedo es una memoria ciudadana donde resuenan los casos con final abierto, como los de Leopoldo López, Juan Requesens y Roberto Marrero, para mencionar algunos de los recientes. El asunto es que en esa memoria también resuenan las muertes del concejal Fernando Albán o la del capitán de corbeta Rafael Acosta Arévalo.
Todos los miedos de todos, operando desde la memoria.
Todos los miedos aprendidos de eso que hoy sabemos que puede pasar.
En la feroz verdad de los animales, en especial de aquellas bestias que siempre devienen en presas, las mecánicas neurológicas que operan los miedos aprendidos son indispensables para la supervivencia, porque resultan una manera de predecir el futuro: se trata de sentir miedo justo antes de que pase algo.
En lo humano, más bien, padecemos dictaduras de los traumas, las fobias, el miedo.
Es Roland al convertir en recuerdo a cada uno de los nombres de quienes han atravesado esa oscuridad de pasillos que asustan a punta de pasado: recuerdos asociativos que intoxican todos los lugares, todos los momentos, todos los nombres que componen la memoria de quien teme.
¿Y cómo responderle a la memoria de los miedos aprendidos?
Cuando el hispanista David William Forster tuvo que argumentar ante la crítica y la academia estadounidense el valor de esa pieza fundacional titulada Operación Masacre (1957), de Rodolfo Walsh, para justificar cómo se mezclaban los elementos documentales de la investigación periodística con las estrategias narrativas de la ficción, usó un argumento demoledor: la «ficción» en el libro de Walsh aparece con el propósito de desafiar la ficción propia de las versiones de la historia oficial en torno a los sucesos vividos en Argentina durante 1956.
Quizás el miedo de nuestros hipocampos y amígdalas sólo intenta protegernos de algo que termina siendo impuesto por la mentira. Y por eso no tiene otra manera de hacerlo que a punta de memoria.
Hay miedos aprendidos. Hay mentiras aprendidas. Y cuando se resumen en culpas de delitos que nadie vio y que nadie cree, vuelve nuestra capacidad neurálgica: la evolucionada y humana neocorteza empieza a descifrar, a razonar y a mentir.
Mientras el miedo está en lo profundo del cerebro, con la memoria, la mentira se articula en las afueras, en la corteza.
Roland Carreño fue acusado de los presuntos delitos de conspiración, tráfico ilícito de armas de guerra y municiones, además de financiamiento al terrorismo. Y esto sucedió después de pasar más de veinticuatro horas incomunicado, después de haber sido aprehendido sin saber quiénes lo detenían, después de un interrogatorio sin acompañamiento de sus abogados.
Como a sus amigos liberados hace semanas.
Como a sus otros amigos detenidos esa misma tarde,
Como si se vengaran de él por algo ajeno.
Así vamos heredando los miedos ajenos y dejando leudar los propios, que se suman a esa memoria común de los miedos aprendidos. Al mismo tiempo que las mentiras toman forma de acusaciones, allanamientos, excesos cometidos contra otros que, por asuntos que podemos confirmar con los recuerdos, también podríamos ser nosotros.
Y eso da miedo.
Mucho miedo.
Miedo de quien sabe lo que nos puede pasar.
Roland debería estar en libertad. Ésa es una certeza que coexiste con los miedos aprendidos. Y entonces aparece la pregunta: si el miedo está ahí para protegernos, ¿qué es lo que debemos hacer con este miedo puesto en todo, que no se va?
Si se trata de un miedo que va a permanecer allí, instalado entre la memoria y las emociones, ejerciendo en nosotros los efectos de sus angustias paralizantes, deja de sernos útil.
A menos que decidamos usar el hipocampo en pleno, porque ahí también residen las funciones de nuestra memoria espacial y la orientación en el espacio.
Es nuestro agenciador de miedos, es verdad: pero también es nuestra brújula.
Y volver a las certezas apaga el miedo.
Si aquello que recordamos nos conduce al temor, aquello que sabemos debe mantenernos orientados.
Ante el miedo aprendido, nada más poderoso que permitirle a nuestras brújulas apuntar en una dirección también común, que nos deje saber dónde estamos parados y cuál es la dirección necesaria.
Un rumbo que nos permita sentir que tenemos miedo, pero que igual sabemos a dónde vamos.
Y eso no está en la voz de los presos, sino en las de quienes sonamos en las afueras.
Certezas en lugar de esperanzas.
Es urgente.
Willy McKey
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