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La violencia insatisfecha busca y acaba siempre por encontrar una víctima de recambio.
René Girard
Según Georget, la psiquiatría debía intentar responder a un solo problema de fondo: ¿cómo disuadir a quien se cree rey? La conjetura nos lleva a pensar en la propuesta inversa, es decir, el psicópata intentará exactamente lo contrario: ¿cómo disuadir a todos para que crean que es rey? Pero todavía podemos llevar la cuestión a más: ¿qué hacer una vez que todos han sido disuadidos por el psicópata y todos creen de veras que se trata del rey? ¿Se puede hacer algo para evitar el contagio patológico que termina en epidemia? Estas preguntas podrían lanzarse al vuelo, entre sugerencias sutiles y modos desgarrados, como intento de reflexión sobre lo acontecido en Venezuela en los últimos 200 años. Pero también podemos poner un foco en los últimos, digamos, 6 años y centrarnos en la oscuridad ganando espacio no sólo físico, sino sobre todo psíquico en el conjunto de habitantes que hacen vida en una metrópoli como, por ejemplo, Caracas. Asomarse a ese abismo (o a ese paisaje psíquico) supone enfrentarse a una experiencia vertiginosa que puede expresarse en obsesiones, delirios, depresiones, alucinaciones y desviaciones. Y luego puede acontecer (o no) una visión: la luz de la pira sacrificial, encendida por el horror, pero única capaz de alumbrar, precisamente, a un país envuelto en tal nivel de desazón y en tanta oscuridad.
Esta es quizás la propuesta, por así decir, de una novela tan lúcida y escabrosa a la vez como The Night, de Rodrigo Blanco Calderón. No se trata sólo de buscarle sentido y forma a una realidad tan exasperante e inasible como la venezolana, sino más bien de expresar la perplejidad de quien corrobora que Venezuela, no sólo puede abrigar el horror en su faceta más absurda, sino que puede tolerar dicho horror con displicencia y hasta con naturalidad. Y no hay que hurgar demasiado en hemerotecas para dar con una tara subyugante: muchas de nuestras figuras modélicas o de referencia han sido muy cuestionables (y no tan cuestionadas), y a su vez, muchos de nuestros personajes más geniales han pasado por debajo de la mesa. Blanco Calderón no quiere disimular los referentes reales, al contrario, los evidencia en una propuesta ficcional que antepone el recurso de enfrentar siempre una realidad tan descarnada que bordea la incredulidad y cuyo foco lamentable en nuestro tiempo es más kodamiano que borgeano, como dice él mismo. ¿Es un país de locos? ¿está la patología extendida? ¿nuestros “psiquiatras” terminarán aniquilándonos después de doparnos o de filmar nuestros residuos alimenticios? ¿o sólo se burlarán en secreto de nuestros devaneos literarios?
No es una novela sobre Darío Lancini, sino muy por el contrario, es una novela sobre el atropello brutal al que ha sido sometido el lenguaje en un país como el nuestro. Darío Lancini no es sólo el “filósofo” y el esteta del palíndromo que gozó de la admiración de Sergio Pitol y de Cortázar, sino que es sobre todo un símbolo del maravilloso silencio elocuente de quien siente el esplendor de la palabra como un tesoro inabarcable que, además, no piensa renunciar al bajo perfil que entronca con su forma de genialidad. Como si supiese que vendrán tiempos de charlatanería y chabacanería verbal a niveles trágicos, renuncia ex profeso a la notoriedad. Por ello es imperioso Oír a Darío, oír su silencio. Arnaldo Acosta Bello o Rafael Cadenas se erigen como personajes que acompañan ese símbolo y refuerzan el silencio como forma de desagravio a la palabra.
