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Estamos intoxicados de información. Sobrexpuestos. Hay palabras que nos pasan por delante, gritándonos, y ya no sabemos percatarnos de su peso.
En medio de decenas de excarcelaciones, una mujer a quien hace minutos le dejaron saber que iban a indultarla le dice a un grupo de periodistas: «Cuando uno es culpable, uno cumple su condena, a lo mejor, con orgullo…»
Y ese «a lo mejor», que en la voz de Antonia Turbay intenta plantear un matiz inmenso, se nos escapa del oído, de la atención, del sentido.
Es normal: la breve y tímida influencia que alcanza a tener un adverbio es poca cosa, ante la retahíla de verdades que esa misma voz de Antonia Turbay enuncia.
Una voz que hace memoria llorando.
A lo mejor si a su hija no la hubieran secuestrado, apurándole la decisión de irse a exiliar en Bogotá, no habría estado sola aquel día del arresto. A lo mejor no se la hubieran llevado. A lo mejor su hija también estaría presa. A lo mejor Antonia Turbay, la madre, no habría tenido que decidir entre tener a su hija lejos y viva o cerca y en riesgo constante de muerte. A lo mejor habría tenido a alguien con su sangre yendo por ella a los tribunales. A lo mejor, también a lo mejor, no habría descubierto en sus vecinos a quienes fueron capaces de cuidarla.
A lo mejor…
Nos hemos acostumbrado tanto a la ausencia de justicia, que la idea de cualquier «a lo mejor» terminó quedando reducida a un ejercicio alucinado de la imaginación.
A lo mejor usted se había olvidado de Antonia Turbay. A lo mejor usted es alguno de sus vecinos. A lo mejor usted todavía no sabe de qué la acusaban ni cómo, pero se alegra por su libertad.
A lo mejor usted no sabe que Antonia Turbay ya no podrá estar del todo libre, porque sabe que un inocente puede transformarse en un preso político sin haber hecho política y sin saber por qué está preso.
¿Quién le teme a Antonia Turbay?
Durante buena parte de la historia política del mundo en el siglo XX, cuando las fuerzas públicas de algún autoritarismo allanaban de madrugada a la casa de algún vecino, aparecía una frase despiadada e inmisericorde: «Algo habrá hecho». Son las mismas voces apaciguadas del «Mientras no te metas en política, no te pasa nada», del «No inventes» y los «Deja la vaina…»
¿Quién le teme a Antonia Turbay?
No hay razones: su crimen más grave hasta ahora ha sido ser la vecina de alguien que le despertó compasión.
Esa misma compasión que tuvieron sus vecinos cuando le tocó a ella ser la presa.
Ser la presa. Así. Con el doble sentido del sujeto: sin adverbios.
Esa misma compasión que sintió usted viéndola, al tiempo que entendía que esa mujer que lloraba no iba a recibir el abrazo de su sangre, porque se la pusieron lejos.
Y es que, en el caso de Antonia Turbay, cada vez que se leyó en las redes un «al menos hoy estarán con su familia», la buena intención no alcanzaba.
Nuestro miedo común, el miedo compasivo que debe despertarnos, es otro.
Es un miedo a nosotros mismos.
Un miedo que nos descubre en la crueldad de saber que a alguien lo alejaron de su familia, le robaron la libertad, le acusaron de traicionar algo tan invisible como la Patria, para que luego el espejismo de un indulto juegue a hacer caída y mesa limpia, mientras hay quien sigue susurrando con pasiva complicidad su «Algo habrán hecho».
Un miedo a saber que todos somos vecinos de alguien y que el silencio y el extrañamiento nunca serán suficientes.
Willy McKey
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