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Los códigos que consultaban nuestros magistrados no eran los que podían enseñarles la ciencia práctica del Gobierno, sino los que han formado ciertos buenos visionarios que, imaginándose repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, presuponiendo la perfectibilidad del linaje humano.
Simón Bolívar, Manifiesto de Cartagena
A propósito del delicioso artículo publicado por Federico Vegas la semana pasada en Prodavinci acerca de las guacamayas de Caracas, donde el autor recuerda la genial comedia de Aristófanes, Las aves, no pude menos que recordar un texto que hace tiempo yo también dediqué a esta comedia, que admiro y que algo he estudiado, y que ahora no puedo evitar querer compartirlo con ustedes:
Una de las comedias más terribles y sugerentes de Aristófanes -una comedia puede ser terrible- es Las aves, una de las más políticas, de las que más tinta han hecho verter a críticos y filólogos. Y es que su argumento, quién se atreve a negarlo, es absolutamente genial.
Dos ancianos atenienses, Pistétero y Evélpides, están hartos de la ciudad. Se quejan de que Atenas se ha vuelto invivible, solo buena para políticos y picapleitos, una ciudad donde ya no se puede vivir en paz. Por eso han decidido abandonarla y buscar de un lugar donde pasar sus últimos años tranquilos y sin preocupaciones. Se marchan, pues. Están convencidos de que en las colinas fuera de Atenas encontrarán a Tereo, el mítico rey que fue transformado por los dioses en abubilla, según cuenta Ovidio, y vive en los montes. Los viejos están seguros de que este rey-pájaro sabrá indicarles dónde queda ese sitio idílico y tranquilo que buscan, una ciudad «bien lanosa para acostarse sobre ella como sobre blandos cojines», donde la preocupación más fatigosa sea llegar a tiempo a los banquetes con los amigos. Encuentran, en efecto, a poco de andar a Tereo, pero la abubilla les aclara que no existe tal ciudad, y más bien les recomienda que funden una.
Entonces a los viejos se les ocurre una idea ingeniosa: fundarán una ciudad en medio del aire y sus ciudadanos serán las aves. Para ello, Pistétero (no por nada su nombre significa «el más persuasivo») se emplea a fondo para convencer a la abubilla de que convoque a las demás aves y las enganche en la gran empresa: «si tomamos todo el aire y lo cercamos con murallas construiremos una gran ciudad, ustedes dominarán a los hombres como ahora reinan sobre los saltamontes, y a los dioses los harán morir de hambre». «¿Ah sí?», pregunta el otro viejo, Evélpides (en buen griego, “el de la buena esperanza”): «¿Y eso cómo es?». «Muy fácil –responde Pistétero: el aire se interpone entre los dioses y la tierra. Cuando los hombres hagan sacrificios a los dioses, si no pagan un peaje no dejaremos que suba el humo ni el olor de los sacrificios». Tereo, la abubilla, confiesa que nunca antes había oído cosa más genial. En un minuto está llamando a los demás pájaros, y éstos, convencidos y entusiasmados, se ponen de inmediato manos a la obra.
Al poco tiempo terminan la imponente ciudad, que recibe el nombre de «Cucópolis de las Nubes» (Nephelokokkiguía, en el griego de Aristófanes). Sin embargo, más tarda Cucópolis en ser construida que en llegar a ella toda clase de politiqueros, demagogos y demás parásitos de todo pelaje: uno a uno, van apareciendo en escena un «poeta» dispuesto a cantar las glorias de la metrópoli, un «adivino» que viene a anunciar el brillante destino de la ciudad, un «urbanista» que quiere ordenar sus calles trazadas en medio del aire, un «inspector» con prisa por comenzar a cobrar los impuestos, un «vendedor de decretos» y, claro, un «delator», para espiar a los ciudadanos y decirle al gobierno quién está conspirando. A todos y cada uno los expulsan de la ciudad los viejos, echándolos a patadas.
Sin embargo, pronto llega la embajada que estábamos esperando. Se trata de una «comisión» compuesta por tres dioses, Heracles, Poseidón y «Tríbalo» (un extraño pero comiquísimo dios bárbaro, o sea, un dios que no sabe hablar bien el griego). La comisión viene a negociar con los cucopolitanos el paso de los sacrificios por su espacio aéreo. Resulta que, tal y como Pistétero había previsto, hace meses que el rico olor de los sacrificios no sube al cielo y los dioses se están muriendo de hambre. Heracles, especialmente, no lo puede disimular. Lo que no saben los dioses es que Prometeo, que siempre los ha odiado, se les ha adelantado, e instruye a los ancianos acerca de cómo sacar el mayor provecho de la negociación. Después de una divertida escena llena de chistes y alusiones a la política ateniense, finalmente dioses y aves llegan a un acuerdo sumamente ventajoso para éstas, pues conservan el dominio del aire y el control sobre dioses y hombres.
Las aves fue estrenada en el año 414 a.C., cuando Atenas gozaba de una relativa paz con Esparta, pero sobre todo cuando estaba a punto de embarcarse en su última gran aventura imperial: la conquista de Sicilia. En esta sátira del pensamiento utópico, Aristófanes parece advertirnos en contra de las irracionales ansias de cambio y las locas aventuras -erigir una ciudad en medio del aire- de algunos irresponsables demagogos, de aquellos que pretenden engañar a los ciudadanos refundándolo todo, haciendo creer que un cambio de gobierno basta para acabar con los vicios enquistados en la sociedad. Al final, la corrupción, el autoritarismo y el abuso de poder de los que huían los ancianos cuando abandonaron Atenas terminan enseñoreándose de la nueva ciudad, e incluso se muestran ahora con mayor virulencia.
Las aves, es verdad, es una comedia, pero al terminar de leerla no deja de quedarnos un amargo regusto que se nos cuela entre la risa, al pensar que de nada vale intentar una y otra vez el cambio, el progreso y la regeneración política, de nada sirve huir muy lejos para construir y fundar, así sea en medio del aire, si no hemos expulsado antes de nosotros mismos los demonios de la corrupción, el autoritarismo y la injusticia que llevamos dentro. Es lo que nos cuenta la cómica pero terrible historia de Las aves y su fantástica metrópolis aérea, Nephelokokkugía, “Cucópolis de las Nubes”, la ciudad de los cucos en el aire.
Mariano Nava Contreras
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