Joseph Aloisius Ratzinger como cardenal. Fotografía tomada del Vatican News YouTube.
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Algunos vaticanólogos suelen divertirse diciendo que si Karol Wojtyla no hubiera llegado a ser Juan Pablo II sin duda hubiera sido un gran actor, y si Joseph Ratzinger no hubiera llegado a la Silla de Pedro hubiera sido profesor universitario. Más que marcar de forma caricaturesca el contraste entre un Papa y su sucesor, la frase sirve para darnos una idea de lo difícil que debió resultar para un espíritu inclinado al estudio y a la reflexión el tener que desempeñar una ocupación (llamémosla así) sometida, al menos en nuestros tiempos, a tanta presión mediática. La burla sirve también para rebajar la enorme estatura intelectual de uno de los mayores pensadores de nuestros tiempos.
La formación del joven Joseph
Si algo admiramos de los alemanes de mediados del siglo pasado es su capacidad para producir arte y pensamiento entre las ruinas de una guerra que perdieron de tan mala manera. El caso del joven Joseph, que perteneció a las Hitlerjugend, las juventudes hitlerianas, fue destinado a Múnich y Hungría, desertó y fue capturado por los aliados en los últimos días de la guerra, es un buen ejemplo. Tiempo después, el Cardenal Ratzinger, en su Discurso de presentación como miembro de la Academia Pontificia de las Ciencias, recordará los duros tiempos de la postguerra, cuando estudió en la Escuela Superior de Teología de Frisinga y más tarde en la Universidad de Múnich, entre 1946 y 1951. “Fue un tiempo rico e intenso, lleno de esperanza en la grandeza que se me abría cada vez más en el ilimitado mundo del espíritu”, escribió en sus memorias. Entonces su formación teológica estuvo marcada por los estudios bíblicos bajo el método histórico-crítico, tal y como se hacía en el “tiempo entre las dos Guerras”.
Este discurso nos da la oportunidad de seguir su formación filosófica en primera persona, pero también sus intereses teológicos y en general humanísticos. En su tesis doctoral, Ratzinger se ocupa de la noción de “pueblo y casa de Dios” según san Agustín, para cuya formulación el autor de la Ciudad de Dios bebió de las fuentes del Platonismo, especialmente Plotino y Porfirio. Agustín, vivió entre los siglos IV y V. Soñaba con integrar la filosofía griega con el pensamiento cristiano a través de Platón, tal y como había intentado Filón de Alejandría con el judaísmo cuatro siglos antes. En realidad, la antinomia esencial a la que se enfrenta Agustín es, nada menos, la que existe entre fe y razón, una de las grandes paradojas del pensamiento cristiano. Se trata de un dilema existencial que lo acompañará a lo largo de su vida, como cuenta en sus Confesiones. En su empeño por conciliar y sintetizar, Agustín sostiene que ambas son complementarias, pues la fe por sí sola no basta para acceder a los grandes misterios que encierran las Escrituras. A los racionalistas les dijo, crede ut intelligas, “cree para que comprendas”, y a los fideístas, intellige ut credas, “comprende para que creas”.
Agustín tenía más de cincuenta años cuando Roma fue saqueada por los godos al mando de Alarico. La noticia tuvo que conmocionar a todo el mundo Mediterráneo. “Cuando escribo mis lágrimas empañan el papel: la ciudad que había conquistado el mundo entero ha sido conquistada”, escribió San Jerónimo en Jerusalén. El hecho suscitó la reacción de teólogos y filósofos, quienes emplearon lo mejor de sus argumentos para explicar por qué Dios no había hecho nada por librar a Roma de la destrucción. Agustín, de manera muy platónica, explicó que en realidad existen dos ciudades, la ciudad terrenal, civitas terrestris, habitada por hombres que solo se aman a sí mismos, y la ciudad de Dios, civitas Dei, que es eterna y que está habitada por gentes de todos los pueblos que aman a Dios. Más allá de que el concepto hunda sus raíces en la utopía estoica, a Ratzinger le interesa el diálogo que se establece entre paganismo y cristianismo, entre lo eterno y lo transitorio. Lo efímero y pequeño del poder humano y la riqueza material frente a la gloria de Dios. No me cabe duda de que el estudio de Agustín le proporcionó valiosos materiales para sus reflexiones sobre el mundo actual. “Comprender la idea original de Agustín y de muchos otros Padres sobre la posición del Cristianismo en este período de la historia fue muy interesante para mí”, dice en su discurso. “Si Dios me da tiempo, espero desarrollar esta idea más adelante”.
