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El viernes anterior la vida seguía su curso. Al irme al colegio, me despedí con el ritual acostumbrado: “Bendición, papá”. “¡Dios me lo bendiga, catire buenmozo, carajo!”. Se estrujó los ojos antes de hacer a un lado Un nuevo modelo del Universo, un grueso tratado de metafísica del místico ruso P. D. Ouspensky, y sacó un billete de su cartera: “Aquí tienes 50 bolívares. Trata de que te alcancen hasta el lunes porque tu papá no ha podido ir al banco”. Después me abrazó dándome muchos besos en la mejilla, como siempre. Estaba sentado frente a la mesita del teléfono, en una silla mariposa con estampas de grandes flores, y seguía en piyama con la bata verde y los lentes oscuros de toda la vida. Cuando lo abracé dejó escapar un breve suspiro con un aroma a hígado alcohólico. Es un olor inconfundible, una mezcla acre de medicamentos y bilis. Entonces mi madre me llamó a la cocina. “Más tarde vienen a buscar a tu papá”. No quise comprender lo que me decía, así que fui otra vez a la sala y, antes de salir, lo abracé, estreché mi rostro contra su cara sin rasurar y pasé mi mano por su cabeza blanca. Aquella fue la última vez que lo vi vivo. Mientras caminaba hacia la parada del autobús pasó a mi lado la ambulancia de los bomberos que iba a buscarlo.
Murió tres días más tarde, en el Hospital Clínico Universitario, ahogado por el agua acumulada en sus pulmones, luchando por liberarse de una camisa de fuerza. Tenía 53 años. Fue el 9 de noviembre de 1981, en Caracas. La noticia apareció desplegada en el vespertino El Mundo y, al día siguiente, en las primeras planas de los principales periódicos venezolanos: “Ha fallecido Rafael José Muñoz, poeta y dirigente político contra la dictadura”. Esa misma noche, por la capilla funeraria, pasó un desfile de amigos que contaban anécdotas de la resistencia clandestina, de la prisión y la guerrilla, para terminar lamentando la gran pérdida de “el poeta”. Así lo llamaba todo el mundo y yo estaba acostumbrado, aunque en aquel entonces no había leído una sola de sus páginas. Apenas tenía doce años y no sabía nada de la muerte.
Me acerqué al ataúd y apoyé mi cara contra el cristal. Lo vi muy bien vestido, con un traje gris, una camisa blanca, una corbata oscura y la piel rojiza y fresca. Mi propósito era comunicarme telepáticamente, despertarlo con mis pensamientos, sacarlo del sueño profundo en que se encontraba. Esperé a que su respiración empañara el cristal, a que sus ojos se abrieran. Pero nada sucedió.
El patio de la funeraria se llenó de coronas enviadas por familiares, políticos y artistas. Llegó el presidente de la cámara de diputados del Congreso Nacional y más tarde, cuando exhausto de tanto llorar me fui a dormir a una habitación de la funeraria, apareció el ex presidente Carlos Andrés Pérez, uno de sus grandes amigos, y en vez de darle el pésame a mi mamá se lo dio a mi tía, creyéndola la viuda. Cuando Carlos Andrés Pérez fue ministro del interior, poco menos de dos décadas antes, había hecho perseguir implacablemente a mi tía por guerrillera y, ya presidente, la había indultado por razones humanitarias. Al día siguiente apareció, algo desaliñado, el maestro Santamaría, quien en la escuela primaria había enseñado a mi padre las primeras rimas de Rubén Darío y rudimentos de versificación. “En los últimos tiempos, el poeta leía la Biblia y comentábamos sus pasajes por teléfono. Tenía gran conocimiento de ese relato, pero no creo que fuera creyente”, declaró Santamaría al periódico El Nacional. “Ahora es un Armagedón que navega en el mar”. Entre los amigos entrañables faltó al menos uno: José Agustín Catalá, antiguo mentor y editor con quien compartió la cárcel en los cincuenta, durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. “No quise ir al velorio del poeta –me dijo Catalá en 2009–. Estaba molesto con él porque destruyó su vida. Pero también conmigo por haberle conseguido el apartamento para que trabajara fuera de la casa en su ‘Homenaje a Neruda’. Fueron varios meses y durante ese tiempo, en realidad, usaba las horas de trabajo para beber sin parar hasta que acabó con su existencia”.
Mi padre vivió bajo la sombra del alcohol casi toda su vida. Hizo lo que pudo para dejarlo, pero terminó vencido. Cuando yo era niño muchos de nuestros encuentros transcurrían en la barra o en alguna mesa del bar La Giralda, a una cuadra del céntrico bulevar de Sabana Grande, en Caracas. Era a principios de los setenta y las autoridades no le prestaban la menor atención a la presencia de niños en los bares. Recuerdo esa enorme casona como un sitio umbrío, pero no carente de atmósfera. Tras la barra solían estar Antonio o Manolo, los hermanos Gallardo, unos españoles republicanos que habían huido de Cuba cuando comenzaron las expropiaciones en los inicios de la revolución. Jamás le preguntaban qué iba a beber, sino que destapaban una cerveza muy fría y se la servían en una jarra congelada. A mí, en cambio, siempre me preguntaban. “¿Y qué quieres hoy?”. “Una Orange Crush”, respondía invariablemente, acomodándome en un taburete alto junto a mi padre para poder alcanzar el pitillo en la botella. Él abría su libreta y tomaba apuntes que después abandonaba, como éste, que llevé muchos años doblado en mi billetera:
En los ojos del loro está el secreto del sol
y de la formación del mundo sideral.
—
En la madera está todo. Contémplala.
Allí encontrarás los misterios de la arquitectura
y el secreto de las catedrales.
—
El universo lo hizo el hombre.
Nadie osaría hablar de Cirio o del Alfa del Centauro
si antes no hubiese estado consubstanciado con su ambiente.
Todo lo que soy es lo que es el mundo.
***
No estoy muy seguro de las causas que lo empujaron a beber desde muy joven, pero sí tengo alguna idea de dónde y cuándo descubrió el alcohol. “Cuando llegué a vivir a Puerto Píritu, al año siguiente que tu papá, él ya había comenzado a beber con Julián Saume, que era un muchacho encargado del bar” –me contó mi tío Alí Muñoz–. “Al cerrar, terminaban con todo lo que había quedado en las botellas y se emborrachaban a muerte mientras recogían y ordenaban”.
“A los 14 años tu papá decidió ir de Guanape a Puerto Píritu a estudiar bachillerato, pues la escuela en Guanape sólo llegaba hasta la primaria”, me contó mi tío Tom López.
Mi padre nació en Guanape un pequeño pueblo a 280 kilómetros de la capital venezolana, el 22 de mayo de 1928 y, por ser ése el día de Santa Rita de Casia, lo apodaron Rito. Era hijo ilegítimo de los tórridos amores de Agustín López, hacendado a quien llamaban el Kaiser, y Zoila Piedad Muñoz, hija del médico y farmacéutico de Guanape. Tom, en cambio, era hijo legítimo de don Agustín con Margarita Barrios. Aunque Rafael José era cinco años mayor que Tom, ambos pasaron parte de la infancia juntos en el pastoreo y el ordeño de la hacienda El Manzano. “Teníamos muy buena relación porque Rito era muy agradable. De los hermanos Muñoz, él era el único que se acercaba a nuestra casa, que era donde vivía don Agustín, e incluso llegó a mudarse con nosotros durante varios años. Trabajaba mucho y yo lo acompañaba a llevar las vacas”.
Rafael José madrugaba para llevar leche fresca a la mesa, cortaba la leña para el fogón, daba de comer a las aves del corral, preparaba las alambradas, llevaba las vacas a los establos al caer la tarde. Era un peón más en las tierras de don Agustín. “Cuando mi papá veía un hombre trabajador se enamoraba de él. De ahí su relación especial con Rito. A pesar de la distancia que imponía el viejo, Rito lograba estar cerca del padre a través del trabajo”, decía Tom.