Enaltecer el lenguaje parece la quimera en la novela y la imposibilidad de lograrlo es, por tanto, el anuncio del caos, del horror, de la noche. Y es sobre todo la noche el ámbito propicio que podría albergar ese silencio primigenio que nos devuelva al enaltecimiento del verbo: Rilke y Hanni (o Hannah) Ossott, Hans Castorp, Gericault, Jack Kerouac, la primavera de Praga, mayo del 68, la belleza opresiva de Antonieta Madrid, la parsimoniosa dialéctica hegeliana de Darío Lancini (y Mancini), sus salidas lingüísticas geniales y, sobre todo, su aura de hombre enigmático que atesora el universo en sí mismo porque, como Cervantes, ha tenido demasiado tiempo para pensar. Pero esa noche fértil se disuelve trágicamente en otra noche más tenebrosa: la cárcel, la tortura, la desazón, el oprobio, la violencia, la crueldad, el caos, desde la Venezuela perejimenista, que luego no mejoraría demasiado en la democracia, hasta devenir en la terrible noche malintencionada y provocada de nuestro tiempo.
James Ellroy y Mark Sandman se erigen como personajes que representan al artista obsesionado con el ensueño del horror. El mal también da sus flores, diría Baudelaire y el mal es fascinante parece decirnos una y otra vez Shakespeare. Sólo que el arte de Ellroy y el de Sandman son espeluznantemente oscuros; son hijos de la violencia y el horror, y sus obras lo apuntan sin contemplaciones de forma magistral e inspiradora, con una belleza arrebatadora, porque viran hacia el dolor con el riesgo de que no sea fecundo. Sus obras no son sólo metatextos sino correlatos de The Night. Ya no se trata de dar con la luz vedada, sino de buscar los fulgores opacos en la noche más perturbadora. En esta noche sólo hay cabida para dormir (gracias al sedante anímico colectivo), para delirar, para matar o morir. En un contexto así, sólo el artista anhela la ensoñación y, en su defecto, la obsesión compulsiva o, lo que es peor, la esquizofrenia de oscilar brucamente entre los dos extremos.
Así, la novela es también, por supuesto, sobre la literatura, pero sobre todo, esa literatura que no puede articularse sino en imposibilidad y fracaso. Los ganadores del concurso de cuentos de El Nacional en los años 1982 y 1998 se convierten en caras distintas de un mismo conflicto y ambos son anécdotas fascinantes en la vida real por el absurdo que revelan sus casos. Por su parte, el taller literario no es escenario, ni siquiera estímulo para la práctica de la vocación narrativa, sino hallazgo de la anécdota misma y consecución de la obsesión. No es tampoco una novela policial ni pretende serlo; género este absurdo en un país que no sólo no resuelve sus crímenes sino que evoluciona cruelmente en su forma de perpetrarlos. Así la literatura sobre sí misma es un tema recurrente en el autor que ya antes nos había presentado a los personajes de Miguel Ardiles y Pedro Álamo en cuentos de otros libros. La intertextualidad es patente en un juego de asociaciones múltiples que permiten enlazar mejor los relatos entre sí y que husmea en tantas fuentes que tienta al entendido con el espejismo del hallazgo de todos. El Blanco Calderón cuentista ha pasado con naturalidad a la novela porque su estructura es, no sólo polifónica, sino poli-diegética: cada personaje secundario tiene su biografía mínima que hilvana con el resto en algún punto, y va contribuyendo a una construcción del sentido tétrico (es decir, al estilo tetris); una vez que la línea ¿de sentido? esté formada, desaparecerá. Pequeñas marcas, alusiones, guiños y referentes van enlazándose en torno a una única acción: un hiper crimen colectivo del que todos somos responsables de algún modo y cuyo símbolo es la hoguera sacrificial. Así La muerte sin brújula cierra su círculo. Y Edmond Montesinos no fue presidente, pero contribuyó a entrenar apoteósicamente a “otro” en quien proyectó su ego perverso e hipertrofiado; lo convirtió en cierto modo en su Ubú rey particular, en su golem y logró, indirectamente, que todos lo creyesen y considerasen rey. ¿Nos disuadieron? Al menos eso seguró lo pensó, el feo Edmond. Del inicio bíblico de las tinieblas hasta la oscuridad más profunda del fuego ¿redentor?
The Night es una obra certera, compleja y bien lograda, pero amerita de lectores con estómago suficiente para tanta perversión delatada y exhibida, que los medios de comunicación obscenamente han ido ignorando; amerita también de lectores suficientemente atentos para vincular a su manera los trazos fascinantes y lúgubres que van configurando una noche grotesca que no empezó con los apagones, sino con el más violento y atroz de los crímenes: la perversión del lenguaje.
Juan Pablo Gómez Cova
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