Ratzinger continuó sus investigaciones postdoctorales esta vez centrándose en la figura de san Buenaventura. Buenaventura de Bagnoregio fue un filósofo y teólogo franciscano que vivió en el siglo XIII. Para el “Doctor Seráfico” como para Agustín, la teología y la filosofía son ciencias en las que fe y razón se complementan. Sin embargo, según Buenaventura, la fe es certera, pues proviene de Dios, y la razón es deficiente, pues nace de la concurrencia de Dios y la mente humana. San Buenaventura se oponía a la influyente concepción del tiempo y la historia propuesta por el beato Joaquín de Fiore, un teólogo calabrés que sostenía que la historia era un proceso de desarrollo espiritual dividido a la manera de la Santísima Trinidad: la Edad del Padre, la Edad del Hijo y la del Espíritu Santo. Al contrario del Mito de las Edades presente en los Trabajos y días de Hesíodo, cuya referencia es más que clara, no se trata de un proceso de decadencia, sino más bien de una evolución hacia un estado de perfección utópica. La Edad del Padre, desde la Creación hasta la llegada de Cristo, estuvo dominada los profetas y caracterizada por el miedo al castigo. La Edad de Cristo, dominada por los sacerdotes, está caracterizada por la fe y comienza con el nacimiento de Jesús. La Edad del Espíritu Santo comenzó con el primer milenio, y se caracterizará por la ausencia de guerras y la reconciliación entre judíos y cristianos, un tiempo sin ley, innecesaria si reina la justicia. Se trata de una típica utopía milenarista cuyos ecos no se esconden tras el concepto hegeliano de la historia. Sin embargo, lo que interesa a Ratzinger es la oposición que surge a este concepto del tiempo como progresión ideal. “La interesante idea que descubrí fue una significativa corriente entre los franciscanos estaba convencida de que San Francisco de Asís y la Orden Franciscana marcaron el principio de este tercer período de la historia (…) Buenaventura mantuvo un diálogo crítico con esta corriente”, recuerda.
Profesor de teología
Al terminar sus investigaciones postdoctorales, a Ratzinger le ofrecieron un cargo en la Universidad de Bonn, donde enseñó por un tiempo teología fundamental. Después pasó a Münster, y más tarde aceptó una plaza en la Universidad de Tübingen, que aceptó encantado por la oportunidad de estar cerca de la Escuela de Tübingen, que estudiaba la teología desde una perspectiva “más histórica y ecuménica”. En este fructífero período tuvo dos experiencias que marcarán su visión filosófica y teológica. La primera tiene que ver con su participación en el Concilio Vaticano Segundo entre 1962 y 1965. “Fue un tiempo muy grato de mi vida”, recuerda, “no solo entre obispos y teólogos, sino también entre diversas corrientes, distintas culturas y distintas escuelas de pensamiento y de espiritualidad en la Iglesia”. La utopía agustiniana, gentes de todos los pueblos que aman a Dios, hecha realidad. La segunda fue la oportunidad de presenciar en Tübingen las explosivas manifestaciones de verano de 1968, que en adelante marcaron sus relaciones con la filosofía marxista y con la Teología de la Liberación. Poco después aceptó un puesto en la recién fundada Universidad de Ratisbona, que aceptó con la esperanza de que “fuera un tiempo tranquilo en el cual desarrollar mi trabajo teológico”. De hecho se trata del período más productivo de su vida.