Agustín López fue un hombre legendario en su región y bastante atípico para su época. Además de hacendado, llegó a ser jefe civil de Guanape, pero renunció al darse cuenta de que su carácter, poco conciliador, estaba reñido con el cargo. Tom lo recuerda como un hombre seco, calculador. Escogía a sus mujeres con cuidado, no sólo por su belleza física o su inteligencia, sino también por las tierras o propiedades que tuvieran en su haber. Piedad Muñoz, madre de cuatro de sus hijos, era la hija del doctor Pedro Celestino Muñoz, médico y gran autoridad del pueblo, y de él había heredado la única botica y la oficina de correos. Margarita Barrios de López, su esposa legítima, 30 años menor que él, era hija de un importante hacendado de la zona. En asuntos políticos, Agustín fue conservador casi toda su vida, pero también enemigo de la dictadura y el autoritarismo. En un viaje de negocios a Caracas asistió a un acto político que tuvo a Rómulo Betancourt como orador principal. Fascinado por las ideas del joven político –fundador de Acción Democrática y llamado, décadas más tarde, “el padre de la democracia venezolana”–, se hizo militante de su causa, dándole ánimos a través de extensas cartas y apoyo económico durante sus exilios. Cuando Agustín murió, Rómulo Betancourt le dedicó una de sus columnas en la primera plana del periódico. Desde entonces no ha dejado de especularse sobre el lazo que los unió. ¿Era el Kaiser de Guanape el padre biológico del hombre que llegaría a ser presidente en 1945? Sea como fuere, ambos tendrían una profunda influencia en la vida de mi padre, Rafael José Muñoz.
En la infancia, Rafael José y su madre, Zoila Piedad Muñoz, fueron muy cercanos. Él era el primogénito de la mujer más independiente y culta del pueblo. Pero, cuando creció, la relación se hizo más distante y áspera, debido a la inquina sembrada por Agustín cuyo orgullo había quedado herido luego de que Piedad decidiera ponerle fin a ese romance que había dejado cuatro hijos y decenas de cartas de amor ardiente. “Cuando Rito tenía 10 u 11 años –recordaba Tom–, Piedad comenzó su relación con Serrano, el telegrafista, padre de Artajerjes, el menor de los Muñoz y también poeta. Estábamos don Agustín, Rito, Alí y yo en la esquina de la bodega de Tito. En la esquina opuesta, donde estaba el telégrafo, vimos a Piedad. Don Agustín entonces le dijo a Rito: ‘Allá está tu mamá pegada como una hiedra a la baranda del telegrafista’. Mi tío Alí Muñoz recuerda el mismo episodio, pero en su recuerdo las palabras de Agustín no guardan ninguna sutileza y en vez de decir ‘como una hiedra’, dice una ‘como una perra’”.
El deterioro de la relación con su madre y el trato seco de Agustín animaron a Rafael José a buscar un horizonte más allá del paisaje de su infancia y mudarse al pueblo costero de Puerto Píritu. Decidió argumentar, para evitar discusiones, que quería seguir estudios de bachillerato, ya que en Guanape la escuela llegaba sólo hasta sexto de primaria. La tarde en que fue a buscar a su padre para contárselo, éste estaba en la barbería y, después de escucharlo, toda su respuesta fue: “Haga como mejor le parezca”. A partir de ese momento, la relación entre ambos se volvió monosilábica.
Rafael José abandonó sin aspavientos la casa de los López. Sin embargo, en 1943, Agustín enfermó de cáncer en la garganta y, ya moribundo, tomó su caballo y atravesó la densa sabana por el camino de las recuas de mulas hasta el pueblo costero de Puerto Píritu, donde había mejor atención médica y donde estaba su hijo que, por entonces, tenía sólo 15 años. Rafael José cuidó a su padre durante muchos días, hasta que murió, asfixiado y en sus brazos, intentando decirle algo. De aquella tentativa de reconciliación nació, 20 años más tarde, la “Elegía a mi padre Agustín”, que cierra El círculo de los 3 soles, su segundo libro, publicado en 1969. Allí, Agustín no es una figura hosca y desaprensiva sino un padre brahmánico, con una estatura imponente y magnánima, como si la desazón experimentada en la infancia pudiera ser reparada por la imaginación.
Elegía a mi padre Agustín
(…)
En fin, ha muerto padre Agustín, lo llora Baltazar,
y los peones de la hacienda Manzano, y sus hijos.
¿Quién me regalará plumas de Cristofué, quién olerá
raíces en la tarde, quién cogerá los nidos,
quién se internará en el patio de las coitoras
y llamará a los muertos,
y levantará una lápida con un ladrillo que diga: Kroft,
umugen de bornsnet, bertiken ats grubest,
buitemb uonem para las rocas de Anchuría,
sombrest para el delirio? (…).
***
A los 16 años, Rafael José ya escribía poemas. “La pasión política y la pasión poética se manifestaron en tu papá desde muy joven –decía mi tío Tom–. La primera, le venía de don Agustín que como ferviente admirador de Rómulo Betancourt siempre debatía sobre los problemas políticos del país y era, además, un hombre muy atento al acontecer internacional. Nuestra casa era la única de Guanape donde había un afiche de la fuerza aérea británica durante la segunda guerra mundial. Papá seguía los acontecimientos cada día en la radio de un vecino. En la poesía, Rafael José comenzó escribiendo unas cartas de amor que eran la envidia de sus amigos, por lo efectivas. Sin ser muy apuesto, conseguía con las cartas la atención de las damas hermosas. Empezó a escribir sonetos eróticos que luego lo metieron en más de un problema. De hecho, no pudo terminar el bachillerato en el liceo Fermín Toro porque cuando le tocaba presentar exámenes de historia, en vez de contestar qué había caracterizado al Siglo de Pericles o como se había llevado a cabo la Independencia de España, se dedicaba a escribirle poemas eróticos a la profesora Eunice Gómez”.
Poco después de la muerte de su padre, Rafael José decidió irse a Caracas. Abordó el vetusto vapor “Trinidad” que, en dos días de lenta navegación, lo llevó hasta el puerto de La Guaira. El viaje tuvo un incidente afortunado. El señor Álvarez era un extremeño de unos cincuenta años que había luchado en el bando republicano durante la guerra civil española. Allí había conocido a Miguel Hernández, de modo que al descubrir los ímpetus poéticos de Rafael José, Álvarez se puso a declamar poemas de Hernández, Machado y Lorca, ampliando el hasta entonces limitado repertorio poético de mi padre.
Una vez en Caracas, y sin un centavo en el bolsillo, aceptó trabajar como facturador y cajero en el matadero de Agustín, su medio hermano mayor, que había prosperado en el negocio de los frigoríficos. A mediados de octubre de 1945, cuando tenía 17 años, la historia venezolana sufrió un quiebre radical. Un golpe cívico-militar derrocó al general Isaías Medina Angarita. El cabecilla del golpe era Rómulo Betancourt, ya por entonces líder de Acción Democrática, el partido que había fundado en 1941. Hizo un llamado a que los jóvenes se incorporaran a la fundación de la democracia, y de pronto todas las piezas del país parecieron encajar de forma nueva y deslumbrante.
Rafael José había conseguido un puesto de maestro en una escuela de San Diego de los Altos, en las afueras, y ya por entonces la política empezó a convivir con la poesía. Por las noches iba a los cafés del centro a contagiarse del ánimo de renacimiento que reinaba en las tertulias universitarias donde se reinventaba el futuro. Por otra parte, escuchando a los poetas mayores como don Fernando Paz Castillo, y a otros más jóvenes pero ya consagrados como Vicente Gerbasi, sentía que la poesía era una pasión irrevocable. Descubrió que los surrealistas parisinos no lo conmovían tanto como el vitalista Neruda y el melancólico Vallejo. Había llegado a ellos a través del poeta y ensayista Juan Liscano, uno de los intelectuales más respetados del país, el primero en publicar sus poemas y notas críticas en la Revista Nacional de Cultura, quien lo alentó siempre a optar por la poesía y no por la política. Catorce años mayor, Juan Liscano no era sólo su amigo sino también, hasta cierto punto, su padre sustituto. Así lo demuestra la dedicatoria de “El círculo de los 3 soles”: “A Juan Liscano, amigo, maestro, padre”.
***
La mañana del 24 de noviembre de 1948, la promesa de un país democrático saltó en pedazos. Rafael José tenía 20 años y se despertó aturdido por el ruido de los tanques mordiendo el asfalto mientras se desplazaban hacia el Palacio de Miraflores, muy cerca de su casa. Ese fue el fin de la presidencia de Rómulo Gallegos, el novelista de la legendaria Doña Bárbara, que había seguido en el mando a Rómulo Betancourt. Acción Democrática y el Partido Comunista de Venezuela fueron declarados ilegales y muchos de sus dirigentes forzados a marchar al exilio. Todo esto volcó a Rafael José a la lucha partidista. Ya era militante destacado de la juventud de Acción Democrática, pero se afincó aún más en su formación ideológica y desarrolló destrezas como organizador.
Por esa misma época, la familia López se estableció en Caracas. Rafael José encontró, al mudarse con sus medios hermanos, el calor familiar que había perdido desde Guanape. Pasaba mucho tiempo escuchando tocar el piano a Titina, una de sus hermanas, a quien adoraba. La casa donde vivían quedaba en la parte más baja de La Pastora, justo detrás del Palacio de Miraflores. En el saloncito había un tocadiscos. Tom todavía recuerda que Rafael José era un gran melómano. “No le gustaba ir a conciertos pero le fascinaba la música. Nos sentábamos junto con Titina todos los domingos y escuchábamos la sinfonía Patética, que es la número 6 de Tchaikovsky, o la 5ta de Beethoven, que tanto le gustaba. Cuando no oíamos música, se encerraba muy temprano en la oficina del fondo con sus libros de poesía y una botella de ron. Todavía puedo oírlo recitar con enorme exaltación: “Desembarqué en Picasso a las seis de los días de otoño / recién el cielo anunciaba su desarrollo”. La poesía realmente lo tomaba, producía un rapto en él. “Soy feliz”, decía. La organización política comenzó a tomar cada vez más tiempo en su vida, pero su pulsión poética no entendía de dogmas y, cuando podía, se encerraba a escribir. Una tarde, a principios de 1952, se acercó a Vicente Gerbasi con un puñado de poemas. A Gerbasi lo asombró que alguien de 22 años hablara de la muerte aun en sus poemas amorosos. Ponderó sus sonetos, diciendo que estaban llenos de sonoridad y de “una fuerte luz oscura”, y lo alentó a ser original sin contemplaciones. Esa breve aprobación fue suficiente para que Rafael José se animara a reunirlos en su primer libro, Los pasos de la muerte (Ediciones de la Revista Hispana, 1953), cuyo prólogo firmó el propio Gerbasi. El libro es, en realidad, una desconcertante exploración de la muerte como presencia cotidiana, y está poblado de angustiosas visiones pero no exento de humor y parodia:
Por aquí viene la muerte caminando
con su pesada carga de cabellos
Tiene un color de ojo de sardina
su pelambre es de potro de carrera
y su mirada, de nocturna máscara.
Pero, finalmente, se consagró a la política a tiempo completo. Decidió no abandonar el país y ayudó a Leonardo Ruiz Pineda, secretario general del partido en la clandestinidad, a reconstituir Acción Democrática. Un día de ese mismo año, a causa de que ya abusaba de la bebida, doña Margarita de López tomó una decisión amarga y le pidió que se fuera de la casa. Esa fue su salida definitiva del reino familiar. El desarraigo y la soledad se anclaron más profundo y nada lo consoló de la separación de sus hermanos: Titina, Celina, Tom.
La dictadura de Marcos Pérez Jiménez estaba en el poder desde diciembre de 1952 y la situación de Rafael José se hizo precaria. A fines de 1952, Leonardo Ruiz Pineda había sido asesinado en una emboscada. Desde entonces, y en apenas tres años, Pérez Jiménez hizo eliminar a tres secretarios generales de Acción Democrática y a cientos de militantes, además de poner tras las rejas a sus dirigentes principales. Entre 1952 y 1958 Rafael José entró y salió de la cárcel no menos de una decena de veces. Cuando podía, escribía poemas que daba a sus amigos, para que los resguardaran en caso de que lo pusieran preso. De todos modos, en los allanamientos que practicaba la Seguridad Nacional en las residencias de estudiante donde vivía por entonces, se perdieron muchos manuscritos originales.
Por esos mismos tiempos se acercó a los maestros metafísicos como George Gurdjieff, Piotr Ouspensky, Madame Blavatsky y Paul Burton, descubiertos gracias a la equipada biblioteca de temas esotéricos de Juan Liscano. En su doctrina del Cuarto Camino, Gurdjieff planteaba que la trascendencia era el resultado del desarrollo interior individual, de un conocimiento que podía llevar a la comprensión del lugar propio en el universo. Pero, de acuerdo con Gurdjieff, esa sabiduría sólo podía lograrse a partir de una cuidadosa exploración de la conciencia que llevara a la mente al límite. Esos pensamientos dejaron una huella permanente en su obra y en su manera de concebir su lugar en el mundo.
Un día de 1955, cuando tenía 27 años, fue capturado distribuyendo propaganda y llevado a la Seguridad Nacional, el centro de inteligencia y tortura del régimen de Pérez Jiménez. El director de Seguridad se llamaba Pedro Estrada, también apodado el Chacal de Güiria, y era un hombre con modales de dandy. Su lugarteniente era Miguel Silvio Sanz, un negro robusto de cuyos labios siempre colgaba un habano encendido, que atizaba antes de apagarlo en el cuerpo de sus víctimas. Sanz quería que Rafael José revelara nombres, lugares, fechas, planes, y ordenó que lo trasladaran al sótano. Ahí, durante días, lo golpearon, lo acostaron desnudo sobre una panela de hielo, lo hicieron permanecer horas con los pies descalzos sobre el borde afilado de la rueda de un auto, le aplicaron electricidad en los testículos, lo sumergieron boca abajo en un barril de agua. Él dijo que no hablaría. Que no perdieran su tiempo porque sus castigos no le causaban dolor. “Tengo poderes mentales. Sus castigos no me lastiman”, les dijo. “Si no creen en mi palabra, compruébenlo ustedes mismos”. Entonces lo golpearon, y ni siquiera gimió. Durante una de las torturas, alguien ordenó que le apagaran un cigarrillo en el pene. Después, enviaron el calzoncillo ensangrentado en una bolsa a la familia. Pero él siguió sin delatar a sus compañeros. Una noche intentaron ablandar a uno de ellos, torturado en la habitación contigua. Le dijeron que Rafael José había contado todo. Sin embargo, cuando lo llevaban a su celda, mi padre lo alertó gritándole: “No abras la boca. Estos coños de madre quieren hacerte creer que yo canté, pero no les creas. No les he dicho ni una palabra”. Después de mucho, sus captores se dieron cuenta de que no podrían sacarle nada, y que era preferible mantenerlo preso. Lo enviaron a la cárcel de Ciudad Bolívar, a 600 kilómetros de la capital, donde pasó preso casi todo 1957.
“La tortura fue algo terrible. Era muy difícil de resistir y casi todo el mundo terminaba cantando” –recordaba mi tío Alí Muñoz, quien también fue encarcelado y torturado–. “No porque quisieran traicionar, sino porque te sometían a una violencia brutal. Tu papá era muy jodido, porque a cuenta de que él no delataba, le exigía a todos la misma verticalidad. Una vez se sospechaba que yo había cantado. Estábamos presos y él me increpó. ‘Eres sospechoso de delación’. Le respondí que no lo había hecho. ‘Tienes que probarlo porque si no serás un soplón hasta que demuestres lo contario’. ¿Crees que soportar más torturas te hace mejor?, le respondí. Carajo, no faltaba más, mi hermano, mi verdugo”.
En la cárcel de Ciudad Bolívar estrechó su amistad con el historiador y periodista Ramón J. Velázquez, que ocupó brevemente la presidencia de Venezuela en 1993. Velázquez lo recuerda como uno de los jóvenes más comprometidos de Acción Democrática, con una capacidad extraordinaria para abstraerse del sufrimiento: “El poeta tenía una característica que sólo tienen los pastores. Cuando nos llevaban al patio, él fijaba la vista en los árboles y pájaros que se asomaban más allá de las alambradas. Se concentraba oyéndolos y parecía entenderlos. Cuando estábamos en el calabozo, se retiraba a un rincón. Sentado en el catre y, abstraído de las discusiones que lo rodeaban, comenzaba a apuntar versos en un cuaderno escolar. Habíamos arreglado con uno de los carceleros para que nos permitieran usar una máquina de escribir. El poeta Muñoz esperaba su turno y mecanografiaba los poemas en unos folios azules que luego guardaba celosamente en una carpeta”.