Una obra para el hombre común y los tiempos modernos
Quedarán después su nombramiento como arzobispo de Múnich en 1977, y su polémica designación en 1981 como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe por parte de Juan Pablo II, al frente de la cual se ganó la fama de conservador y dogmático que lo acompañó desde entonces. Sin embargo, ya lo más importante de su obra estaba escrito. Se le atribuyen 137 libros y 1.375 artículos dispersos en folletos y revistas científicas, entre los cuales se cuentan títulos fundamentales para comprender el pensamiento cristiano de nuestros tiempos. Así Ser cristiano en la era neopagana (traducción española de 1995), Dios y el mundo: creer y vivir en nuestra época (conversaciones con Peter Seewalt, 2002), El espíritu de la liturgia (2001), Fe, verdad y tolerancia: el cristianismo y las religiones del mundo (2005), Luz del mundo. El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos (2010), Communio (2013), Hacia un ecoevangelio. El llamado ecológico de los papas Benedicto y Francisco (2015), e igualmente unas memorias (Mi vida, 1997) y una deliciosa biografía de Jesús de Nazaret en tres partes (2007, 2011-2012), todos escritos de una manera llamativamente clara y sencilla, pues le interesaba llevar su mensaje teológico, aun el más profundo, a la gente común más que a los especialistas. Sus Obras completas, publicadas en español por la Biblioteca de Autores Cristianos alcanza los dieciséis volúmenes, y ha sido publicada también en alemán, inglés e italiano.
Formado en la fecunda tradición de los pensadores alemanes (Heidegger, Jaspers) y de escritores y poetas católicos como Ernst Wiechert y Elizabeth Langgässer, influido por Sartre y los existencialistas, admirador confeso de Dostoievski, Hesse y Huxley, estudioso profundo de la patrística y de las Escrituras, en fin, cristólogo rendido, su obra apenas dejó alguno de los grandes temas de nuestro tiempo sin tocar, de la globalización a la ecología; pero también abordó muchos de los grandes problemas teológicos de siempre, como el significado de la liturgia y la belleza en tanto que testimonio de fe, la concepción de Dios, la libertad y el hombre a través del amor, las relaciones entre fe y razón, y entre tradición y revelación. “La pregunta por Dios es al mismo tiempo e inevitablemente una pregunta por la verdad y por la libertad”, escribió alguna vez. “Quizás el tema central de su pensamiento”, afirmó el teólogo español José Granados, “es el diálogo con la Modernidad. Se trata de ver cómo se sitúa la Iglesia en el mundo moderno”.
Este políglota que manejaba diez lenguas antiguas y modernas, este delicado pianista que se divertía con Mozart, escribió empero una obra pensada para el hombre común y los tiempos presentes. Sostuvo debates intensos con filósofos contemporáneos como Habermas o historiadores como Hans Küng, pero nunca extravió su mirada en la búsqueda de los verdaderos orígenes del cristianismo. A diferencia de Wojtyla, tomista que no tuvo reparos en adoptar la lengua del postmodernismo y hacerla cristiana –complicada maniobra, la verdad-, Ratzinger insistió siempre en beber de las fuentes más puras de la patrística. Como Agustín, entendió la teología como un arte de la predicación. Aceptó la racionalidad de los antiguos, griega y pagana, si bien cubriéndola con el manto de la revelación. De Platón tomó su concepto del amor entre eros y ágape, pero también la veneración socrática por la verdad. De Aristóteles, la idea de que todo posee una finalidad intrínseca a su propia naturaleza. De Heráclito, en fin, el concepto de Dios como lógos que asegura la racionalidad del mundo. Como nota el teólogo jesuita James Shall, el juicio y la condena de Sócrates y Jesucristo en Atenas y Roma le mostraron el destino que aguarda al justo bajo las leyes humanas. Entendió que sin la revelación y sin la promesa cristiana de una vida futura el hombre se encuentra solo y huérfano de destino, y supo reconocer allí la tragedia del hombre moderno.
Mariano Nava Contreras
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