Milagrosamente, algunos de los poemas carcelarios, de mayo y noviembre de 1957, sobrevivieron. Tienen el aire fluvial del Orinoco que corría al margen del presidio. En uno de ellos añora la libertad que representa como una “zona de incertidumbre y de promesas”. Otro, “América, te canto en esta hora”, refiere en tono dramático:
Ah, estas cadenas, estas
ruedas de frío hierro amenazando
hasta el germen más puro;
estas garras malditas horadando
esa porción del alma que nos duele,
ese rincón tranquilo, esa pradera
adonde solo llegan las ramas y las nubes.
El 15 de diciembre de 1957 hubo un plebiscito para legitimar la dictadura de Pérez Jiménez, que proclamó su triunfo. Sin embargo, en la madrugada del 23 de enero de 1958, tras una oleada de protestas gremiales, la dictadura terminó y los presos políticos fueron liberados casi de inmediato. Exaltado de felicidad, después de pasar siete meses preso, mi padre y otros militantes saltaron a bordo del primer bus a Caracas. La travesía tomó casi dos días durante los cuales festejaron con aguardiente. Cuando llegaron, la capital seguía en estado de júbilo, con las calles tomadas por la gente.
***
Suele decirse que la poesía de mi padre nació tardíamente, tras una vida de zozobra, y que disputó su lugar con la política hasta, finalmente, imponerse. El ensayista y poeta Jesús Sanoja Hernández insiste en que su obra era la de un desorbitado que, en medio del delirio alcohólico, cabalgó al borde de los abismos demoníacos, la revelación divina, el disparate matemático, la dislocación del lenguaje y la locura, reinventando el idioma. Esta enumeración caótica, sintetizada por el crítico Guillermo Sucre como la búsqueda de un “esperanto poético”, no da cuenta, sin embargo, de la transformación que sufrió mi padre y que lo llevó de una crisis existencial profunda al descubrimiento de una desconcertante imaginación.
Su crisis empezó en la década del sesenta, cuando quiso optar por el radicalismo de la lucha armada pero, paralelamente, empezó a sentir un profundo desencanto con la política.
En 1959, Rómulo Betancourt, líder de AD, hizo llamar a los dirigentes jóvenes a su despacho para amenazarlos con una sanción disciplinaria por haber apoyado una precandidatura que no era la suya. Cuando Betancourt hablaba muy pocos osaban rebatirlo pero mi padre lo tomó por la corbata y comenzó a zarandearlo. “Vamos a hablar claro. Usted está conspirando contra la unidad”, dijo, advirtiéndole que su eventual elección traería el riesgo de un nuevo golpe militar. “Los militares no lo quieren, los demás partidos no lo apoyan, los empresarios no le tienen confianza. Carece de respaldos. Si usted es electo, todo se va al carajo. Entonces, ustedes se irán nuevamente al exilio y los que nos joderemos aquí somos nosotros como nos jodimos durante 10 años”. La cosa quedó allí, pero el divorcio entre el líder histórico y los dirigentes jóvenes era ya efectivo. Un año después, en abril de 1960, ya electo Rómulo Betancourt como presidente, se consumó la expulsión del partido de casi todo el buró juvenil. Betancourt estaba dispuesto a pagar ese precio para consolidar su proyecto político con el apoyo de Estados Unidos y la expresa misión de contener el contagio de la revolución cubana, que amenazaba con regarse como un incendio por el continente.
La primera vez que Fidel Castro salió de Cuba, en 1959, viajó a Caracas. El motivo secreto era extender, en Latinoamérica, la emancipación de Estados Unidos y su idea era que Betancourt lo apoyara. Pero éste le volvió la espalda y se convirtió en su más encarnizado antagonista. Sin embargo, Castro se reunió con los izquierdistas que ya se mostraban inconformes con las alianzas del nuevo gobierno con la oligarquía y el clero. Rafael José Muñoz fue uno de los principales promotores del debate sobre la lucha armada y la posibilidad de seguir la vía cubana.
“Al poeta le tocó poner orden en esa situación” –recuerda Domingo Alberto Rangel, ideólogo fundador del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria)–. “Era un hombre muy singular. No he visto ser más nervioso. Sostenía los pañuelos en sus manos sudorosas y los rompía a causa de la impaciencia. Para él no existían los plazos en el tiempo. Quería que todas las tareas se cumplieran inmediatamente y pedía celeridad en todo. Era ideal para la organización, pero en el MIR abundaban los bohemios y él solía pelear con quienes eran desmañados con el tiempo. Eso no impidió que fuera el gran secretario de organización del MIR. Tomó el dictamen de la dirección nacional del partido y se dedicó a recorrer el país para recomponer y compactar las fuerzas de la izquierda, dispersas en el momento de la división de Acción Democrática”.
También se encargó de coordinar los preparativos de la creación de los frentes guerrilleros y viajó a La Habana clandestinamente. “Yo lo acompañé. Asistimos a una reunión con Raúl Castro y Ramiro Valdés, en la que nos entregaron un maletín con 150.000 dólares para el movimiento guerrillero –asegura Antonio Octavio Tour, en aquel entonces un joven militante–. El viaje fue complicado porque tuvimos que salir clandestinamente por la frontera con Colombia y a partir de ahí movilizarnos en aviones privados”.
Rafael José se había casado, en 1959, con Nelly Olivo, mi mamá. Vivieron desde el principio en un matrimonio contrariado, que duró hasta su muerte, y tuvo un distanciamiento de ocho años. No podía haber seres más distintos. Ella era bióloga y él poeta, pero la verdadera diferencia radicaba en el carácter: él era ordenado, puntual y socialdemócrata; ella soñadora, revolucionaria y tan abstracta que sus conversaciones, salpicadas de una profusa jerga médica y biológica, resultaban incomprensibles. Sin embargo, eran buenos compañeros y se guardaban respeto.
El sueldo que recibía mi padre en el MIR no alcanzaba para gran cosa, de modo que mi madre hacía malabarismos para estudiar y sostener a los hijos con el pequeño salario que recibía como técnica de investigación en la universidad. “Pese a que la política lo absorbía casi totalmente, el poeta siempre encontraba un momento para escribir –decía mi madre–. Después de asistir a tres reuniones, organizar la logística de quienes se iban a la guerrilla, mover armas de un sitio a otro, volvía a su máquina Erika e introducía dos hojas blancas en medio de las cuales insertaba una lámina de papel carbón”. Junto a la máquina, colocaba un vaso de cerveza o vino y le daba unos sorbos como preludio a la escritura. “Apenas comenzaba a teclear, no paraba hasta traspasar al papel lo que tenía en la mente, fuera un artículo de opinión, un manifiesto político o un poema. Como le tenía manía al desorden, después de terminar recogía todo y clasificaba el trabajo con minuciosidad. La máquina quedaba como si no la hubiese tocado”. Sin embargo, la vida que llevaban era desordenada. El acoso de la Dirección de Inteligencia Policial los llevaba a no tener rutinas fijas. Cuando él tenía que ocultarse, sus hijos pasaban un buen tiempo sin saber dónde estaba. “Para no ponerlos en peligro, yo tenía que dejarlos con mi mamá mientras las cosas se tranquilizaban. Eso era muy angustioso para ellos”, recordaba mi mamá en una de las conversaciones que tuvimos a fines del año pasado, antes de su muerte.
En los sesenta, mi padre amplió el estudio de los maestros esotéricos. Había comenzado con George Gurdjieff y su discípulo, Piotr Ouspensky. Siguió con libros históricos sobre alquimia y cábala. Visitaba con frecuencia la librería del Centro de Orientación Filosófica y formó una amplia biblioteca con títulos como Los relojes cósmicos y Hermetismo y religión. Esas sospechas acerca de la existencia de otras dimensiones capaces de ampliar la percepción no tardaron en permear su poesía. La metafísica terminó por convertirse en un refugio del profundo desencanto político que había empezado a sentir, y que fue clave en su crisis existencial que empezó en estos años.
Antonio Tour estuvo cerca suyo en los momentos en que su convicción revolucionaria comenzó a resquebrajarse. “El poeta supo que había habido ejecuciones sumarias en los focos guerrilleros del Occidente. Una compañera había sido ejecutada por despertar un ataque de celos entre dos guerrilleros. El comandante encargado del frente decidió ejecutarla para eliminar el motivo de la discordia. Otras cosas pasaban en la guerrilla urbana, incluyendo la desaparición de una enorme suma de dinero que se había destinado a ayudar a los compañeros que salían de las montañas. Todo eso, además de las rencillas entre los líderes del MIR, lo decepcionaron. Pero él nunca habló de eso. Cuando se asomaba el tema entre tragos, él sólo decía: ‘Tour, dejemos el pasado en el pasado y sigamos bebiendo’. Sólo una vez entró en materia para decirme: ‘Eso no era lo que se suponía que haríamos. Estábamos aquí para derrotar la injusticia y fomentar la democracia’. Y ahí acabó. Después de una pausa siguió bebiendo”.
Su mente, agotada con las luchas internas del MIR, producía febriles imágenes de la vida en el campo junto a su padre, que funcionaban como un alivio a la perturbación. Pasaba las madrugadas en vela y un reumatismo que había empezado a padecer gastaba sus horas con dolores atroces. Las rachas alcohólicas se hicieron más largas y constantes, y tuvo ataques cada vez más funestos de reumatismo, que el alcohol ya no lograba apaciguar. Sin embargo, pese a su desencanto, estaba decidido a unirse a la guerrilla.
La noche en que iba a hacerlo llegó temprano a casa a preparar lo poco que iba a llevarse. Estaba exhausto y tenía los nervios a flor de piel. Lo aguijoneaba la duda acerca de lo que iba a hacer. ¿Tenía sentido? Llevaba tres años sin tomar un respiro de la actividad partidaria y de las persecuciones y, además, mi mamá estaba embarazada de su tercera hija. Él le había hablado vagamente de un viaje de trabajo, pero ella sospechó. Estaban a punto de cenar cuando empezaron a discutir acaloradamente. “Sabía que me ocultaba algo –decía mi mamá–. Yo tenía una jarra de agua y le iba a servir. Pero me detuve y lo miré fijamente para que me dijera qué pensaba hacer”.
De pronto, mi padre se puso de pie, hizo a un lado las pocas cosas que preparaba para llevarse, y farfulló algunas palabras para sí mismo. Mi mamá vio en él una mirada angustiada que no había visto nunca antes. Sacó una cerveza de la nevera y volvió a la mesa, luchando por recuperar la compostura. Marla y Yuri, sus hijos de tres y dos años, mis hermanos, lo miraban en silencio, sentados frente a los platos de comida humeante. Mi padre iba a sentarse otra vez, pero se detuvo. Entonces sobrevino el ataque. Con una energía inesperada, volteó la mesa echando al suelo toda la vajilla. Permaneció inmóvil, tratando de ordenar los pedazos rotos de sí mismo, pero no pudo y, en vez de marchar a la montaña, fue hospitalizado en una clínica psiquiátrica.
A principios de 1963, semanas después de este episodio, emprendió un largo viaje que lo llevó, gracias a gestiones de sus amigos comunistas, a Europa y la Unión Soviética. Poco se sabe sobre su estadía en Moscú. Pasó dos meses en un sanatorio de la ciudad, rehabilitándose del alcohol y aliviando el reumatismo. Una fotografía lo muestra en el Teatro Bolshoi, acodado en una mesa sobre un fondo de terciopelo rojo y arabescos dorados. Lo acompañan dos hombres. Según contaba después, el más joven se llamaba Boris y era su intérprete. En su honor, llamaría Boris a su último hijo.
***
En las heladas caminatas por los jardines del sanatorio y por los bosques del parque Kolomenskoe, en Moscú, el agotamiento cedió y él empezó a dedicar tiempo y energía a la escritura. Regresó a Caracas en abril de 1963, pocas semanas antes del nacimiento de Valentina, su tercera hija, cuyo nombre exaltaba la hazaña de la cosmonauta Valentina Tereshkova, la primera mujer en el espacio. Este nacimiento lo acercó de nuevo a la vida familiar. Alejado del alcohol, vivió uno de sus mejores momentos. Los conflictos y peleas con mi mamá habían disminuido aunque, por causa de la difícil personalidad de ambos y del carácter enamoradizo de mi padre, la relación nunca llegó a ser armónica. Fue un período de extraordinaria fecundidad para su obra. Al cabo de unos meses comenzó a escribir poemas en cuadernos escolares, con una letra llena de picos, siempre nítida. Eran versos extraños, en nada parecidos a su obra anterior, en los que intentaba reflejar en palabras lo que, decía, le había “llegado” en imágenes.
El año 1964, en que trabajó como corrector de pruebas y estilo, y como articulista en diversas publicaciones, puede verse cómo la aparición de una galaxia tras la explosión de una supernova: se sintió renacer. Trabajó con mayor intensidad y llegó a escribir más de 20 poemas en un solo día. Cada nueva jornada aparecían sobre el papel anagramas, anagogías y analogías desconcertantes, que podían leerse como expresiones que intentaban escapar del significado convencional, pero también como voluptuosas creaciones de una lengua en estado edénico. El producto de esa vertiginosa erupción es “El círculo de los 3 soles” (Editorial Zona Franca, 1969), compuesto entre 1964 y 1968, un volumen de más de 500 páginas con poemas que van de unas pocas líneas hasta trabajos de varias secciones con muchas páginas. Algunos están escritos en prosa y otros en largos bloques o en aforismos de pocas líneas. Algunos muestran un denso desarrollo y otros son ráfagas o pensamientos confusos. Hay un afluente caracterizado por ficciones matemáticas formuladas en ecuaciones inconcebibles. Hay parábolas que versan sobre dimensiones del tiempo y el espacio expresadas en genealogías inalcanzables para la experiencia humana de un solo hombre y que, sin embargo, son “vividas” por la voz poética. En otros poemas predominan las alusiones esotéricas trufadas en versos que refieren a transmutaciones alquímicas y cabalísticas. Hay una vertiente en la que se esbozan la metempsicosis de Rafael José Muñoz en RJM, muzoñumjuansan, el hijo, el padre y, finalmente, Rafsol. En las pastorales y elegías hay pájaros, árboles y paisajes que parecen pertenecer a lugares y civilizaciones del pasado o el futuro. En general, en los poemas menos convencionales el tiempo es alterado por momentos que quiebran la linealidad y palabras que equivalen a efectos sin evidente causa. Él decía que sus poemas venían de profundidades del ser y que le aparecían dictados por una voz interior.
Tengo un deseo extraño de colocarme en el Billón
de ir más allá, de colocarme en el Trillón
donde el tiempo anida sus Siglos.
Tengo un deseo extraño de ser Tres:
Onu ne aicnese y onirt ne anosrep.
Tengo ganas de quedarme así:
Uno en esencia y trino en persona.
En muchos poemas, el lenguaje es sometido a un estrujamiento tal que termina descoyuntado, vuelto una representación fonética. Cuando no escribía llevado por el frenesí, pasaba horas y horas absorto en la búsqueda de imágenes y símbolos que lo llevaran a crear una poética que buscaba unir la palabra y el número.
Desde las Sumarijas Regiones
Berlinescher astronomischer chlurder
Aften gnoste must;
Así son, por trillones de kilómetros
Bajando najitos, sin viento,
Entran hacia el callejón donde esperan las Cariátides (…).
“El círculo de los 3 soles” está poblado por una zoología, una geología y una botánica de ciencia ficción. En un poema habla de las “cuevas de Epsilón”, en otro menciona “la cola de Andrómeda bajo sudores de platino”, en otro se refiere a las “grutas de Osiris”. Los animales reales o imaginarios también están presentes: “el loro de Alejandría”, “la garza No. 1”, “el Venado de ojo de lucero”, “las Dos Hormigas Negras Evangelistas del Círculo”, “el Pez Austral”, “la Tortuga Argentorati”. A su exaltada memoria emocional y a la capacidad de evocar paisajes que no conocía, añadía el soplo de la fábula y la proporción del absurdo. Fue capaz de imaginar su propia gestación, en una revuelta y una burla contra su historia familiar.
Las revelaciones de Rafsol
Me fui a la colina y contemplé la noche,
otosoropas estrellas, begonias azules, anaxulas negras,
y en el infinito espacio la forma de un 3 (…).
Díjeme: Ex nació de Ex y engendró a Ox,
Ox creó a Seh y Seh engendró a Yex,
Yex creó a Lex y Lex engendró a Fex;
y cuando Fex hubo desaparecido
nació Agustín, hijo de Dominga;
y Agustín engendró a Tito y a Titina y a Tom y a Celenia
y a Amado;
y he aquí que más tarde, cuando pasean las cucarachas
por el corredor de las casas de Guanepa,
Agustín se encontró con Piedad,
hija de Pedro Celestino Muñoz;
y he aquí que Agustín y Piedad se unieron
y de esa unión nació Rito y Alí
y Rosalía y Ludgerio;
y Artajerjes nació de la unión de Piedad con Serrano.
Rito se llamó Rafsol
Díjose que nació por obra y gracia del Espíritu Santo;
Y que la mañana en que nació cantó un cristofué,
díjose también que nació con poderes extraños:
podía ver a 1.000 trillones de años luz,
podía resucitar a los muertos,
podía perdonar los pecados,
podía detener el Universo, si cerraba los ojos (…).
Símbolos alquímicos e iniciáticos como la roszul, el huevo, el mandala, la piedra, el espejo, el ojo, la llave deben vérselas con cruces, sepultureros, ataúdes, funerales. La presencia de la muerte es melancólica, como han destacado todos los críticos, pero no es menos cierto que para él la muerte no está exenta de festejo, ceremonia y humor negro. Entre todos los textos hay uno que escribió el 22 de marzo de 1968, cuando tenía 39 años, que sirve de pórtico al libro, y que es una invitación a su propio entierro:
Ha muerto cristianamente el señor Rafael José Muñoz. Sus amigos: Juan Liscano Velutini, Jesús Sanoja H., Ramakrisna, Krisnamurti, Romain Rolland, Pitágoras, Platón, Tsu Tsu, José Stalin, Mao Tse Tung, Moisés, Alberto Schweitzer, Hermann Hesse, Thomas Mann, Walt Withman, Mauricio Maeterlink, James Joyce, George Ivanovich Gurdjieff, Piotr D. Ouspensky, Madame Blavatsky, Annie Besant, Mabel Collins, Thomas Hamblin, Los Doce Apóstoles, Los Peregrinos de Oriente, invitan al acto del sepelio, el cual se efectuará el día 22 de marzo de 1968. Sitio de encuentro: Jardines de Guanola. Hora: 5 a.m. o 5 p.m.
La muerte ficticia del poema es el punto culminante de esa crisis existencial que lo hizo abandonar la política y abrazar la poesía.
Cuando “El círculo de los 3 soles” se publicó, en 1969, mi tío Alí Muñoz le celebró los sonetos. La respuesta de mi padre fue un golpe en el estómago: “Los sonetos los escribo para que los güevones (mentecatos) que no entienden lo otro, que es la verdadera poesía, se enteren de que de verdad escribo”.
Hoy, el crítico venezolano Rafael Arráiz Lucca considera “El círculo de los 3 soles” como uno de los diez libros de poesía venezolana más importantes del siglo XX y, con los años, Rafael José Muñoz empezó a ser mencionado como un poeta que además fue político, y no como lo contrario. Aunque la academia lo ha estudiado muy poco, varias generaciones de lectores lo han mantenido, de modo oculto y misterioso, increíblemente vivo.
Sus dos críticos principales, Juan Liscano y Guillermo Sucre, tenían visiones antagónicas sobre su obra. Liscano dice que Rafael José Muñoz recreó las vanguardias sin conocerlas a fondo. Guillermo Sucre, en “La máscara, la transparencia”, toma con pinzas esta tesis. Sin ocultar su desdén por Liscano y con abierto desaire hacia Rafael José, se pregunta si éste es un “poeta realmente complejo o simplemente complicado”. Dice, severo: “Este poeta venezolano transgrede todos los límites expresivos en insalvables criptogramas (…) El lenguaje de Muñoz, en gran medida, deja de ser un sistema de símbolos compartidos con el lector real o virtual”. Reconoce que la obra es el producto de “una gran tensión interior, de un inconsciente trabajado por las más duras pruebas personales”. Sin embargo, advierte: “El peligro de Muñoz, y se percibe mucho en su libro, es el de (re) caer en lo eneguménico: que ‘el humilde del sinsentido’ de que habla Lezama recordando a San Juan de la Cruz, derive en la arrogancia del furor destructivo”. Pero reconoce al poeta versátil y diestro que está detrás de lo que él llama la “arrogancia del furor destructivo”, tanto del lenguaje como de su propia persona. La confusión babélica, que por momentos recuerda la “cristalina mezcolanza” de Rimbaud, hace a Sucre hablar de una desmesura y una mitología personal que elevan a Rafael José Muñoz de rango, salvándolo de un anacrónico vanguardismo. Se trata de un “esperanto poético en el que caben diversos idiomas deliberadamente falseados”. Sin embargo, prefiere el lado mesurado de su poesía. “Así, hay otra cara de su libro (además de las mil que el tiempo irá revelando) en la que el lenguaje, sin perder su visión y su búsqueda extrema, vuelve por sus propios poderes, luminosos o oscuros, pero ya no abandonados al egotismo del poeta vidente (yo soy un elegido, es una de las convicciones de Muñoz). En ese otro plano es donde la experiencia sin duda mística de este poeta se ahonda y esclarece a sí misma; donde su mitología personal, adquirida o inconsciente, parece coincidir con un logos necesario”.
***
Durante estos años su relación con el alcohol empezó a ser otra vez tormentosa. Vivía torturado por la dipsomanía, que lo llevaba a pasar largos períodos de abstinencia, alternados con otros en los que el consumo de alcohol era incontrolable. Mi tío Alí Muñoz dice que su vínculo se resintió a causa de las hospitalizaciones, porque le tocaba ser el malo de la película. “En varias ocasiones tuve que hacerlo hospitalizar. Tu mamá quedaba inconsolable. ¿Pero qué iba a hacer yo? ¡Era mi hermano! Una vez le monté una trampa para llevarlo bajo engaño a la clínica. Al descubrirla, me insultó y se resistió de mil maneras. Como él era muy persuasivo, casi convence al doctor para que lo dejara ir. Entonces tuve que plantármele diciéndole: “Doctor, yo lo respeto mucho a usted, pero el poeta no saldrá de aquí bajo ningún respecto a menos que esté sobrio”.
Las clínicas eran un suplicio más truculento que la tortura. Lo enfundaban en una bata hospitalaria y lo amarraban a la cama para evitar que huyera. Y no sólo debía padecer el espantoso síndrome de abstinencia alcohólica, cuyos estragos físicos son más largos y terribles que los de la heroína o la cocaína, sino soportar el tratamiento de electroshocks con que pretendían curarlo. Pero el hospital no merecía el estoicismo de la cárcel. Los médicos decían que su mente había sufrido daños por la tortura y el alcohol y, aunque nunca hubo por parte de ellos un diagnóstico claro, muchos sostienen que su poesía era una expresión de locura, y que el trance onírico que usaba como método creativo era producto de una indeterminada enfermedad. Esta hipótesis es ingeniosa, pero limitada. Tiene, en el fondo más de demérito que de elogio, pues evade vérselas con lo que dicen o plantean los poemas mismos, su desorbitada creación y su profunda musicalidad.
Cuando Rafael José salía de las hospitalizaciones quedaba con los sentidos embotados, desconectado del mundo, en un pliegue del tiempo y el espacio donde sólo cabían él y sus demonios. Mientras tanto, el matrimonio se iba a la deriva. “El poeta era luz en la calle y oscuridad en la casa”, solía quejarse mi mamá, porque mi padre seguía siendo un amigo entregado a sus amigos pero un hombre complejo en su propia casa. Aunque mi mamá reconocía sus esfuerzos desesperados para superar el alcoholismo, sentía que sus hijos –Marla, Yuri, Valentina– ya habían sufrido suficiente durante una infancia trastornada por ausencias inexplicables, mudanzas repentinas y el acecho de los cuerpos de seguridad que, en busca de armas y propaganda, dejaban la casa patas arriba y el aire infectado de terror. Además, estaban las crisis recurrentes, marcadas por estallidos nerviosos y delirios que culminaban en hospitalizaciones.
Una noche de principios de septiembre de 1968, cuando ya había terminado la corrección de “El círculo de los 3 soles”, volvió achispado a casa. Estaba de un humor particularmente jovial y llevaba un ramo de flores con la intención de reparar las asperezas que había atravesado con Nelly en los últimos meses. Todavía quedaban restos de ternura entre ambos. Esa noche hicieron el amor por última vez en su vida. El encuentro de los dos cuerpos fue borrascoso. Pocas veces estuvieron de acuerdo en algo, salvo en el recuerdo de esa noche. Ella se quedó en silencio sintiéndose levitar. Él encendió un cigarrillo y la vio sumergirse en el sueño. De pronto, ella sintió que su cuerpo se desdoblaba y que atravesaba paredes hasta llegar a la calle. Él dijo que la vio salir del cuerpo y, al verla caminar por la calle en ropa de dormir, comenzó a llamarla para que volviera.
Mi mamá supo de inmediato que había quedado embarazada y, desde entonces, pasó cada día mortificada por los efectos que podía tener el alcoholismo de Rafael José en la formación del feto. Nueve meses después, el 21 de mayo de 1969, un día antes del cumpleaños número 41 de mi papá, nací yo, Boris, el hijo menor. Mi papá recibió la noticia con júbilo pero acusó a mi madre de haber adelantado el parto para evitar que naciera el 22, igual que él. “Tu papá era un ser arbitrario”, se oía repetir a mi mamá al rememorar mi nacimiento. Cinco días después, mi padre abandonó la casa.
***
Nadie ignora que, para llenar una ausencia, la memoria inventa recuerdos benévolos o disimula aquellos que resultan dolorosos. Durante mucho tiempo, mi imaginación volaba hasta la habitación del Hospital Clínico Universitario, donde murió mi papá y que yo nunca conocí. Allí, junto a la cama, veía su cuerpo atrapado por la camisa de fuerza. Escuchaba su voz llamando a mi mamá: “Nelly, Nelly, Nelly…”. Y sentía su respiración arrinconada. Después, esas imágenes terribles daban paso a otras en las que mi papá emergía de su lecho de muerte y se instalaba de nuevo en el mundo, sobrio y curado por siempre jamás. Esas fantasías lograban anular mi desdicha pero, tarde o temprano, la ilusión estallaba para dar paso al verdadero recuerdo de los días que compartimos entre 1978 y 1981, los únicos años en que, desde mi nacimiento, vivimos en familia.
En realidad, se separó de mi madre pero no de sus hijos. Desde que se fue, aunque no volvió a dormir en casa, nos visitaba varias veces a la semana. Los domingos nos llevaba al matiné del teatro Río de la Calle Real. Luego, religiosamente, terminábamos sentados todos en una mesa de La Giralda. Pero para mí el gran acontecimiento llegaba los sábados. Me recogía en nuestro apartamento del edificio Papirusa de la avenida Orinoco de Bello Monte y caminábamos a través de la avenida Casanova hasta llegar a la antigua Calle Real de Sabana Grande, en lo que luego se transmutó en una irreconocible arteria atascada de vendedores, a una estrecha pero infinita juguetería de la que yo podía llevarme cualquier cosa que quisiera. Me decía que era el Bazar Muñoz y que todo lo que había adentro era mío. Muchos años después, atando cabos, descubrí que el Bazar Muñoz no era sino el Rey de las Piñatas, una de las pocas tiendas que sobrevivió con cierta dignidad a las invasiones bárbaras que, en los años noventa, volvieron al bulevar más entrañable de la ciudad, un corredor asediado por todas las taxonomías de miseria humana. Cada vez que paso por ese punto de Caracas me asaltan aquellos episodios de felicidad infantil, perfumados con el aroma a lavanda de los pañuelos de mi padre. Son instantes cargados con una fulminante ilusión de eternidad, como si toda la alegría de la infancia estuviera cifrada en esas pequeñas ceremonias del amor.
Mi papá volvió a casa un poco antes de las elecciones presidenciales de 1978. Había trabajado en la campaña presidencial de 1972 como consejero político de Carlos Andrés Pérez, y luego como su secretario personal. Cuando Pérez fue electo presidente, en 1973, mi padre fue nombrado comisionado Especial de la Presidencia. Él esperaba que su participación en la arrolladora victoria del presidente fuera reconocida con un puesto más destacado, pero algunos de sus amigos más antiguos conspiraron en su contra calificándolo de hombre enfermo, no apto para una posición ejecutiva.
El día en que volvió, lo vi entrar a casa con la falta de energía propia de un hundimiento y la inconfesada desesperación de la derrota. Poco antes le habían diagnosticado cirrosis hepática. Su hígado se cobraba revancha produciéndole temblores y despellejándole las manos.
En aquella época, en la radio se oía día y noche “Paula C”, un despecho intelectualoso de Rubén Blades. Mi papá solía asomarse a la ventana y, mirando el cerro Ávila, repetir una y otra vez el estribillo: “Oye que triste quedé cuando se fue Paula C / Vivir sin un amor no vale nada / No vale nada, tú ves”. Por esos datos supe que él también arrastraba una pena de amor. De hecho, durante un tiempo se había enredado con una mujer mucho más joven que él y menos tolerante que Nelly, que lo había echado sin contemplaciones. También había malbaratado en aguardiente el dinero que había ganado durante sus años de trabajo en el gobierno. Cuando regresó a casa, interrumpió toda actividad partidaria, salvo la publicación de artículos de opinión en el vespertino El Mundo y comentarios sobre ocultismo en la revista Cábala. Supongo que creía que apartado de las causas políticas y de cualquier aspiración de poder, lejos de cualquier militancia, podría establecer una rutina normal con su familia. Pero vivía en permanente estado de guerra contra sí mismo, cargando con la tristeza elemental que siempre lo había perseguido.
Poco a poco, dejó de ser un hombre activo, enérgico y callejero. Renunció a frecuentar los bares de Sabana Grande para quedarse bebiendo, leyendo y escribiendo en casa. A la vez, adoptaba rituales y pasatiempos paradójicos, como hacer el desayuno los domingos o jugar a las adivinanzas con las canciones de salsa y la música clásica de la radio. Hoy me parece increíble que la melancolía que se lo tragaba no fuera suficiente para derribarlo por completo y hacerlo abandonar la escritura, a la que se aferraba con celo. Consumía diariamente un litro de ron y, arropado por el vapor etílico, se sentaba frente a la máquina. Una vez que empezaba a teclear sólo tomaba las pausas que le dictaba la respiración, como si escribir poemas y artículos lo mantuviera unido al mundo por un hilo de tinta.
A veces lo sorprendía declamando sonetos que había aprendido de memoria en la juventud, murmurando fragmentos incomprensibles. Insomne, cuando ya nadie en la casa estaba despierto, se sentaba de nuevo a escribir poemas que abarcaban la hoja completa, de arriba a abajo y de un borde al otro, sin dejar el menor resquicio libre. En la mañana, me asomaba a espiar la máquina de escribir pero, por lo general, no entendía nada del soliloquio interminable que poblaba aquel montón de papel.
No he podido encontrar más que un puñado de esas páginas entre los abundantes escritos que dejó. Sin embargo, en el último año he leído muchos poemas que puso en manos de Jesús Sanoja Hernández, gracias a quien se salvaron de las mudanzas familiares que parecían más bien naufragios. La mayoría están marcados por una honda tristeza. La evocación de la muerte ya no es irónica, juguetona o reflexiva, sino inmediata: la muerte como solución al dolor de vivir. Los últimos poemas apenas si despiden algo de la luz y el sentido que le faltaron a su vida.
En agosto de 1981, tres meses antes de morir, escribió un poema amoroso dedicado a Mireya, una joven vecina. Luego de comparar a la quinceañera con la luz del día, el canto de la tarde y decir que tiene un olor a pomarrosa, cambia de tono bruscamente:
Ya ni tengo ganas de vivir.
muero, seguido por mi propia muerte.
no tengo nada, todo se convierte
en un no ser, un desistir.
No aprendo ni siquiera a convivir
con la lluvia, la noche, con lo inerte.
Pienso en mi suerte, en mi pobre suerte.
solo pienso en mi polvo, en sucumbir.
Estoy seguro de que en ese momento ya presentía su propia muerte y, a pesar de que el alcoholismo lo inutilizaba cada vez más, durante los años previos se las había arreglado para terminar “En un monte de Rubio” (Editorial Centauro, 1979) y “Doña Piedad y las flores”, una plaquette dedicada a su madre. Más adelante, escribió “Homenaje a Pablo Neruda”, un libro que permanece inédito. El título “En un monte de Rubio” alude al lugar de nacimiento de su amigo Carlos Andrés Pérez, a quién consagra el libro como una especie de biografía poética. Sólo muy recientemente se lo ha empezado a leer con independencia del contexto político en que fue escrito ya que, en verdad, la crítica de la época no le prestó atención, ni siquiera para criticarlo como un servicio al poder.
Durante los tres años que vivimos juntos, la vida fue tumultuosa para todos. En los períodos de sobriedad parecía disfrutar de cierto sosiego, a pesar de que los temblores de la abstinencia le sacudían el cuerpo. En esos raros momentos, vivíamos la ilusión de la normalidad. Se levantaba temprano, se bañaba y leía el periódico antes de sentarse a su máquina. Si tenía que salir, pasaba a recogerlo un taxi o se iba caminando, pues le encantaba recorrer distancias que, para mi imaginación, eran inabarcables. Una vez caminamos tomados de la mano hasta la Plaza Venezuela. Luego de un buen trecho nos detuvimos a comer hamburguesas en un puesto callejero. No he olvidado que al ordenar las llamó “hamburger”, con pronunciación inglesa. Después atravesamos avenidas llenas de concesionarios de autos, hasta que giramos a la altura de la calle de los hoteles. Cuando por fin llegamos a la Torre Polar de Plaza Venezuela, me dejó en el cine mientras él se sentaba a conversar con su viejo amigo, el cantante puertorriqueño Daniel Santos, que no era adicto al alcohol sino a la cocaína. Ese día vi la película “Can’t Stop the Music”, una fabulación infantilizada sobre la formación de la banda gay Village People. Recuerdo todo con gran nitidez porque fui intensamente feliz durante el paseo. Pero al salir del cine encontré a mi papá con los ojos enrojecidos y el inconfundible aliento de los tragos.
A los períodos de sobriedad y lucidez los seguían inevitables crisis alcohólicas. Como cabía esperar, aquellos eran cada vez más breves y espaciados. Había días en los que salía a la calle sobrio y, un par de horas más tarde, un taxi lo dejaba en la puerta del edificio hecho un guiñapo. Varias veces cayó allí sin poder levantarse. Vivíamos en un primer piso, de modo que yo miraba todo escondido tras la ventana, con un escalofrío de vergüenza que venía acompañado por el deseo malsano de que el hombre tirado en el suelo no fuera mi padre. Los vecinos no sabían cómo reaccionar y yo me sentía incapaz de enfrentarme a ese espectáculo. Sin embargo, como no había nadie más en casa, bajaba a recogerlo y lo ayudaba a acostarse en el sofá.
Vivir con alguien encadenado a la melancolía y el dolor estuvo a punto de hacer perder la cordura a mi mamá. Cuando mi papá era atrapado por trances de delirium tremens, se desataban en casa situaciones descabelladas. Más de una vez lo vi sostener conversaciones simultáneas con grupos de amigos invisibles. Arreglaba como podía los muebles de la sala. Los invitaba a sentarse y, en una esquina del semicírculo, disertaba sobre política y filosofía, sobre el amor, la música, las noticias. En uno de esos delirios obligó a mi mamá a servir café a los seis miembros de su cenáculo. Ella, de hecho, vertió café en las seis tazas y las colocó con gran ceremonia donde se hallaban los amigos imaginarios. En otras ocasiones nos conminaba a mí o a alguno de mis hermanos a sentarnos en la sala para seguir con atención lo que esos fantasmas tuvieran que decirnos. Había duendes recurrentes, que aparecían para aliviar el desamparo en el que vivió desde su niñez. Uno de ellos, tal vez la más comprensiva de sus sombras, era el señor Angelo, un notario de modales corteses que llegaba sin anunciarse para consolar los desvelos del poeta con su sabiduría de otro mundo.
La única hospitalización que pareció curarlo de veras ocurrió a mediados de 1980, en el Hospital Clínico Universitario. Salió de ella renovado y casi brioso. Durante ese período comenzó a decir que estaba escribiendo otro libro de poemas. “Se llama ‘Los secretos del jabón azul’ y es sobre los arcanos de Hermes, el tres veces grande, quien anunció el cristianismo y escribió la ‘Tabla Esmeralda’”, afirmaba, rotundo y con teatral grandilocuencia. Nunca encontré ese libro entre sus papeles, salvo una mención aislada en otro poema, y una carpeta rotulada “Los secretos del jabón azul” que estaba vacía.
Aunque José Agustín Catalá, su fiel amigo y editor, aún se lamenta por haberle hecho más fácil la tarea de destruirse prestándole un apartamento para escribir fuera de casa, no es del todo exacto que se encerrara allí sólo para beber. El 24 de abril de 1980 entregó en Monte Ávila Editores un libro inédito titulado “Poemas”. Este manuscrito desapareció en el laberinto de archivos muertos de esa editorial. Pero también escribió su “Homenaje a Neruda”, ciento veinte folios de un desmesurado poema en el que la voz poética conversa con Neruda, llamándolo por su nombre o “el hondero entusiasta”. Allí mi padre mezcla referencias de la vida y obra del poeta chileno con la suya propia. Largos pasajes cabalgan hacia la incoherencia y, aunque siempre retoma el nombre de Neruda, por momentos refiere episodios y anécdotas políticas de sus años militantes, mencionando tanto a sus amigos como a sus adversarios y torturadores.
Es imposible precisar cuándo comenzó a beber de nuevo, pero debe haber sido a mediados de aquel año, poco después de enterarse de que un cáncer de pulmón devoraba a su hermano Ludgerio. Jesús Sanoja Hernádez escribió que cuando mi padre le entregó los originales de “Homenaje a Neruda”, cargaba “la muerte pintada en el rostro y metida en el alma”. Eso debe haber sido en septiembre u octubre de 1981.
Algunas semanas antes del día en que murió fueron a entrevistarlo unos periodistas del suplemento cultural “Papel Literario”, del periódico El Nacional. Sus respuestas fueron tan absurdas que nunca pudieron publicar el artículo. El fotógrafo Vasco Szinetar le hizo varios retratos esa mañana. Muestran a un hombre envejecido que aparenta al menos 20 años más de los 53 que tenía. A fines de septiembre llegó la noticia de la muerte de Rómulo Betancourt en Nueva York que lo hizo murmurar durante días, como si hubiese muerto un familiar muy cercano. A principios de octubre murió Ludgerio.
Mi papá no paraba de beber. Tenía las manos desconchadas por las cirrosis, estaba flaco y la cabeza se le había vuelto completamente blanca. Desde su habitación, que permanecía casi todo el día con la persiana baja, se filtraba un fuerte olor a bilis y alcohol. Sin embargo, entre nosotros la relación seguía estando llena de ternura.
Una semana antes de que lo llevaran al hospital soñé con su muerte. Me asusté mucho y, atenazado por un mal presentimiento, se lo conté a mi mamá esa misma mañana. Estábamos en el paso peatonal, esperando la luz para cruzar la calle. Ella respondió: “No te preocupes por tu papá. El poeta tiene más vidas que un gato. Primero nos entierra a todos y después se muere él”. Entonces cambió la luz, ella me tomó de la mano para cruzar y yo me quedé dándole vueltas a sus frases. Las había dicho ya muchas veces, con leves variantes. En ocasiones no era un gato sino un Ave Fénix. Pero esta vez no se trataba de una simple fórmula: la imagen de un padre invulnerable, capaz de volver de la zozobra gracias al don de la resurrección, conjuraba no sólo mis miedos sino también los suyos. Y la verdad es que aquel viernes 6 de noviembre de 1981, cuando el poeta me despidió con besos antes de irme al colegio, no recordé mi sueño de la semana anterior. Nada me hizo pensar que esa era la última vez que iba a verlo vivo, ni que en pocas horas más mi papá se iba a morir.
Boris Muñoz
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